El salón dorado (51 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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Dos días después de que regresaran a Zaragoza, al-Muqtádir recibió a los viajeros en su viejo palacio junto a la mezquita mayor. El rey quería saber cómo les había ido el viaje y qué instrumentos habían adquirido.

—Majestad —comenzó a hablar Abú Yafar—, el rey al-Mamún nos ha encargado que os transmitamos sus mejores deseos y su más cordial salutación, y que os entreguemos como correspondencia a vuestro regalo este presente.

El director del observatorio se acercó al rey y le mostró una espada de templado acero toledano cuya empuñadura era de oro macizo engastado con gemas de corindón y piedras de lapislázuli, representando los colores amarillo y azul de la dinastía de los Banu Hud. Al-Muqtádir empuñó la espada y la blandió en el aire.

—Magnífica arma —dijo—. Espero que triunfe en muchos combates para mayor gloria de Alá.

Dejó la espada sobre una mesita de taracea y ordenó a los astrónomos que relataran el viaje. Abú Yafar, que portaba consigo un rollo de pergamino con un completo informe escrito, desgranó todos los acontecimientos y finalizó con un resumen de los gastos realizados y los instrumentos adquiridos.

—Excelente informe. Mañana mismo quiero inspeccionar esos astrolabios, y espero que sean tan precisos como decís. Ahora podéis retiraros —finalizó al-Muqtádir.

Durante los meses siguientes Juan tuvo que compaginar el trabajo de consejero de las obras del nuevo palacio con el de subdirector del observatorio y el de preceptor de Abú Bakr ibn Bajja. El hijo de Yahya progresaba como ningún otro alumno y por toda la ciudad corrían noticias y comentarios acerca de la inteligencia sin par del niño. Unos decían que era capaz de recitar de memoria todo el Corán, otros que comprendía la obra completa de Aristóteles y algunos que su capacidad intelectual era tal que dominaba el cálculo, el álgebra y las matemáticas-Yahya estaba orgulloso y admiraba a Juan por su dedicación y por ser el principal artífice de la educación de su hijo. Abú Bakr mostraba interés por todo aquello que significara conocimiento. Durante el invierno le preguntó a Juan cuál era el mecanismo que regía la evolución de las plantas, el porqué morían para volver a nacer de nuevo, en un ciclo interminable. El eslavo le enseñó que no morían del todo, que bajo la apariencia de madera seca e inerme en que quedaban algunos árboles y plantas durante los meses fríos, seguía corriendo la savia vivificadora. El niño, muy serio, afirmó que pronto comenzaría a escribir un tratado de botánica. En aquella situación Juan agradeció haber sido jardinero en Constantinopla durante las últimas semanas de su estancia en la ciudad imperial.

Capítulo VII

La agonía del León

1

A fines de primavera se dio por concluida la primera fase de las obras de construcción del nuevo palacio. El rey se trasladó a su nueva residencia y ofreció una fiesta a todos los zaragozanos.

Acabada la oración de media tarde, la salat al-asr, comenzaron los festejos. Rodeado de sus familiares y consejeros, al-Muqtádir salió del palacio viejo, ubicado junto a la puerta del Puente. Aguas abajo podían verse engalanados los cuatro navíos que soportaban sendos molinos flotantes y que se colocaban en el lugar de la corriente más propicio para el trabajo de las muelas. Embarcó en una nave que esperaba amarrada en la orilla del Ebro; se trataba de una galera traída desde Tortosa, con dos filas de remos y un mástil en el que ondeaba el estandarte azul con el león dorado de los Banu Hud. Toda la embarcación lucía decorada con guirnaldas de flores y banderolas; en el castillo de popa una orquesta tocaba melodías de fuerte contenido épico.

Ibn Hud embarcó con toda solemnidad, en medio de las aclamaciones de centenares de ciudadanos que se habían agolpado en el exterior de las murallas para presenciar el espectáculo. Majestuosamente, la galera se separó del embarcadero al tiempo que los remeros de estribor ciaban para colocarla de cara a la corriente. Cesó la música y a un golpe de timbal ambas filas de remos bogaron con fuerza río arriba. Desde las orillas, los zaragozanos agitaban pañuelos y ramas de olivo. Doncellas ataviadas con vaporosos vestidos y tocadas con diademas de plata con cornalinas y crisolitas que portaban cestillas de mimbre arrojaban sobre las aguas pétalos de rosas y coronas de flores y escanciaban en pebeteros situados junto a la borda perfumes y ungüentos. Al-Muqtádir, de pie en lo más alto del castillo de popa, saludaba brazo en alto a la multitud que corría por la ribera acompañando la marcha de la nave.

A una milla aguas arriba del puente, la embarcación se detuvo. Dos fuertes golpes con los remos la dejaron varada junto a la orilla. El séquito real descendió por la pasarela de tablones y desfiló sobre un camino alfombrado de juncos bajo un efímero arco triunfal rameado que el gremio de carpinteros había costeado como obsequio a su soberano.

Al otro lado del arco hacían guardia quinientos jinetes del ejército de la taifa, con sus caballos enjaezados con gualdrapas azules y amarillas. Al-Muqtádir montó a lomos de un rocín cárdeno y cabalgó entre las dos hileras de caballeros que agitaban sus lanzas vitoreando el nombre del rey.

Después de recorrer algo más de media milla, al-Muqtádir detuvo su caballo ante la puerta de la alcazaba. Allí lo esperaban las primeras autoridades de la ciudad y del reino. El viejo y leal visir Alí Yusuf, el cadí, el almutazaf, el arquitecto real, el katibprincipal de la corte, el sahib al-surta, jefe de la policía local, varios ulemas, alfaquíes y generales del ejército. El visir se adelantó, hincó su rodilla izquierda en tierra e inclinando la cabeza se expresó así:

—Majestad, aquí están las llaves de vuestra casa. Esta antigua y legendaria fortaleza es ahora un palacio digno de vuestra gloria. Vuestros súbditos os ofrecen esta morada con el deseo de que sea para Vuestra Majestad un hogar de alegría y regocijo. Si es así, nada nos hará más felices.

El rey cogió las llaves y ayudó al visir a incorporarse. Miró en su entorno a la multitud silenciosa y resaltó:

—Ningún príncipe tuvo nunca mejores súbditos. Este palacio que hoy me ofrecéis es para nosotros el mejor regalo que podíais hacernos. Y será, en efecto, la casa de la alegría y del placer, pero también la casa de la sabiduría y de la ciencia. Será llamado desde ahora Palacio de la Alegría y en él tendrán cabida todos los hombres que Alá señale para profundizar en el conocimiento de las cosas. Y ahora, que comience la fiesta.

El rey levantó los brazos mostrando al gentío las llaves que acababa de recibir y penetró en el palacio a través de la puerta de arco de herradura decorada con yeserías de piñas y flores de acanto pintadas en azul, rojo y verde.

Por toda la explanada que se extendía entre el muro de tierra de la ciudad, la alcazaba-palacio y el río se habían establecido puestos de comidas al aire libre. En algunos, pese a las miradas amenazantes de los imanes más ortodoxos, se vendía vino y se cantaban canciones obscenas. Rapsodas y poetas aduladores declamaban sus versos subidos sobre cualquier objeto capaz de sostenerlos. Charlatanes, embaucadores y adivinos contaban a quienes les rodeaban historias fabulosas, leyendas de genios y héroes o les leían el destino escrito en la palma de la mano a cambio de una moneda.

En el centro de la Almozara se había preparado el campo de polo. Dos equipos de seis jugadores, los mejores del reino, disputaron un igualado partido. Los altos dignatarios, en cuyas últimas filas estaba Juan, lo presenciaron desde el graderío construido en madera para esta ocasión. Durante el partido varios jinetes cayeron al suelo y uno de ellos tuvo que ser retirado con la pierna rota. Los vencedores recibieron una copa de oro y unas camisas de seda.

Dentro de jaulas de hierro se exhibían varios animales adquiridos por el rey para su zoológico particular. Había dos fieros leones africanos, una pantera negra del desierto, una jirafa de las sabanas del extremo sur de la tierra, un elefante de largos colmillos de marfil, un avestruz de plumaje ampuloso y varios monos de las selvas ecuatoriales. El exterior del palacio estaba rodeado de jardines irrigados mediante una saqiya: desde una acequia próxima, una cadena de recipientes de barro movida por una rueda dentada de la que tiraba un asno llevaba el agua a unos canalillos desde los que se distribuía por todos los parterres. Frente a la entrada manaba una fuente de siete caños con siete cabezas de león esculpidas en piedra, regalo del rey a la ciudad.

Alí Yusuf, el viejo visir en el que tanto confiaba al-Muqtádir, murió a causa de un edema pulmonar. El rey se encontró ante la situación de tener que elegir un nuevo primer ministro. Durante varios días se le vio pasear a solas por el exterior del Palacio de la Alegría, agachándose en cada macizo de flores, inhalando el perfume de las rosas o acariciando los pétalos de los jacintos. Tras varios días de meditación, reunió a sus consejeros en el salón de recepciones y les comunicó lo siguiente:

—Hace ya varios días que andamos dando vueltas sobre quién ha de suceder al fallecido visir Alí Yusuf. Después de una profunda reflexión, hemos concluido que la persona más adecuada para el puesto es mi consejero, el hebreo Abú al-Fadl ibn Hasday.

Los cabecillas religiosos se miraron desconcertados ante el solemne anuncio que acababa de realizar el rey. Su jefe, el influyente imán 'Abd Allah ibn Alí al-Ansarí, a quien todos conocían desde la refriega contra los mozárabes como Abú Muhámmad, mostró su desaprobación alzando violentamente la cabeza con ademán airado. Entre los consejeros judíos se extendió un murmullo de satisfacción.

Juan se alegró al oír el nombre del elegido. Era su amigo desde que comenzara a frecuentar las tertulias de al-Kirmani y a visitar la casa de Ibn Paquda y sabía que era un hombre justo y ecuánime, aunque apasionado y muy dado a los devaneos amorosos.

—¡Un judío, otra vez un maldito judío! —clamaba el imán 'Abd Allah en una dependencia de la mezquita de la puerta de Alquibla, donde se había reunido con los religiosos más radicales de la ciudad—. Ibn Hud ha debido volverse loco; todos nos estamos volviendo locos. No le era bastante con liberar a un esclavo cristiano, nombrarle consejero y arruinar al Estado con fiestas en las que se consienten acciones en contra de nuestra ley, que ahora tiene que nombrar gran visir del reino a un hebreo, que además es poeta e hijo de poeta. Si esto sigue así, pronto nuestra tierra será pasto de los infieles. Es preciso hacer algo, tenemos que reaccionar.

—¡Y qué podemos hacer! —exclamó un anciano imán—. Ibn Hud controla todos los resortes del poder: el ejército le obedece ciegamente desde las victorias de Graus y Barbastro y sin el apoyo del ejército ninguna revuelta triunfaría. La población también está contenta. El reino progresa, los enemigos cristianos se mantienen a raya, bien gracias a las armas o bien por el dinero que les pagamos. Estamos en paz y prosperamos, así es imposible incitar a nadie a la rebelión.

Todos asintieron. 'Abd Allah percibió que el momento de exaltar a las masas contra su actual soberano todavía no había llegado.

—De acuerdo, es cierto que por ahora no podríamos triunfar. Seguiremos esperando. Dios, su nombre sea loado, y el tiempo están de nuestra parte —se resignó 'Abd Allah.

Con Ibn Hasday al frente del gobierno de la taifa, los judíos de todo al-Andalus volvieron sus ojos a Zaragoza, y cuantos se sentían acosados por razones religiosas o intelectuales en sus ciudades emigraron a la permisiva capital del norte en busca de cobijo. Sobre todo algunos granadinos que habían huido de esa ciudad tras las terribles matanzas contra la comunidad hebrea realizadas cinco años antes.

La tolerancia que mostraba al-Muqtádir hacia los miembros de las otras dos religiones, el judaísmo y el cristianismo, se transmitió allende los Pirineos de manera distorsionada. Por el sur de Francia, mercaderes y buhoneros hacían correr el rumor de que el rey de Zaragoza quería abandonar el islam y convertirse a la fe de Cristo. Pese a la derrota de Barbastro, seguía viva entre los cristianos la idea de cruzada. Un enorme afán por liberar a la Península Ibérica del dominio musulmán se extendía por todas la capas sociales.

Hugo, abad del monasterio francés de Cluny, informado por un peregrino de las patrañas que colocaban a Al-Muqtádir como próximo a aceptar el cristianismo, decidió escribirle una misiva en la que le invitaba a convertirse. Ibn Hud le respondió con una cortés evasiva. El abad creyó ver en la respuesta diplomática un atisbo de querer proseguir con la relación y envió una embajada con dos monjes que portaban una carta más larga y a los que encomendó la misión de comenzar la evangelización de los paganos.

Los dos monjes, Hugo de Santa Fe y Renato de Fonteville, que hablaban la lengua de los árabes, llegaron a Zaragoza a principios de verano del año de Cristo de 1071. Se alojaron en lo que fue el antiguo monasterio de las Santas Masas. En la cripta de la iglesia de Santa Engracia, ante los restos de los mártires zaragozanos, velaron toda una noche pidiendo por la conversión de aquellos descarriados mahometanos.

Al-Muqtádir les recibiría en su recién estrenado palacio. A la hora señalada, poco antes de mediodía, los dos monjes se presentaron en la reconvertida alcazaba. Fueron recibidos por un secretario al que le entregaron la carta de presentación que traían de su abad. Penetraron en el recinto del Palacio de la Alegría por la puerta en recodo y desembocaron en un patio en el que hacían guardia varios soldados vestidos de azul con corazas de cuero, cascos cónicos y lanzas con gallardetes azules y amarillos. Allí les hicieron esperar unos minutos. Las paredes, totalmente encaladas, reverberaban una intensa luz blanca que casi los cegaba. Al tiempo, los condujeron por una de las puertas laterales y atravesaron una larga y oscura galería que zigzagueaba como el efímero dibujo que dejan las serpientes al deslizarse sobre el agua. Los ojos de los monjes, acostumbrados a la intensa luz exterior, apenas podían distinguir dónde se encontraban. Avanzaban casi a tientas por un pasadizo iluminado por unas pequeñas aberturas en el techo, cubiertas con placas de alabastro, como si se tratara de un oscuro cielo tachonado por una única hilera de brillantes estrellas. Tras andar un buen trecho llegaron a una sala abovedada de forma circular, en cuyo centro había una pila de mármol negro llena de mercurio. La bóveda estaba perforada por cientos de agujeros tapados con vidrios incoloros que potenciaban los rayos del sol. Como finas espadas de luz, los rayos penetraban desde el techo e incidían sobre la pila circular en la que lucía el azogue. Esos mismos rayos eran devueltos por el metal líquido a las paredes, recubiertas de láminas de cinc bruñido, creando unos maravillosos efectos cuando los haces de luz impactaban desde los orificios del techo al mercurio y de aquí rebotaban a las láminas de metal. Toda la estancia aparecía atravesada por miles de intangibles hilos de plata.

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