—Esa hembra tiene una mirada de acero —dijo Jalid tras cerrar.
—Fría, suave y ágil como la de un felino —añadió Juan—. Es probable que nos cause problemas; no es de las mujeres que olvidan un desaire, y menos de las que perdonan a quien las rechaza después de haberse ofrecido.
Utilizando su cuerpo y su poderosa capacidad de seducción, Ermesinda consiguió una entrevista privada con al-Muqtádir. El rey, que ya había reparado en el espléndido cuerpo de la navarra, no tardó en incluirla entre sus amantes. Ermesinda intentó en vano que Juan cayera en desgracia a los ojos del soberano. Una noche, después de haber hecho el amor, la infanta le reiteró que castigara a Juan alegando que la había ofendido pidiéndole relaciones. El monarca le prometió que lo colgaría en lo más alto del torreón del observatorio.
Pocos días después al-Muqtádir subió al torreón, donde Juan realizaba unas mediciones sobre la órbita de Venus, y le colocó en el cuello un collar de eslabones de oro que pendía hasta la altura del corazón.
—¿Sabes?, intentó enemistarme contra ti. Le prometí colgarte en lo alto de este torreón y eso es lo que he hecho. Este collar te da derecho a ser considerado como un ulema, un sabio oficial. Realmente lo eres, más que muchos que llevan ese título desde hace tiempo sin merecerlo. Transmites sabiduría y tienes discípulos: cumples por tanto todos los requisitos para ser uno de ellos, un ulema. Esa Ermesinda es la mujer más pérfida que conozco —continuó al-Muqtádir—, pero como amante es excepcional. Es lasciva y melosa como una gata en celo y fría y escurridiza como una serpiente. Ha sido amante de su hermano. Seguramente fue ella quien le incitó a liquidar a Sancho. Ya se veía reinando en Pamplona, al lado de ese idiota de Ramón, a quien dominó con sus amores incestuosos, y quién sabe si cansada de él también lo hubiera asesinado para quedarse ella sola al frente del reino. Pese a todo, he decidido liberar a Ramón y concederle unapensión vitalicia, otorgándole refugio en Zaragoza.
—Sois muy generoso, Majestad.
—No, me estoy haciendo viejo —repuso el rey a la vez que iniciaba el descenso por la escalera de caracol.
Apenas había pisado el segundo peldaño se volvió hacia Juan y añadió:
—Excepcional, como amante es excepcional.
Bien fuera por la codicia que le despertaron los tesoros de los que se apoderó en Denia, bien por el paso inexorable de los años, bien por los placeres de las fiestas y lujos del Palacio de la Alegría, o quién sabe si a causa de algún hechizo que la infanta navarra le administró, el carácter natural de al-Muqtádir, valiente y generoso a la vez que hábil e inteligente, fue tornando hacia una ambición desmedida de riquezas y una incontrolada lujuria. Abusaba del sexo, la comida y la bebida cuanto era capaz de resistir y su cuerpo de guerrero entró en un proceso de degeneración física en tanto su mente se degradaba sumida en el alcohol y la incontinencia. Su alabado talante ecuánime se volvió irascible y caprichoso, su ponderado sentido de la justicia se mudó en arbitrariedad, su admirable capacidad para gobernar el reino con mano firme pero serena se transformó en innecesaria dureza, su gusto refinado y sutil fue sustituido por una atracción desmedida hacia las cosas procaces y vanas.
Mantenía sus tertulias con científicos y filósofos como antaño, pero enseguida derivaba la conversación hacia lo escabroso, buscando la morbosidad de cada asunto. Si se hablaba de música comparaba el laúd con el cuerpo de una mujer, realizando soeces observaciones sobre el agujero del instrumento musical, o relacionaba la flauta con el miembro viril. Cuando se conversaba sobre el firmamento solía identificar la Vía Láctea con los restos de la polución seminal de un gigante. En su vocabulario introducía con frecuencia expresiones bajas y viles, indignas de la boca de un monarca. Su heredero, el refinado y sereno príncipe Abú Amir, solía evitar a su padre siempre que era posible y no podía disimular el rubor y la vergüenza cuando aquél cometía algún acto innoble o pronunciaba expresiones groseras.
Se pavoneaba de haber desvirgado a más doncellas que ningún hombre hasta entonces, más que el mismísimo califa de Bagdad Harún al-Rachid, o que el emir cordobés 'Abdarrahman II, de quien se había dicho que sólo copulaba con vírgenes y había sido padre de doscientos hijos. Se ufanaba de haber gozado de bellezas sin igual, de haber satisfecho como nadie a las mujeres y de ser el mejor semental de Occidente. Gustaba de humillar a sus más allegados consejeros y a los altos dignatarios proponiéndoles que, si fuera necesario, él podría transportar a sus mujeres e hijas a un universo de placeres que de otra forma nunca alcanzarían.
Si hasta la conquista de Denia era reconocido y admirado como defensor del islam y paladín de los creyentes, y en su cabeza de soldado de Alá anidaban permanentemente planes para hacer la guerra santa a los cristianos, desde entonces sólo le cupo la ambición de aumentar sus dominios a costa de los más débiles y no cesó de maquinar traiciones y engaños contra otros reinos musulmanes de al-Andalus. Se recluyó entre los muros de su Palacio de la Alegría, que sólo abandonaba para participar en algunas celebraciones en la mezquita mayor o en la musalla de la sari'a o para cazar palomas y alondras con halcones en los bajíos del Ebro.
Nadie se atrevía a contradecirle o a expresar una opinión censurando su modo de vida. Decía que era un león y que tras la caza estaba descansando, disfrutando de los sabrosos bocados a los que se había hecho justo merecedor. Para colmar su vanidad se rodeó de halagadores poetas que recitaban composiciones líricas en las que se destacaban su valor, su habilidad en el manejo de las armas, su gusto exquisito, su firme decisión, su elocuente retórica y otras muchas cualidades cuya simple mención hubiera hecho enrojecer al mismísimo Narciso.
El último día de rabí I del año 471 de la hégira, 8 de octubre de 1078 del cómputo cristiano, se produjo un eclipse total de Sol. Todos los astrónomos sabían que ese fenómeno iba a ocurrir, pero nadie dudó en Zaragoza de que la ocultación solar en pleno día anunciaba el comienzo del fin de la gloria de al-Muqtádir.
Un macabro episodio vino a ensombrecer los últimos años de su reinado. Su desmedido afán por las riquezas y las mujeres, las generosas dádivas a los parásitos aduladores, el abandono de la guerra santa y la renuncia a la defensa del reino por las armas a cambio de abonar parias a los cristianos obligaron a endurecer la política fiscal. Un nuevo impuesto que gravaba la producción agrícola y ganadera y la producción de sal gema vino a sumarse a las ya muy pesadas cargas que tenían que sostener los campesinos y los comerciantes.
En una aldea cercana a Zaragoza, un hombre que tenía fama de santidad por su ascetismo, su piedad, su pureza y sus buenas acciones recibía constantes quejas de sus vecinos sobre la actitud de al-Muqtádir, al que acusaban de esquilmar a los buenos musulmanes para emplear el dinero recaudado en comprar la paz a los cristianos. El venerable varón, angustiado por los sufrimientos de sus vecinos, acudió hasta la corte acompañado por un grupo de aldeanos y solicitó audiencia al rey. Escoltado por varios miembros de su comunidad, seguidores de su ejemplo, se apostó a las afueras de Palacio en espera de ser recibido. En torno a este grupo se fueron congregando curiosos y hombres desencantados de las acciones del monarca. El asceta recriminaba la política de al-Muqtádir y predicaba palabras de hermandad y anunciaba la paz y la felicidad eterna para todos los que siguieran el camino recto trazado por el Profeta, amenazando con el fuego eterno para los que obraran en contra de los designios de Dios.
Los seguidores del asceta crecían sin cesar y eran ya más de dos centenares los que cada día se arremolinaban en el lugar elegido en espera de la entrevista. Rezaban plegarias, cantaban himnos de glorificación al Todopoderoso, recitaban las ciento catorce suras del Corán, compartían la comida y el hambre, el agua y la sed. Al-Muqtádir dudaba entre recibir al santón y burlarse de su actitud o disolver a aquellos harapientos que ensuciaban con su sola presencia los ajardinados alrededores de su palacio. En uno de los consejos, Juan recomendó que lo recibiera pero al-Muqtádir, por primera vez, no hizo caso al eslavo y amenazó con castigar a los seguidores del santón arrancándoles los dientes y condenarlos a empujar de por vida la rueda de un molino.
Poco después un grupo de soldados de la guardia real, aprovechando las primeras horas del día, cuando los seguidores del predicador eran escasos, lo detuvo y lo condujo a los calabozos de la Zuda occidental. Sin ninguna garantía previa y sin haber oído sus alegaciones, el asceta fue ajusticiado en la musalla tan sólo dos días después de su arresto. Un verdugo cercenó primero sus manos y sus pies y entre horribles aullidos le cortó la cabeza de un limpio tajo. Antes de morir lanzó una terrible maldición contra al-Muqtádir, profetizando que expiraría rabiando como un perro y ahogado en sus propios excrementos. En las gradas de la tribuna del viejo circo romano fue colocada su cabeza, clavada en lo alto de una pica, con un cartel en el que en grandes letras se podía leer: A QUIENES DESMIENTAN NUESTROS SIGNOS LES ALCANZARÁ EL CASTIGO POR HABER SIDO PERVERSOS. Fueron muchos los que se escandalizaron por el atrevimiento de al-Muqtádir al colocar un versículo de la sura 6 del Corán junto a la cabeza de un piadoso varón tan injustamente ejecutado.
La preocupación por la progresión de los desvaríos del rey aumentaba entre los consejeros y los altos funcionarios. El peligro de una invasión aragonesa era creciente. Sancho Ramírez, con nuevas fuerzas tras la incorporación de Pamplona a sus dominios, inició una serie de escaramuzas en la frontera, ocupando algunas posiciones estratégicas en torno a Huesca. El rey de Aragón estaba tan seguro de su poder y de la debilidad de Zaragoza que incluso se permitió rechazar la ayuda de una cruzada que encabezaba el duque Guillermo VIII de Aquitania. El príncipe heredero recibía constantes mensajes e incitaciones para que depusiera a su padre y asumiera el poder.
—Son muchos los que me instan a que acabe con el gobierno despótico de mi padre —decía el príncipe a Juan durante un paseo por la alameda de la Almozara.
—Creo que Su Majestad no está en condiciones de seguir reinando, pero no puedes ocupar el trono por la fuerza, serías considerado un usurpador y tu hermano Mundir tendría una excusa inmejorable para rebelarse y combatirte. Además, el ejército sigue siendo fiel y leal al rey, y sin su apoyo no triunfarías —le aconsejó Juan.
—Entonces, ¿qué podemos hacer? La situación comienza a ser insostenible y me temo que el pueblo acabará hartándose de las veleidades de mi padre. Si estallara una revuelta las consecuencias serían catastróficas.
—Debemos actuar con cuidado y habilidad. La paciencia es una de la más encomiables virtudes. Creo que sería conveniente lograr que Su Majestad redacte un decreto en el que te ratifique como sucesor y te nombre regente en caso de ausencia o enfermedad. A partir de entonces podríamos lograr que un consejo de médicos, y creo que Ibn Buklaris estaría de acuerdo en ello, declarara la incapacidad de Su Majestad para gobernar y en ese caso tú asumirías la regencia. Habrá que lograr el apoyo, siempre con discreción y sin que aparezcas en la operación, de los cadíes, los alfaquíes, los gobernadores de las principales ciudades y los comandantes del ejército. El general Umar será el más difícil de convencer, pero los demás tal vez acepten —asentó Juan.
—Mañana nos reuniremos en mi almunia del Huerva. Tú avisa a Ibn Buklaris y a Ibn Paquda, yo hablaré con el visir Ibn Hasday. Entre los cinco diseñaremos el plan a seguir —finalizó el príncipe.
Abú Amir poseía una pequeña finca ubicada en el valle del Huerva, a unas seis millas de las murallas de la ciudad. La usaba como casa de recreo, a donde solía retirarse algunas veces, especialmente cuando los rigores del tórrido verano azotaban la ciudad y los malos olores causados por la descomposición de las basuras y despojos hacían el aire pesado y hediondo. Los cinco amigos estuvieron de acuerdo en las medidas diseñadas por Juan. No tenían mucho que ganar, pero los movía la defensa de los intereses del Estado.
—Me has sorprendido, Juan. No creí que tuvieras tanta habilidad para la política —dijo Ibn Buklaris una vez trazadas las líneas maestras del plan—. ¿Dónde has aprendido tanta sutileza?
—Recuerda que he vivido varios años en el ombligo de la mejor diplomacia del mundo, en Constantinopla —respondió Juan al tiempo que apuraba el Último trago de una jarrita de vino blanco perfumado con esencia de melocotón.
—Deberías dedicar más tiempo al cultivo del arte de la política —le recomendó Ibn Hasday.
—Por más que lo hiciera nunca alcanzaría tu nivel —le replicó Juan.
—Amigos, cuando sea rey creo que voy a gozar de unos consejeros reales de valía extraordinaria —señaló el príncipe.
Estaban a punto de dar por concluida la reunión cuando Juan añadió:
—Queda lo más importante: escuchad con atención. Un caballero castellano, llamado Rodrigo Díaz, ha sido acusado ante su rey Alfonso de haberse quedado con la parte principal de las parias que fue a recaudar a Sevilla y de desobedecer a su rey por atacar a los toledanos sin su consentimiento. Un tribunal lo ha condenado al destierro. Ahora está en Atienza, en el límite de nuestra frontera occidental. Busca un país donde lo acojan en su exilio. He logrado establecer contacto con él gracias a que mi antiguo amo, Yahya ibn al-Sa'igh, lo conoció cuando hace años estuvo en Zaragoza con las tropas castellanas que acudieron en nuestra ayuda en la batalla de Graus. Entonces era un joven caballero al servicio del infante de Castilla don Sancho, hoy es un poderoso guerrero que encabeza un pequeño pero eficaz y preparado ejército de más de mil hombres. Pienso entrevistarme con él dentro de quince días. Mi propuesta es que ponga sus lanzas al servicio de los Banu Hud y garantice la sucesión de Abú Amir. Será preciso que disponga de un salvoconducto para atravesar el reino con la excusa de ir a ofrecer sus servicios al conde de Barcelona. Una vez aquí será nuestro escudo por si hubiera una revuelta del ejército a favor del rey.
—Es muy peligroso. ¿Qué ocurrirá si exige a cambio poder, o tierras? —preguntó el príncipe.
—En ese caso, harto probable, le dirigiremos hacia Valencia. Al-Muqtádir ejerce sobre esta ciudad una autoridad más nominal que efectiva, pero de derecho es nuestra. Podríamos entregársela —propuso Juan.