—No sois sincero conmigo —alegó Psello mirando con fijeza a los ojos de Demetrio, quien le sostuvo la mirada—. Cuando hace unos momentos he entrado en la biblioteca, estabais leyendo el tratado de astronomía de Cosmas Indikopleustes. No es un mal libro, pero contiene errores. Malinterpreta los cálculos astronómicos de los persas y su ataque a los que defendían la forma esférica del universo es poco consistente. Intenta demostrar que su visión ideal del mundo, fundada en especulaciones teológicas, es conforme con el mundo físico. Hace remontar el primer conocimiento de la forma del universo al tabernáculo de Moisés, construido según el modelo dado por Dios. Considera que el tabernáculo era la representación de la forma del gran templo de la creación entera, la imagen del universo. Plantea un mundo plano, por oposición al mundo esférico preconizado por los monofisitas. No hace sino seguir la tradición de los maestros de la escuela de Antioquia, Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsueste y Severino de Gabala, todos ellos errados. Cosmas Indikopleustes fue un nestoriano y creó un sistema astronómico por oposición teológica a la escuela monofisita de Alejandría, seguidora de los postulados de Ptolomeo. Realmente, en la Biblia se sugieren ciertas formas para el universo, pero nunca se alude al cósmico del tabernáculo. También es equivocada su asimilación de la forma del tabernáculo con la del Arca de la Alianza y con la del cosmos, pues toma de los judíos la forma general de lo que él cree que es el santuario mosaico y lo esquematiza siguiendo procedimientos alejandrinos para intentar cuadrar sus suposiciones.
Demetrio esbozó una irónica sonrisa. Psello nunca dejaba de sorprenderle. Hacía muchos años que su interés por la astronomía era manifiesto. No podía tener un observatorio astronómico, como hubiera deseado, pero eran muchas las noches que subía a las terrazas de palacio para observar los cielos. Después, en su aposento, anotaba en un cuaderno los cambios que se realizaban en la bóveda celeste. La astronomía era su gran pasión, una pasión que no había podido compartir hasta ahora con nadie. Las teorías que Psello le contaba las conocía por haber leído antes en otros tratados las tesis de Aristarco de Samos. Ahora tenía delante de él la única copia del libro perdido. Como si leyera sus pensamientos, Psello colocó el rollo de papiro con la obra de Aristarco encima de la mesa y comenzó a desplegarlo lentamente.
—Falta la parte final del libro —se lamentó Psello—, pero aquí están los supuestos y las demostraciones. Las conclusiones se deducen solas. Escuchad con atención: Aristarco trabajó durante varios años en el estudio de las órbitas de los planetas en torno a la Tierra. Sus deducciones eran iguales a de Ptolomeo: la Tierra estaba inmóvil y el Sol, la Luna y los demás planetas giraban a su alrededor. Pero una pregunta se repetía sin cesar: si la Tierra está inmóvil, ¿cómo es posible que en el solsticio de verano el Sol luzca durante dos tercios del día y sólo lo haga durante un tercio en el de invierno? No encontraba ninguna respuesta a su pregunta. A fines de una primavera, Aristarco recibió la visita de un patrón de un barco fenicio que había viajado el año anterior en busca de estaño a las islas del océano exterior. No pudieron regresar a finales del verano y una tempestad los empujó hacia tierras del norte, donde pasaron el invierno. El patrón del mercante le comunicó a Aristarco que creían haber llegado al fin del mundo, porque allí el Sol tardaba mucho tiempo en salir y los días y las noches no eran como en el Mediterráneo. Aristarco construyó entonces una plataforma para anotar las declinaciones solares. Consistía, mirad el dibujo —indicó Psello señalando con el dedo índice un boceto dibujado al margen del papiro—, en una zona llana en la que clavó tres altos postes totalmente verticales, colocados formando un triángulo equilátero. Fue midiendo día a día y hora a hora, durante todo un año, las sombras que los tres postes proyectaban y marcó su trayectoria con rayas en el suelo. El resultado fue este —señaló otro dibujo—: los postes trazaban una sombra cuya forma era de media elipse. En verano la curva de la elipse se alargaba hacia el norte y en invierno hacia el este y el oeste. La conclusión es evidente: o el Sol cambiaba su órbita de manera exacta cada año, variando unos veintisiete grados entre su posición cenital en los dos solsticios, o era la Tierra la que giraba alrededor del Sol y además a su vez sobre ella misma con una inclinación de giro de varios grados. La no ocultación del astro solar y su trayectoria en arco en el lejano norte indicaban que era la Tierra la que se movía. Concluyó entonces que las estrellas y el Sol están inmóviles, que la Tierra gira en torno al astro solar, que el centro del Sol coincide con el centro de la esfera de las estrellas fijas y que la Tierra rota en torno a sí misma. Sencillo y verdadero.
—¿Sencillo y verdadero? —se preguntó Demetrio—. Quizá sí, pero, mi querido amigo, otras muchas cosas son todavía más sencillas y más verdaderas y no por ello son aceptadas. Vos mejor que nadie deberíais saberlo.
—Mis investigaciones son compartidas por mi discípulo Juan Italo, que muchas noches me ayuda a escrutar las estrellas desde la azotea de la Facultad de Filosofía. Sé que por el momento no puedo hacer públicos mis descubrimientos, al menos hasta que cese la intransigencia eclesiástica, y vos podríais ayudarme mucho si convencierais al patriarca para que mis teorías no fueran condenadas por heréticas.
—Dudo, querido amigo, que la Iglesia admita lo que decís. Va en contra de la Biblia. En el Génesis se nos muestra la creación del mundo con la Tierra fija, inmóvil, y la Luna y el Sol sobre ella. Recordad que Josué detuvo el Sol en medio del cielo por espacio de un día. En el Libro de Job se dice que Dios suspendió la Tierra en el aire, en el centro del universo. Las teorías heliocéntricas ponen en tela de juicio el origen divino de la esfera terrestre y atentan contra las Sagradas Escrituras y contra los santos profetas.
—Vos sabéis —le interrumpió Psello—, que en el Génesis la Tierra se nos muestra plana, como una bandeja, y desde Eratóstenes sabemos que es redonda. La Biblia puede equivocarse en algunas cosas mundanas, y desde luego los que la escribieron no eran precisamente unos especialistas en astronomía. Josué bien pudo detener la rotación de la Tierra alrededor del Sol. Ahora debo irme, pero no olvidéis lo que os he contado. Confío en vos, Demetrio.
—Id con Dios, Miguel Psello.
Se despidieron con el mismo afecto con el que se habían saludado. Cuando Psello salió de la estancia, Demetrio quedó pensativo, mirando a través de la ventana por donde penetraban los rayos del sol. Fue entonces cuando vio sobre la mesa el rollo de papiro que contenía la obra perdida de Aristarco. Lo cogió deprisa y se asomó apoyándose en el alféizar. Psello atravesaba en ese momento el patio. Demetrio lo llamó agitando el rollo. El cónsul de los filósofos miró hacia arriba y con un gesto le hizo saber que se lo regalaba. «Es para vos, amigo», leyó en los labios de Psello, que instantes después desaparecía bajo las arcadas del pórtico norte.
La emperatriz Teodora gobernó con acierto durante veinte meses, aguantando las acusaciones de feminización del Imperio vertidas por Miguel Cerulario, pero, dada su edad, no podía durar demasiado; murió a los setenta y siete años, no sin antes aceptar la propuesta de miembros destacados de la corte para nombrar sucesor al nuevo emperador Miguel VI. El nombramiento de Miguel era un triunfo del partido civil. Los senadores fueron colmados de honores y regalos, pero el descontento comenzó a cundir en las filas del ejército. El año anterior, los turcos al mando del caudillo Toghrul Beg habían ocupado Bagdad, la mítica ciudad de los califas, y los bizantinos se habían visto obligados a firmar un tratado de paz. El ejército se sentía humillado y consideraba que se estaba dejando al Imperio sin defensas.
Durante la Pascua del año 1057 el patriarca Cerulario urdió un complot para derrocar al emperador, que se había negado a recibir a una delegación de los estrategas del ejército encabezada por el brillante Katakalón Kekaumenos. El rechazo imperial provocó las iras de la oposición y se produjo un levantamiento militar en la provincia de Paflagonia, donde Isaac Comneno, cabeza de la aristocracia de Asia Menor, fue proclamado emperador a principios del mes de julio. Pronto se sumaron a los sublevados la mayor parte de las provincias de Anatolia. El ejército rebelde se dirigió hacia Constantinopla, acampando a varias millas de la capital, en la orilla asiática del mar de Mármara. En la capital, la oposición se organizó en torno al patriarca, que mostró su apoyo decidido a Comneno. Santa Sofía volvió a ser una vez más el centro de reunión de los amotinados. Miguel VI, angustiado por su situación, optó por enviar una embajada compuesta por Constantino Leichudes, León Alopos y Miguel Psello ofreciendo a Isaac la sucesión al trono y el título de césar. No se aceptaron las condiciones del basileus y se acordó la batalla entre ambos bandos.
Los dos ejércitos se encontraron en la llanura de Nicea, en Anatolia, unas cincuenta millas al sureste de Constantinopla. En el puerto de Pilay estaba fondeada la armada imperial, formada por sesenta dromones y veinte panfilos, la totalidad de los que defendían habitualmente la capital. En las playas de Mudanya se había situado la flota rebelde, formada por veintisiete dromones de Cilicia, ocho de Paflagonia y doce de Antioquía, además de varios panfilos y algunos chelandiones.
La noche antes de la batalla el ejército rebelde se había desplegado en el lado este del campo. Esperaban entrar en combate a primeras horas del día; tendrían así el sol a sus espaldas, mientras que las tropas imperiales lo tendrían de cara. Despuntaba el alba cuando los dos ejércitos se colocaron en posición para el combate. Los rebeldes formaban un frente en cuyo centro estaba Isaac Comneno, que calzaba las sandalias púrpura y ostentaba las insignias imperiales, con tropas mercenarias varegas y turcas; en el ala derecha se situaron los generales Botaneiates y Romano Escleros con soldados de Melitene, Tefrike, Armenia y Paflagonia, y en la izquierda el famoso Katakalón Kekaumenos con tropas de Colonea y de Sebaste. En el pabellón de mando ondeaba un estandarte con la figura de san Jorge. Mandaba el ejército imperial Teodoro, doméstico de las escuelas, que se había situado en el centro con la guardia imperial y un cuerpo de infantes tracios; el ala derecha la dirigía el general Basilío Tarchaneiotes, con su cuerpo de veteranos macedonios, y en el ala izquierda se situaron los generales Aarón Lykanthes, Teofilato Maniakes, Pnyemios, el gobernador de Anatolia y los mercenarios francos. Comneno estaba convencido de la superioridad de su caballería ligera, formada por los fornidos varegos y sobre todo por las tropas turcas, pero desconfiaba de su ala derecha, que tendría que vérselas con los afamados mercenarios francos. Una bandera con la figura del arcángel san Miguel flameaba ante la tienda de Teodoro.
En el centro del ejército del basileus destacaba el batallón de la guardia imperial, formado por soldados de gran envergadura, perfectamente uniformados, con corazas de escamas de hierro, faldas de tiras de cuero, pantalones de malla, botas de cuero, tarjas de chapa que les cubrían todo el cuerpo y cascos con orejeras y penachos blancos, muy diestros en el manejo de las armas. Isaac sabía que si el frente enemigo cedía en su centro, las alas no resistirían el empuje de su ejército. Decidió colocar en vanguardia al primer destacamento de la caballería pesada de Colonea, armada con lanzas de madera pintadas de azul con punta de hierro y largas espadas de carga, debilitando su ala izquierda al contemplar que el ala derecha del ejército imperial era la más endeble, y ordenó una carga frontal directa al centro del ejército enemigo. La primera línea de los tracios no aguantó la terrible embestida de los jinetes coloneos, que empujando con sus jabalinas desbordaron las líneas de la infantería tracia, apenas protegida tras débiles adargas de cuero, causando la desbandada de estos. La guardia imperial se encontró así de frente y de improvisto con la carga de la caballería pesada, sin apenas tiempo para reaccionar. De inmediato, Isaac Comneno lanzó al ataque a la caballería ligera turca, que, blandiendo sus curvadas cimitarras, penetró en las líneas imperiales por el centro, envolviendo al batallón imperial, que había logrado resistir el primer envite de los jinetes de Colonea. Teodoro, el general en jefe de las tropas imperiales, ordenó a su ala izquierda que acudiera en ayuda del centro. En ese momento, tal y como había previsto, Isaac envió a los anatolios contra los mercenarios francos, que quedaron atrapados entre éstos y la caballería turca, que, con cargas rápidas y contundentes y certeros disparos de sus arcos, había logrado romper el centro del frente imperial.
De inmediato entró en acción el genio estratégico de Kekaumenos, admirador de Los Inmortales, el legendario batallón de caballería persa que hacía siglos había derrotado tantas veces a los romanos en los campos de batalla del Eufrates. Con la segunda sección de akritas de Colonea y su magnífico y selecto regimiento de caballería pesada de Sebaste, bregado en las guerras fronterizas y entrenado a semejanza de Los Inmortales, ordenó el ataque de escuadrones en masa y, lanzas en ristre, arrolló al ala derecha de los imperiales y destrozó a la lenta y desmotivada caballería pesada macedonia, sucesora de los catafractas romanos. Por fin, el propio Isaac acudió con su guardia varega, liquidó los restos de la infantería tracia y envolvió por completo el centro del ejército enemigo, donde los excubitas, el cuerpo de elite de la guardia imperial, rodeados por los turcos, se batían con valentía pero sin esperanzas. Las pesadas cotas de malla, las corazas de placas, los escudos lanceolados y los cascos cónicos con penachos blancos de la guardia imperial aguantaban la lluvia de flechas que caía sobre ellos, pero las rápidas y continuas cargas de los jinetes turcos le impedían desplegarse. La situación se hizo crítica para los imperiales cuando los mercenarios francos, acosados por los varegos, que cargaron con sus temibles y contundentes hachas de combate, y por la infantería ligera de los anatolios, armados con azagayas y espadas cortas y dagas, entregaron sus armas. Con el ala izquierda sometida, el centro encerrado y el ala derecha desbordada, Teodoro ordenó a sus tropas la rendición. Sobre el campo de batalla quedaron más de diez mil muertos del lado imperial y tres mil del bando insurrecto.
La noticia de la derrota del ejército imperial se conoció en Constantinopla ese mismo día. El 30 de agosto Miguel Cerulario proclamaba solemnemente en Santa Sofía la destitución de Miguel VI, que abdicó y se retiró a un monasterio como monje. El patriarca asumió el poder y nombró un gobierno provisional en espera de la llegada del vencedor.