El salón dorado (56 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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Estaba dichoso por su trabajo, pero en su mente latía con fuerza la idea de fundar en Zaragoza un gran centro de estudio en el que, al igual que en la madraza Nizamiyya de Bagdad, en La Casa del Saber de Toledo o en la Universidad de Constantinopla, se enseñaran todas las disciplinas científicas.

5

A finales del mes de muharrandel 467, principios de septiembre del año cristiano de 1075, se recibió una misiva en Tarazona, dirigida al jefe de la Escuela de Traductores, en la que el rey anunciaba su próxima llegada a la ciudad para participar en una cacería. En una de las cartas que habitualmente Juan enviaba a la corte como informes sobre el trabajo realizado, había incluido un párrafo en el que señalaba la riqueza cinegética de la comarca y la abundancia de ciervos, corzos, aves e incluso la existencia de algunos osos en las zonas más elevadas y abruptas de la montaña. Al-Muqtádir, un tanto abotagado por la inactividad y colmado de tantos placeres sedentarios como le ofrecía su Palacio de la Alegría, decidió que era hora de realizar una salida en busca de ejercicio y que para ello nada mejor que una campaña de caza en las laderas de aquella montaña, la más alta de todos sus dominios, que se podía contemplar los días claros desde lo alto del torreón del observatorio astronómico. En una posdata se le comunicaba que había fallecido el rey al-Mamún de Toledo y que había sido sucedido por su nieto Yahya al-Qadir.

La comitiva real se presentó en Tarazona a principios de otoño, cuando los bosques comenzaban a adquirir unos tonos ambarinos y cobrizos. El walí, el cadí, el gobernador militar, los alfaquíes y el jefe de la Escuela de Traductores recibieron al soberano a la entrada de la ciudad. Centenares de vecinos se agolpaban en la explanada de la pequeña almozara, en un recodo del valle entre la medina y el barrio mozárabe, para contemplar por vez primera a un auténtico rey. Al-Muqtádir, a quien acompañaba el príncipe heredero, descendió de su rutilante alazán de pelo rojizo tras haber recibido el homenaje y la sumisión de los representantes de la ciudad y saludó a Juan con entrañable ánimo, lo que acabó por encumbrar definitivamente al eslavo ante los ojos de aquellos ciudadanos.

—Bienvenido, mi señor —dijo Juan.

—Mi querido amigo, te encuentro muy bien —replicó al-Muqtádir.

—Los aires de la montaña son fríos pero saludables, Majestad —añadió Juan.

—Espero que, como decías en uno de tus informes, la caza sea abundante.

—Lo es, mi señor. Más abundante que en ningún otro lugar de vuestro reino —repuso Juan.

—En ese caso nos esperan días felices e intensos. ¡Abú! —gritó volviéndose hacia el príncipe heredero—, ¿no saludas a tu amigo?

El príncipe Abú Amir descendió de su corcel y acudió ligero a abrazar a Juan.

—Tenía ganas de verte —dijo el príncipe.

—Yo también a vos, Alteza —repuso Juan dirigiéndose al heredero con el tratamiento y deferencia que en público exigía el protocolo de la corte.

El cortejo se dirigió por las empinadas calles de la medina hasta la Zuda, donde se habían preparado los aposentos para el rey, el príncipe y los demás altos funcionarios que los acompañaban. Sobre una pequeña carreta, dentro de una jaula con una alcándara, se posaban media docena de halcones perfectamente entrenados en el arte de la cetrería, que tanto le gustaba a al-Muqtádir.

Desde las habitaciones del monarca podía disfrutarse de un amplio paisaje. A diferencia de la mayor parte de los palacios y edificios musulmanes, esta zuda tenía amplios ventanales hacia fuera, aunque también disponía de un pequeño y discreto patio. El que sus habitaciones privadas dieran al exterior no disgustó demasiado al rey y, aunque no exigió cambiarlas, dijo que prefería la tradicional costumbre de la arquitectura árabe de volver las habitaciones hacia el interior de la vivienda para preservar la intimidad familiar de las miradas extrañas. De todos modos, a la altura que estaban los aposentos, colgados de paredes verticales de roca, hubiera sido preciso ser un águila para poder asomarse desde fuera. El gobernador militar explicó al rey que según se había transmitido por la leyenda, esa fortaleza había sido construida por Hércules, y los árabes se habían instalado en aquel elevado alcázar para poder vigilar a los numerosos cristianos que quedaron en Tarazona, aunque un centenar de años después la mayoría emigró a la recién fundada ciudad de Tudela, mucho mejor emplazada y más próspera, por lo que la otrora nutrida comunidad mozárabe había quedado reducida desde entonces a un puñado de familias.

Al día siguiente el rey recibió en audiencia a las distintas delegaciones de la ciudad y de la comarca, que le entregaron numerosos regalos y presentes. Después visitó la Escuela de Traductores, donde Juan le puso al corriente de los trabajos realizados. En unas estanterías se ordenaban más de medio centenar de obras traducidas en todas las combinaciones posibles entre el árabe, el latín, el hebreo e incluso el griego. En un armario descansaban varios manuscritos aguardando el momento de ser traducidos y sobre varias mesas había al menos una docena de códices sobre los que se estaba trabajando en ese momento.

Dos días después salieron de cacería. Lo hicieron primero en los alrededores de la ciudad, al lado de unas represas de piedra que los romanos habían construido para regar la vega. Durante la noche acudían a estas balsas manadas de jabalíes y venados para abrevar. Bastaba con apostarse cerca y lanzar un certero flechazo para abatir a la pieza. En torno a los senderos que transitaban los animales se construyeron varios puestos de espera, camuflados con ramas y juncos. La luna brillaba en lo alto del cielo, recortando la silueta majestuosa del Monte Cayo, e iluminaba el camino. Al-Muqtádir tenía el puesto más cercano al agua, apenas situado a quince pasos de la orilla de la charca. Cualquier animal que se aproximara para beber en aquel lugar, sería abatido por las flechas del monarca. Tras largas horas de espera en monótono silencio, unos ruidos como de pezuñas golpeando un lecho de guijarros sonaron en el recodo del camino. Instantes después aparecieron seis ciervos de tamaño considerable, acompañados de una prole de varios cervatillos. Los cazadores tensaron sus arcos y aguardaron a que la flecha de al-Muqtádir fuera disparada contra el ejemplar de mayor alzada para asaetear al resto de la manada. Los venados se detuvieron unos pasos antes de la orilla de la charca y elevaron sus cabezas irguiendo el cuello recelosos. El macho dominante del grupo se adelantó unos pasos y abriendo sus patas delanteras se inclinó hasta alcanzar el agua con su hocico. Los demás se acercaron e hicieron lo mismo. Justo en ese momento sonó un silbido rompiendo el aire silencioso de la noche y el jefe de la manada cayó al agua en medio de terribles convulsiones. Los demás, espantados, volvieron grupas intentando huir de la muerte que acechaba. Nuevos silbidos rasgaron la noche y una docena de ciervos, ciervas y cervatillos quedó abatida sobre los juncales de la charca. Algunos lograron huir entre la espesura dejando un rastro de polvo, barro, sangre y ramas rotas.

—¡Magnífico, señores! —exclamó al-Muqtádir ebrio de alegría ante las piezas desplomadas, cuyas pieles rebozadas en barro y agua brillaban a la luz de las antorchas que los criados acababan de encender.

—Buena caza, Majestad —aseveró su escudero.

—Una docena de ciervos en una sola jornada. Empezamos bien. Si todo sigue así, habrá que volver de vez en cuando —anunciaba eufórico el rey.

Amanecía sobre el Monte Cayo cuando la partida de cazadores regresó a la ciudad. Decenas de campesinos que se aprestaban para acudir al trabajo diario contemplaban atónitos el balance del primer día de montería. Algunos envidiaban los enormes pedazos de carne que saldrían de debajo de aquellas pieles marrones en cuanto un matarife los despedazara para la cocina.

—Aquí hay mucha carne fresca, Majestad —dijo Juan ante la vista de los animales muertos—. Sería un gesto de magnanimidad para con vuestros súbditos si ofrecierais una comida a todos los ciudadanos de Tarazona. Muchos de ellos no comen otra cosa que harisa, una papilla de trigo y carne picada cocida con grasa. Un gran festín con el que conmemorar la grandeza de la dinastía de los Banu Hud los haría felices y aumentaría su amor por su rey.

—Siempre tienes razón. De acuerdo. Pasado mañana celebraremos un banquete al que podrán acudir todos los varones de esta ciudad. Que se emitan bandos y se promulguen por las calles —ordenó al-Muqtádir.

El banquete se celebró en el espacio abierto de la almozara. El almutazaf pidió a los comerciantes que colaboraran aportando especias y vino. Cada vecino acudió con su mesa y su silla y a la sombra de los chopos se formó enseguida un improvisado comedor para un millar de comensales. En lo alto de un mástil ondeaba el estandarte azul y amarillo con el león rampante y la media luna creciente de los Banu Hud y a su lado una bandera verde con la leyenda «No hay más dios que Dios».

La carne de los venados se cocinó de varias maneras: los lomos, con salsa de manzana, confitura de ciruelas y de frambuesas silvestres de la comarca, se sirvieron a los dignatarios que ocupaban la mesa real. El resto de la carne se preparó bien en albóndigas picantes ensartadas en alambres y asadas al fuego salteadas con pedacitos de cebolla y berenjena, bien guisado con laurel y ajo, bien asado con estragón, tomillo y romero. Los confiteros de la ciudad, dirigidos por el repostero real, prepararon unos pastelillos similares a las almojábanas pero rellenos de crema en vez de queso, dulces de almendra con miel y hojaldres salpicados con frutas confitadas. Se bebió abundante vino, cerveza que elaboraban en la zona con cebada y nabos, agua perfumada con esencia de lavanda, horchata y jarabes de membrillo y granada. Al rey y a su séquito les sirvieron unos sorbetes de higo enfriados con hielo y espolvoreados con nieve. Al-Muqtádir, extrañado, miró hacia la cumbre del Monte Cayo y preguntó de dónde habían sacado la nieve y el hielo si aquel año todavía no había nevado y de noche aún no se habían congelado las aguas. Juan respondió que en aquellas sierras era costumbre recoger la nieve durante los primeros días de primavera en grandes silos enterrados y con las paredes aisladas por barro cocido mezclado con ceniza y carbón. La nieve se apretaba cuanto era posible y así, protegida del calor estival por una tapadera hermética, se disponía de nieve y hielo durante todo el año, incluso en pleno verano. Al-Muqtádir, entusiasmado con la idea, ordenó a uno de sus visires que dispusiera lo necesario para hacer lo propio en Zaragoza.

—Pero, Majestad, en vuestra capital apenas nieva y hace menos frío; será muy difícil conseguir que la escasa nieve, si es que la hay, se conserve hasta el verano sin que se derrita —alegó el visir.

—Entonces la llevaremos desde aquí —sentenció el monarca.

—No llegaría a su destino. El viaje dura al menos tres días. Se derretirá antes —dijo el visir.

—Si me permitís, Majestad —intervino Juan—. Si la nieve se coloca dentro de enormes cantimploras, de al menos un alquez de capacidad, fabricadas en cobre, con doble cámara, y se revisten de cueros con cámaras de agua y una carreta con tres o cuatro de estas cantimploras viajara, cambiando de mulas, por supuesto, durante toda la noche, es probable que esa nieve llegase a Zaragoza desde aquí en apenas un día. Es cuestión de organizar el servicio, y aunque saldría caro, Vuestra Majestad podría disponer en banquetes señalados durante el verano de ciertas cantidades de hielo con el que enfriar las bebidas y elaborar los deliciosos sorbetes helados.

—Sí, puede funcionar. Toma nota, visir. Lo haremos como dice Juan. Este verano quiero nieve en el Palacio de la Alegría.

Durante los días siguientes, entre jornadas de caza y de descanso, Juan y el príncipe Abú Amir, más interesado por los libros que se traducían que por las emociones que la caza proporcionaba, debatieron sobre filosofía, matemáticas y astronomía durante los largos paseos por la orilla del río o por las veredas enmarcadas por hileras de sauces, chopos y álamos. Algunos días cabalgaban hasta lo alto de alguna de las colinas circundantes y desde una de ellas tramaron el proyecto de subir hasta la cumbre del Monte Cayo. Cuando el príncipe solicitó permiso al rey, éste receló y aunque a regañadientes, alegando que no se le había perdido nada en lo alto de aquella pelada cima, dio su consentimiento.

La expedición al Monte Cayo partió de Tarazona pasada la media noche. La componían el príncipe heredero, Juan, su fiel criado Jalid, que pese a su cojera se había empeñado en acompañarles hasta donde le fuera posible, tres criados más, dos aristócratas zaragozanos que se habían sumado a la empresa, diez soldados de la guardia real y dos vecinos de Tarazona, uno cristiano y otro musulmán, que aseguraban conocer el mejor camino para adentrarse en la montaña. Algunos aldeanos afirmaban que nadie había ascendido nunca hasta la cumbre porque era una montaña sagrada desde hacía muchos siglos y sus laderas estaban habitadas por genios, y quién sabe qué demonios malignos estarían apostados entre los árboles o tras los peñascos para causar daño a los que osaran romper la tranquilidad de su morada.

Los dos hombres jóvenes, ninguno de ellos había cumplido la treintena, marchaban en la cabeza de la expedición sobre robustas mulas pardas, mucho más apropiadas para transitar por aquellos caminos que los veloces pero delicados caballos. Ascendieron pausadamente por un camino serpenteante que comenzó siendo una vereda tan ancha como para permitir el paso de una carreta y poco a poco, conforme ascendía por la ladera, se estrechó hasta convertirse en una angosta senda por la que apenas podían transitar las mulas en fila de a una.

Ya hacía tiempo que había amanecido cuando la senda que serpenteaba entre el tupido conglomerado de árboles desembocó en un claro del bosque en cuyo centro manaba una fuente debajo de unas piedras grises. Muy por encima de sus cabezas, entre nubes grisáceas que circulaban a gran velocidad empujadas por los fuertes vientos de aquellas altitudes, aparecía y desaparecía la cumbre de la montaña. Hasta entonces la ascensión había sido larga pero con escasa pendiente, desde ahí la ladera se empinaba hasta alcanzar en algunos puntos un desnivel infranqueable. A esa altura el bosque de pinos y encinas daba paso a un denso hayedo alternando con robles. Más allá del cantizal grisáceo del manantial las mulas no podían pasar; sería preciso proseguir la marcha a pie. En el claro se estableció un campamento en el que se quedaron seis soldados, Jalid, que apenas podía dar un paso más, y dos criados; el resto continuó, avituallado con abundantes alimentos en sus mochilas, montaña arriba.

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