Dos semanas después de aquella reunión en la almunia de Abú Amir, y tal como estaba previsto, Juan se entrevistó con Rodrigo Díazen la fortaleza castellana de Atienza. Acordaron que el castellano de Vivar esperaría en la frontera, moviéndose de un lado a otro si era preciso, hasta que al-Muqtádir fuera depuesto. Cuando Abú Amir ejerciera el poder, se dirigiría a Zaragoza para ponerse a las órdenes del nuevo monarca. Rodrigo Díaz empeñó ante Juan su palabra de caballero cristiano y juró por la Biblia que cumpliría todos los términos del pacto.
La vorágine de placeres y de incontinencias de todo tipo estaba destruyendo la voluntad de al-Muqtádir, a quien la enfermedad de la gota atormentaba. Ibn Buklaris le recetó el consumo de mostaza, que perjudicaba el cerebro si no se contrarrestaba su efecto con un preparado de almendras y vinagre. Aunque las prácticas homosexuales eran frecuentes entre hombres, y muchos aristócratas y altos funcionarios tenían amantes masculinos, sobre todo esclavos y criados, al-Muqtádir se había mostrado siempre contrario a ellas. Pero en una ocasión, harto de desvirgar doncellas y hastiado de ejercer de macho, fijó sus ojos en un adolescente llamado Yahya ibn Yatfut, un hermoso muchacho de piel melada, pelo castaño y ojos verde esmeralda. Era miembro de una de las familias más nobles del reino, la de los Banu Yafrán, y se había criado en Palacio, con el ramillete de hijos de los principales del reino que se educaban en la escuela palatina. Desde hacía tiempo, los primogénitos de los más poderosos linajes pasaban los años de formación en la corte; oficialmente se aseguraba que era para prepararlos para ocupar los altos cargos que el destino les tenía reservados, pero todos sabían que en realidad eran rehenes del rey para garantizar la fidelidad de las familias poderosas.
Al-Muqtádir reparó en el muchacho cuando los alumnos realizaban ejercicios de doma en el campo de equitación cercano al Palacio de la Alegría, al lado de la Almozara. Al contemplar su rostro y su grácil figura, la pasión amorosa se encendió en el monarca y su corazón sólo fue desde entonces para él.
Para atraérselo, organizó fiestas campestres, a las que acudía rodeado de muchachas vírgenes, jóvenes efebos, eunucos bellísimos y negros superdotados, que acababan en verdaderas orgías en las que todo tipo de prácticas sexuales se celebraban entre cántaros de vino endulzado con azúcar de caña y jarras de hidromiel fermentada, que eran bebidos incontinentemente por los asistentes hasta caer sumidos en profundas borracheras colectivas.
Después le envió regalos y presentes, y más tarde le remitió un poema en el que le decía:
¡Oh, gacela! Dime, por Dios,
cuándo te veré presa en mis redes.
La vida se me pasa
y mi alma languidece por no lograr tu amor.
El muchacho le devolvió el papel en el que al-Muqtádir había escrito los versos, incluyendo al dorso estos otros:
Si es verdad que soy gacela,
tú eres león que quieres arrebatarme,
y nunca me ha pasado por las mientes
el establecerme en tu selva.
Pero más abajo continuaba: «Esta es la contestación que exigen las leyes de la poesía. Pero después te digo: He puesto mi brida en manos de mi señor».
Cuando el rey leyó el colofón, su corazón estalló de placer. Enamorarse del muchacho le había rejuvenecido. Su carácter irascible de los últimos años se tornó delicado y alegre y, para asombro de todos, renunció a sus desbordadas orgías sexuales multitudinarias. Yahya ibn Yatfut colmaba todas sus ansias de amor. Se les veía pasear juntos, siempre de la mano, por los alrededores de Palacio, mirándose a los ojos entre sonrisas a veces tiernas, a veces pícaras. En las fiestas privadas ya no había danzarinas de formas voluptuosas, torneados muslos y prominentes pechos, sino delicados efebos y etéreas ninfas de formas asexuadas y cuerpos ambiguos. El otrora belicoso y masculino Ibn Hud se abandonó a una nueva sensualidad. Buscó nuevos placeres en el sexo masculino y acabó disfrazándose de mujer para ser poseído analmente por el joven Yahya.
—Esta situación no puede continuar de ninguna manera. Es preciso actuar ya —propuso el príncipe heredero ante sus colaboradores—. ¿Tenéis preparado lo acordado?
—Aquí está el documento por el que Su Majestad delega en su heredero, el príncipe Abú Amir, todos los poderes en caso de enfermedad; no ha sido difícil que lo firmara. Hemos tenido que negociar con Mundir para evitar su sublevación y se ha mostrado de acuerdo siempre que en el testamento del rey se le concedan Tortosa y Denia, las dos últimas conquistas de al-Muqtádir, además de Lérida. Hemos cedido y aceptado esas condiciones. Más adelante podremos recuperar las tierras de Levante que ahora se le entregan a cambio de su apoyo —intervino Ibn Hasday.
—En connivencia con todos los médicos de la corte he preparado un documento en el que se declara a Su Majestad enfermo y con incapacidad manifiesta para gobernar, por lo que aplicando el propio decreto real, el príncipe Abú Amir pasará a ser regente con todos los poderes —añadió Ibn Buklaris.
—Entonces no esperemos más. El ejército está inquieto. Es preciso obrar con rapidez y eficacia. Dentro de siete días recluiremos al rey en sus aposentos y el príncipe asumirá el poder. No podemos fallar. Rodrigo Díaz está con sus mesnadas presto para cumplir su parte del plan. Ahora es preciso mantener ocupado a nuestro ejército —sentenció Juan.
—¿Ocupado? —se preguntó Ibn Buklaris.
—Sí, en acción. Aquí traigo —señaló Juan un papel que portaba en la mano— un decreto del rey por el que el general Umar debe atacar en una semana las tierras de Lérida. No me ha costado convencer a Su Majestad. Pese a los años transcurridos sigue odiando a su hermano al-Muzaffar. Nuestro ejército estará acantonado allí hasta que se le unan los castellanos de Rodrigo Díaz y nuevos contingentes mandados por Abú Amir. La conquista de Lérida será para los ojos del ejército más valiosa que las de Tortosa o Denia, y Abú Amir será reconocido como conquistador, con lo que espero que ganemos la adhesión de los soldados.
—Tu plan parece correcto, pero ¿y si falla? —inquirió Ibn Hasday.
—En ese caso nuestras cabezas rodarán en la arena de la sari'a y ya no tendremos de qué preocuparnos —ironizó Juan.
El día 5 del mes de yumada I del año 474 de la hégira, 11 de octubre de 1081, el príncipe heredero Abú Amir Yusuf ibn Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud asumió el poder con el título de al-Mu'tamín, «el que confía en Dios». El rey al-Muqtádir fue recluido en unas dependencias del Palacio de la Alegría, vigilado por varios guardias y bajo la supervisión médica de Ibn Buklaris. Para dar sensación de normalidad, se acuñaron dos monedas de manera simultánea, una con el nombre de al-Muqtádir y otra con el de al-Mu'tamín. Dos díasdespués las mesnadas del caballero castellano Rodrigo Díazpasaban por Zaragoza camino, así se dijo, de Barcelona.
El plan acordado en la almunia del Huerva se estaba cumpliendo en todos sus detalles. Rodrigo Díaz se dirigió a tierras cristianas del condado de Barcelona. Pero el conde Berenguer II no aceptó las condiciones del de Vivar para entrar a su servicio, claro que estaban diseñadas para que no lo hiciera, y Rodrigo regresó con su mesnada a Zaragoza, colocándose bajo las órdenes de Al-Mu'tamín. Los dos hombres entablaron enseguida una sincera amistad. Al-Mu'tamín estimaba la capacidad militar y la gallardía de Rodrigo y éste apreciaba la ecuanimidad y talento del regente.
Un inconveniente alteró los planes trazados por Juan. El general Umar, receloso con la actuación de al-Mu'tamín, ocupó Lérida en nombre de al-Muqtádir y la entregó al príncipe Mundir, que ya se intitulaba soberano de Denia y Tortosa. Al-Muzaffar, tío de ambos, pudo huir, pero cayó en manos de al-Mu'tamín, que lo recluyó preso en el castillo de Rueda, sobre el valle del Jalón, a mitad de camino entre Zaragoza y Calatayud.
A finales de primavera del año cristiano de 1082, mes de muharrandel 475 de la hégira, al-Muqtádir, que continuaba recluido en el Palacio de la Alegría, empeoró de su enfermedad. La maldición del asceta parecía cumplirse. Durante toda una noche el rey aulló como un perro, profiriendo horrendos gritos de dolor. Ibn Buklaris intentó calmarlo suministrándole drogas y una cataplasma de hielo traído de las neveras del Monte Cayo, pero no pudo atajar los espasmos agonizantes. El equilibrio de los cuatro humores del cuerpo se había roto: la sangre caliente y húmeda bullía ardiente en las venas; la flema fría y húmeda se espesaba en los pulmones e impedía una correcta respiración; la bilis amarilla, caliente y seca, se derramaba a borbotones entre los tejidos; y la bilis negra, fría y seca, inundaba los órganos internos impregnándolos de muerte. El hakimle obligó a beber un jarabe de ciruelas y un vaso de agua de rosas con mejorana, pero vomitó el brebaje; se le suministraron carquesia y sudorífero, aunque tampoco surtieron efecto.
Su rostro adquirió un color emético. Una espuma sanguinolenta surgió de su boca en torno a una ulcerada lengua aftosa entre estertores tan fuertes que apenas podían sujetarlo cuatro robustos eunucos. Se hizo encima sus necesidades corporales y en apenas minutos todo su cuerpo se llenó de excrecencias purulentas y viscosas. El hakim Ibn Buklaris sajó los bultos más gruesos y aplicó un ungüento de raíz de malvavisco y de lirio cárdeno, polvo de azafrán, bulbo de azucenas y raíz de espadaña disuelto en infusión de manzanilla con aceite de sésamo. Todo fue inútil: el rey murió entre terribles convulsiones, balbuciendo una sarta de palabras indescifrables entre las que alguno de los presentes creyó entender el nombre de Yahya ibn Yatfut.
Juan recordó la profecía que había leído en Toledo en el libro del visionario Ibn al-Jayyat: «Cuando se cumplan cinco veces seis veranos, el león rampante del norte brillará más que el Sol. Parecerá entonces que la Luna se asentará para siempre en la casa del Escorpión. Pero seis veranos después el Sol ocultará la Luna. El azul y el amarillo tornarán rojo y blanco. La esperanza de los creyentes sucumbirá ante el yin del placer y la muerte se asentará en la sala dorada». Parecía increíble pero la profecía se había cumplido. El león, es decir al-Muqtádir, había alcanzado la cima de su poder justo tras la conquista de Denia, pero después había caído en la degradación hasta su muerte. Pero aún había más: al-Kirmani había fijado el comienzo de las obras del nuevo palacio, es decir, de la Sala Dorada, cuando «la Luna creciente esté alineada con Venus en el centro del Escorpión». Cualquier astrólogo sabía que la Luna asentada en la casa de Escorpión abocaba a influencias negativas: una sensualidad desbordada, curiosidades malsanas, impulsos eróticos irrefrenables y pasiones turbulentas en las que los sentidos se dejan arrastrar por los placeres. Juan entendió entonces que el maestro había dejado un mensaje secreto que nadie había podido desentrañar, en el que anunciaba la desgracia para aquel dueño del Palacio que se dejara llevar por las influencias negativas señaladas. Así, sin que ninguno de los dos lo hubiera podido ratificar, la profecía de Ibn al-Jayyat coincidía con la predicción de al-Kirmani. El viejo maestro había hecho colocar jaspe rojo y alabastro blanco combinándolos en armonía. En el texto profético se vaticinaba el cambio del amarillo y el azul, los colores de la divisa de la dinastía de los Banu Hud, por el rojo y el blanco. Sin duda el cambio de colores se refería a la sucesión de al-Mu'tamín, mucho más ecuánime y equilibrado que su padre. También en eso habían acertado al-Kirmani e Ibn al-Jayyat. Sólo quedaba un detalle por atar, el referente a que «El Sol ocultará la Luna». Cabía una posibilidad: el Sol en el signo lunar, el de Cáncer, significa que prevalece la sensibilidad receptiva, la renuncia a la iniciativa, la falta de agresividad, la búsqueda del placer hedonista, la inestabilidad emotiva con presencia de actitudes infantiles y rechazo a las responsabilidades; quizá se anunciaba la desviación última del rey hacia la homosexualidad. Pero la Luna también formaba parte del estandarte de los Banu Hud: ¿quién sería el Sol que acabara con la Luna?
La noticia del fallecimiento del monarca corrió de inmediato por todas las bocas del reino. Algunos difundieron que había sido mordido por un perro y que había muerto fruto de la rabia que el animal le había transmitido. Los más radicales, alentados por los religiosos integristas seguidores del imán 'Abd Allah ibn Alí, propalaron que se trataba de un castigo divino por haberse burlado de los mandamientos de Dios. Los seguidores del santón ejecutado dijeron que se había cumplido la maldición pronunciada por aquél en el cadalso antes de ser tan alevosamente ejecutado. Ibn Buklaris, como médico real, certificó que la muerte había sobrevenido a causa de altas fiebres como consecuencia de un desarreglo de los humores del cuerpo.
Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud, el león del islam, el paladín de los creyentes, el hafiz de la verdadera fe, el «Victorioso por Dios», fue enterrado en el cementerio real, cerca del Palacio de la Alegría. No había cumplido los sesenta años, pero había gobernado su reino durante treinta y seis. En el funeral se recitaron estos versos, parte de un poema escrito por el propio al-Muqtádir:
¡Oh, casa del placer, oh, salón dorado!,
por vosotros han hallado su colmo mis deseos.
Si otra cosa no poseyera en mi reino,
tendría todo lo que pudiera ansiar.
Su hijo al-Mu'tamín hizo grabar sobre la tumba el siguiente epitafio: «Aquí duerme la eternidad Ahmad ibn Sulaylmán, del linaje de los Banu Hud. Nadie amó como él la vida, nadie vivió como él el amor».
La primavera truncada
Al-Mu'tamín tomó posesión del trono en una ceremonia en la que siguiendo sus estrictos deseos no se realizó ningún alarde fastuoso; tenía entonces treinta y siete años. El reino que heredaba de al-Muqtádir estaba dividido entre los dos hermanos; Tortosa, Lérida y Denia habían quedado en poder de Mundir. El rey de Zaragoza escribió una carta a su hermano pidiéndole que lo reconociera como rey único, a fin de lograr que la dinastía de los Banu Hud se mantuviera como el principal baluarte del islam ante el avance cristiano.
La misiva llegó a Lérida a mediados de verano. Mundir se encontraba en Balaguer, unas pocas millas al norte de Lérida, en el palacio que su tío al-Muzaffar había construido a imitación del Palacio de la Alegría. Era uno de esos días bochornosos en los que el aire caliente del sureste lo inunda todo.
—Me pide que lo acepte como rey y que renuncie a mis posesiones, incumpliendo así el acuerdo secreto que firmamos poco antes de la muerte de mi padre —decía Mundir a sus consejeros.