El salón dorado (58 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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—Denia es una taifa muy rica —intervino el visir Ibn Hasday—. Su rey Muyahid consiguió amasar una gran fortuna y su hijo Alí la ha ampliado de modo considerable. Es bien sabido que hace veinte años envió un barco con alimentos a Egipto para ayudar a paliar el hambre que se extendía por aquel país. El barco regresó cargado de gemas preciosas y oro.

—Ciertamente la conquista de Denia sería una excelente adquisición para nosotros, pero, Majestad —añadió Abú Amir dirigiéndose al rey—, no olvidéis que vuestra hija, mi hermana, está casada con su rey, y que ese matrimonio se pactó como lazo de alianza entre Denia y Zaragoza.

—Él ha roto la alianza, por lo que ahora diré. Éste es el momento oportuno para ampliar nuestro poder. El reino de Toledo está gobernado por ese al-Qadir, un personaje débil e incapaz al que tiene absorto y hechizado una bruja de pelo rojo, antigua concubina de su abuelo al-Mamún. Desde el asesinato del visir Ibn al-Hadidi, Toledo está dividido en dos bandos y la situación empeora mes a mes. Valencia, que era posesión del rey de Toledo, hace poco que acaba de declararse independiente y está siendo gobernada por un tal Abú Bakr ibn 'Abd al-'Aziz. Sólo necesitábamos una excusa y acaban de proporcionárnosla. Una partida de nuestro ejército ha tenido una escaramuza con un grupo de soldados del tirano de Lérida; nuestras patrullas han interceptado un mensaje que el rey de Denia enviaba a mi hermano al-Muzaffar, el usurpador del trono leridano, en el que le prometía ayuda contra nosotros. Varios jinetes de la caballería enemiga han sido identificados como vasallos del de Denia. Sólo es preciso tomar la iniciativa y todo Levante con sus enormes riquezas será nuestro sin apenas esfuerzo. Y ahora, una sorpresa —al-Muqtádir indicó con un ademán a un guarda que vigilaba ante una puerta que hiciera pasar a quien esperaba tras ella.

Momentos después hizo su entrada un personaje de aspecto siniestro. Tenía una estatura considerable (el más alto de todos los allí reunidos después de Juan), ojos pequeños, vivarachos y rasgados, tez cetrina, barba afilada y escasa y nariz fina, larga y aguzada.

—Señores —anunció al-Muqtádir—, os presento a Ibn Ruyulu, visir de Alí ibn Muyahid Iqbal al-Dawla, rey, por poco tiempo espero, de Denia. Es nuestra llave para abrir las riquezas de ese reino.

Ibn Ruyulu describió con todo lujo de detalles el sistema de fortificaciones de Denia, la red de fortalezas, la debilidad de su ejército y sobre todo los cuantiosos tesoros acumulados por sus soberanos.

Los generales del ejército, informados de todo ello, concluyeron que a la vista de tales datos, la conquista de Denia sería un paseo triunfal. Pero eso no era todo; agentes de Ibn Ruyulu se estaban encargando de difundir por Denia el rumor de que al-Muqtádir era el único garante de la seguridad para los musulmanes. Lo presentaban como el paladín del islam, el único soberano capaz de enfrentarse y de derrotar a los infieles cristianos. Se decía de él que su poder y su fuerza eran tales que había dado muerte con sus propias manos a un oso y que en su pecho radicaban la bravura de un tigre y la fuerza de un león. Estos rumores fueron calando en la ciudad de Denia y crearon una corriente de opinión favorable al rey de Zaragoza y contraria a su soberano, a quien estos mismos agentes presentaban como un ser preocupado tan sólo por recibir tributos, ebrio de ambición por el oro y las joyas, corrupto dilapidador del erario público y despreocupado por la defensa de su país y de sus súbditos.

Una vez más, el ejército hudí, la formidable máquina de guerra que había derrotado a los aragoneses y había reconquistado Barbastro a los cruzados, se puso en marcha. En esta ocasión, once años después de la victoria de Barbastro, el objetivo no era el territorio cristiano, sino el sur musulmán. Las verdaderas intenciones de aquel despliegue militar se mantuvieron en secreto. Enterados por sus espías de la partida del ejército, todos los reyes de taifas temblaron de pavor temerosos de que fueran ellos los elegidos por al-Muqtádir como presa para sus ambiciones de conquista. Pero todas las dudas se resolvieron cuando Ibn Hud acampó su real frente a las murallas de Denia.

Alí ibn Muyahid Iqbal al-Dawla, aterrado ante el poderío del ejército hudí, designó a su hijo Mu'izz para que negociara con al-Muqtádir un arreglo y tratara de dilatar su caída. El príncipe se presentó en la tienda del señor de Zaragoza y aludió a las relaciones de parentesco que unían a ambos reinos, recordando que la esposa de su padre era hija del zaragozano, y continuó:

—¡Oh, señor! ¡Tú siempre logras conseguir lo que anhelas! ¿Cuántas veces nos hemos opuesto a ti, o te hemos contrariado? ¿Por qué acosas a tus aliados si siempre te hemos escuchado con devoción y respeto?

—Por el Altísimo que no pretendemos el dominio sobre esa ciudad hasta que sea fácil poseerla y se abandonen en nuestras manos sus riendas —contestó al-Muqtádir en tono amenazador.

—¡Oh, señor! ¿A dónde nos llevarás y a quién nos confiarás? —añadió Mu'izz creyendo que el rey se refería a la conquista de Denia cuando lo estaba haciendo a la de las fortalezas que protegían el reino.

El visir Ibn Ahmad, que estaba presente en la entrevista, susurró al oído de al-Muqtádir que el príncipe, acobardado, no había comprendido la metáfora: las riendas eran las fortalezas comarcanas. Inesperadamente, había aceptado entregar la ciudad sin lucha, es decir, la rendición incondicional.

—Me entregaréis Denia y su reino, que pasarán a estar bajo nuestra protección —sentenció al-Muqtádir ante el empequeñecido príncipe.

Al día siguiente, el rey de Denia, su hijo y los altos dignatarios de la ciudad salieron de las murallas y ofrecieron sus dominios a al-Muqtádir. El rey de Zaragoza, escoltado por su guardia personal y acompañado por los cobardes y sumisos Alí y Mu'izz, entró triunfante en la ciudad aclamado por los agentes de Ibn Ruyulu, que alentaban a la multitud para que vitoreara a su nuevo soberano. La comitiva la encabezaba un portaestandarte con el león dorado de los Banu Hud y a su lado un soldado con una pica que sostenía en la punta una enorme cabeza de oso disecada bajo la cual podía leerse la leyenda: «El poder y la fuerza sólo pertenecen a Alá y al-Muqtádir es su espada». Corría el mes de sa'bándel año 468 de la hégira, marzo de 1076 de la era cristiana.

Al-Muqtádir permaneció varias semanas en la ciudad para arreglar los asuntos de su gobierno. Estimó que Denia estaba más alejada de Zaragoza que Tortosa y nombró a su hijo Mundir virrey de la ciudad, para poner más tierra de por medio entre los irreconciliables hermanos. Finalizada su misión regresó a Zaragoza. Le acompañaban Alí, soberano destronado, a quien ordenó que se despojara de sus ricas vestiduras y viajara vestido con un traje burdo, y toda su familia. Durante el regreso recibió el homenaje de las ciudades y aldeas por las que pasó y en Zaragoza volvió a realizar otra entrada triunfal. Aguas abajo del Ebro, y tan sólo como consideración a su hija, entregó una almunia a Alí para que pudiera vivir en ella con sus hijos y esposas hasta su muerte.

En Denia se obtuvieron numerosos tesoros. En una dependencia secreta del palacio real se habían acumulado lingotes de oro y plata, joyas, telas preciosas, marfiles y todo tipo de objetos de lujo. El recibimiento triunfal que se había expresado en las calles no se trasladó a la corte. Los más allegados consejeros del rey le censuraron que hubiera ocupado Denia dejando sin conquistar Valencia, mucho más rica que su vecina del sur. En esa populosa ciudad gobernaba Abú Bakr, antiguo gobernador dependiente del rey de Toledo. Al-Muqtádir no quería bajo ningún concepto que el rey de Castilla, que consideraba a Abú Bakr como su vasallo, se enemistara a causa del dominio de la ciudad del Turia. Por su parte, Alfonso VI de Castilla había fijado sus ojos en Toledo, y le interesaba más su conquista que cualquier otra cosa. Para ello trataba de debilitar todo lo posible a este reino de taifas, pero también a los de Sevilla y Granada.

Al-Muqtádir, cuyos intereses coincidían con los de Alfonso, decidió enviar una embajada al rey de Castilla para pactar la compra de Valencia. En la primavera de 1076 Juan salía de Zaragoza rumbo a La Rioja formando parte de una legación para discutir las condiciones de adquisición de la capital levantina. Tenía orden expresa de su soberano de ofrecer hasta un máximo de cien mil dinares, una cifra como nunca antes se había visto en al-Andalus. Las riquezas obtenidas en Denia permitían realizar esa oferta.

En el monasterio de San Millán de la Cogolla, al pie de la sierra de San Lorenzo, se reunieron durante dos días los representantes de Zaragoza y Castilla. El delegado castellano exigió el pago de ochenta mil dinares y Juan le ofreció cuarenta mil. Después de tensas horas de tira y afloja, se tasó Valencia en sesenta mil dinares. Juan regresó a Zaragoza con el acuerdo de compra y al-Muqtádir ordenó de inmediato a sus generales que tuvieran preparado el ejército para dentro de dos meses. Entre tanto, otra legación zaragozana pactaba en secreto con el infante Ramón, hermano del rey de Pamplona, una sublevación contra éste y la asunción del trono por el infante.

Diez mil guerreros veteranos, curtidos en los campos de batalla de Graus y de Barbastro, acamparon frente a Valencia a mediados de junio. Abrumado por el despliegue militar hudí, Abú Bakr salió de las murallas vestido con traje de fiesta al encuentro de al-Muqtádir. En su presencia, el gobernante valenciano pronunció un discurso cargado de elocuencia, recitando de memoria una serie de expresiones, sin duda preparadas por literatos, entre las que intercalaba citas al Corán referentes a la unidad de los musulmanes. El brillante discurso acabó con estas palabras:

«En consecuencia, estas tierras son tuyas, obra con ellas como te plazca y todos nosotros te obedeceremos como súbditos tuyos».

Inesperadamente, y ante el asombro de los generales del ejército hudí, al-Muqtádir se conformó con aquella declaración y ordenó a los comandantes de los batallones que prepararan el regreso inmediato a Zaragoza.

En el camino de vuelta vino a su encuentro un mensajero que se había desplazado sin apenas descanso desde la corte. Portaba un mensaje urgente. El rey lo hizo pasar a su tienda.

—Mi señor —dijo el mensajero—, el rey Sancho de Pamplona ha sido asesinado en Peñalén por su hermano Ramón. Un agente nos ha informado de que fue arrojado a un precipicio. El infante Ramón trató de proclamarse rey de los pamploneses, pero la mayor parte de los nobles del reino lo acusaron de traidor y de ser el causante de la muerte de su hermano. Un enviado suyo acudió a Zaragoza en busca de ayuda y sabemos que también la solicitó a Aragón y Castilla. Pero estos dos monarcas cristianos se la denegaron y han acordado repartirse Navarra entre ellos: la región de Nájera será para Castilla y la de Pamplona para Aragón.

—¡Imbécil! —bramó al-Muqtádir—. Bien sabía yo que ese cretino sería incapaz de hacer las cosas bien. Le ordené que se ganara primero a la nobleza y después acabara con su hermano de manera que no se notase, usando un envenenador profesional o simulando un accidente de caza. Y a ese idiota no se le ocurre otra cosa que despeñarlo. No ha sabido esperar y ahora él se ha quedado sin reino y nosotros atenazados por nuestros enemigos. ¡Guardias! —continuó—, convocad a los generales, que acudan inmediatamente para celebrar un consejo.

Instantes después entraban en la tienda real los generales que dirigían la expedición. Al-Muqtádir caminaba de un lado a otro con pasos rápidos y nerviosos. Sus profundos ojos oscuros denotaban un enfado sin par.

—Señores. La situación se ha complicado. El reino de Pamplona ya no existe; nuestro mejor aliado, la almohada que nos protegía de Castilla y Aragón, ha desaparecido. Necesitamos asegurar nuestras fronteras. La mitad del ejército, al mando del general Umar, girará hacia el oeste y fortificará las tierras de Molina y Soria. Los de Molina deberán someterse a nuestro poder, en caso contrario la villa y sus aldeas serán arrasadas. La otra mitad del ejército regresará conmigo a Zaragoza, desde allí prepararemos la defensa del norte por si el rey de Aragón decide atacarnos.

En la capital esperaban al rey el infante Ramón y su hermana Ermesinda, que le había ayudado a consumar el fratricidio. Al-Muqtádir increpó con dureza a Ramón ante toda la corte, tildándole de torpe, inútil y cobarde. Le ordenó que se retirara hasta que decidiera qué hacer con él.

Unos golpes sonaron en la puerta. Jalid, que acababa de preparar la cena, acudió a abrir. La infanta navarra Ermesinda, semioculta bajo una amplia capa de lino azul, preguntó por Juan ibn Yahya al-Tawil. Juan reconoció enseguida a la infanta. La había visto una sola vez, el día en que al-Muqtádir increpó y humilló a su hermano en el Palacio de la Alegría; aquella mujer no era fácil de olvidar. Tenía una figura esbelta, en la que destacaban unas ampulosas caderas y un busto prominente. Su rostro era afilado y sus rasgados ojos verdes dejaban entrever un carácter ladino y taimado. Era una de esas mujeres que no se detienen ante nada ni ante nadie con tal de lograr sus propósitos.

—¿Sois vos Juan ibn Yahya, el consejero del rey? —preguntó en latín la bella navarra a la que Jalid había acompañado hasta el interior de la casa.

—Uno de los consejeros del rey, señora —puntualizó también en latín el eslavo—. ¿A qué debo el honor de vuestra visita?

—Vengo a pediros que intercedáis por mi hermano ante Su Majestad. Es cierto que se precipitó por no esperar el momento adecuado, pero sus ansias por convertirse en soberano de Pamplona vencieron su paciencia.

—Las prisas no son nunca buenas consejeras. Esto vale también para vos.

—Haré cuanto me pidáis —añadió Ermesinda con voz melindrosa.

—¿Tanto amáis a vuestro hermano?

—¿Queréis comprobar por vos mismo hasta dónde soy capaz de llegar? —preguntó la infanta ahora con voz sensual y mirada lasciva en tanto se colgaba lujuriosa de los poderosos hombros de Juan, ofreciéndole sus finos y suaves labios al tiempo que balanceaba sus pechos apretados contra el torso del eslavo.

—Sois muy bella. Ese hermano vuestro no os merece —alegó Juan impertérrito.

—Os he dicho que estoy dispuesta a cualquier cosa por lograr vuestro apoyo. Sois fuerte y muy bien parecido, podemos disfrutar uno del otro a la vez que discutimos asuntos de Estado.

—Este asunto es de competencia exclusiva de Su Majestad —indicó Juan.

—Vos podríais…

—Mi criado os acompañará hasta la puerta. Buenas tardes, señora —cortó firme Juan a Ermesinda, que apretando los labios dio media vuelta y salió con pasos enérgicos y presurosos y el orgullo herido.

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