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Authors: Endo Shusaku

El samurái (21 page)

BOOK: El samurái
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—Los huaxtecas pueden sentir animadversión hacia los encomenderos españoles. —Velasco miró con ironía al alcalde—. No creo, sin embargo, que sientan odio hacia los embajadores de una nación que a vos mismo os parece tan pequeña y distante.

Cuando llegaron a sus habitaciones en el ayuntamiento, los emisarios estaban físicamente exhaustos, pero todavía excitados. Tendrían una audiencia con un rey, algo que jamás habían previsto.

Cuando se apagaron las velas, se oyó en la oscuridad la voz excitada de Nishi.

—Si el rey nos recibe, habremos cumplido nuestra misión.

—Así será, si realmente el rey nos concede una audiencia —respondió el samurái, volviéndose en la cama para mirar a Nishi—. Pero... no sabemos si lo que dice Velasco es verdad.

—Estoy de acuerdo con Hasekura.

La voz de Tanaka surgía desde donde había una ventana abierta. Luego los tres hombres guardaron silencio, sumidos en sus pensamientos, con los ojos abiertos en la oscuridad. Aunque todavía desconfiaban de Velasco, no podían dejar de imaginarse en presencia del rey. Unos pobres samuráis rurales cruzaban el mar y tenían una audiencia con el rey de un gran país... Era inconcebible, como viajar a Edo y ser recibidos por el Naifu o por el Shogun. La euforia se difundía desde sus corazones hasta el resto de sus cuerpos y disipaba las dudas y sospechas que albergaban acerca de Velasco. Finalmente las fatigas del día les depararon un profundo sueño.

Cuando el grupo salió de una Córdoba sin nubes la mañana siguiente, seguido por los servidores y los asnos, esa euforia aligeraba sus pasos. La preocupación por la rebelión indígena casi se había desvanecido de sus pensamientos. Mientras los emisarios espoleaban a sus caballos, era Velasco quien ocasionalmente examinaba con un catalejo las lejanas colinas. Nubes de tormenta ribeteadas de oro flotaban sobre las colinas, que parecían cubiertas de un fino polvo.

Llegaron a una planicie pedregosa. Las sombras de las nubes atravesaban lentamente su camino. Los cactus se erguían severamente como ancianos malhumorados acechando al grupo y los insectos zumbaban junto a los rostros sudorosos.

Mientras observaba el horizonte deslumbrante de la ancha planicie, el samurái pensaba en el océano que había detrás. Y también en el país llamado España que se encontraba del otro lado del océano. Mares y tierras que jamás había visto. Un destino que jamás había imaginado, pero que ahora se disponía a aceptar sin quejas.

Aquí y allá descubrían ruinas de altares abandonados por los indios. Velasco explicó que, como los japoneses, los indios de esa región adoraban desde siempre al sol. Había extrañas inscripciones en los pedestales de roca volcánica roja y en las columnas de piedra desmoronadas sobre el suelo; entre ellas se deslizaban los lagartos centelleando al sol.

A la tarde el grupo descansó un rato entre las ruinas. Lánguidamente bebieron el agua que traían en cañas de bambú, mientras ahuyentaban a los insectos.

Miraron, ausentes, la llanura ondulante, todavía moteada por la sombra de las nubes. Pensaban atravesarla al atardecer y alcanzar una hacienda donde pasarían la noche. Lejos, en el lado opuesto, un torbellino giraba lentamente y se elevaba hacia el cielo. Pero finalmente sus ojos fatigados descubrieron que no era arena, sino una columna de humo amarillento.

—Parece una señal de humo. —Tanaka se puso de pie sobre el pilar de piedra en que estaba sentado y se protegió los ojos con la mano.

—No, no me parece. —Nishi movió la cabeza. Los japoneses recordaron las señales de humo que habían visto girar sobre la montaña calva, en las afueras de Iguala, muchos días antes. Este humo era demasiado denso para ser una señal, y no había en ninguna parte señales de respuesta.

—Veo llamas. —Apartado de los demás, Velasco miraba por el catalejo. Los tres emisarios esperaban sus palabras—. Deben de estar quemando un bosque en alguna hacienda. En este país —bajó descuidadamente el catalejo— suelen quemar los bosques para crear campos de cultivo.

—Señor Velasco —la voz de Tanaka estaba llena de furia—, ya no tenéis motivo para ocultarnos nada. Lo sabemos todo.

Sorprendido con la guardia baja, Velasco enrojeció y balbuceó intentando explicarse.

—Señor Tanaka, si os he ocultado algo, no ha sido por malicia, os lo aseguro.

—No importa —Tanaka sacudió la cabeza—. Vuestro innecesario temor por nosotros es un estorbo. No somos niños ni mujeres. Después de todo, sólo se trata de una rebelión de campesinos. ¿Qué habéis visto?

—Están quemando las haciendas.

La única forma de llegar a Veracruz era continuar la marcha en línea recta a través del valle; si daban un rodeo el viaje se alargaría muchos días. Velasco insistió en que acamparan esa noche en campo abierto y continuaran el viaje la mañana siguiente, pero Tanaka movía la cabeza.

—Esos indios no pueden ser hostiles a los japoneses. Este levantamiento nada tiene que ver con nosotros.

—Debemos evitar los riesgos innecesarios. Nuestra misión es nuestra principal preocupación, ¿no es verdad?

—Sabemos más que vos acerca de la guerra, señor Velasco. Desde ahora en adelante dejad todo en nuestras manos. —Tanaka sonrió con altanería—. ¿Alguna objeción, Hasekura y Nishi?

La bravuconería juvenil de Tanaka incomodó al samurái. Pensó: si Matsuki Chusaku estuviera aquí...

—No tengo ninguna objeción, pero no me parece necesario dar el primer golpe —respondió el samurái a su colega—. No es desacertado lo que dice el señor Velasco. Nuestra misión es lo primero.

Entre la carga que llevaban los asnos sólo había veinte mosquetes. Los sacaron y formaron un círculo para proteger a Velasco y a los animales, y luego enviaron a sus servidores a explorar. Tanaka dio todas las órdenes.

A la distancia, el humo teñía el cielo de color amarillo de huevo. Mientras avanzaban pudieron ver llamas anaranjadas que fluctuaban suavemente como alas de mariposa. De vez en cuando podían oír un ruido distante parecido al de los granos de maíz cuando estallan al fuego.

—¿Son disparos?

Tanaka alzó la mano para detener al grupo y escuchó atentamente un momento. Luego, como un verdadero jefe, dijo:

—No temáis. No son disparos. Es el crepitar de las llamas.

Poseía una experiencia que no compartían Nishi ni el samurái: en su juventud había combatido en las guerras de Su Señoría.

Entraron en una franja de tierra cultivada. Los campos de maíz habían sido pisoteados y arrasados, y la mitad de las cabañas entre los plátanos habían sido incendiadas.

Del platanar surgía el humo como una fina niebla. Había olor a quemado. Los japoneses no podían ver a través del humo si había allí indios escondidos, de modo que Tanaka desmontó y, con el mosquete que le ofreció uno de sus servidores, penetró en la nube de humo como para demostrar a todos su osadía. Le oyeron toser. Finalmente llegó su voz.

—No hay nada que temer. Sólo es un establo incendiado.

Era un gran establo. El interior estaba reducido a cenizas. Ahora una línea de llamas lamía los pilares y las vigas como un conjunto de enanos bailarines. El ruido sordo de las vigas que se derrumbaban añadía desolación a la escena.

Tanaka escudriñó el suelo de cerca y encontró una maraña de huellas.

—Los nativos ya han pasado por aquí —anunció al samurái y a Nishi. Luego se volvió hacia Velasco, que todavía miraba con inquietud la escena aferrando las riendas de su caballo—. ¿Qué ocurre? ¿Tenéis miedo, señor Velasco? —desafió. Velasco exhibió una sonrisa forzada. Era la primera indicación de debilidad que los japoneses veían en el misionero.

—Pues bien. —Tanaka reunió al grupo como para indicar que desde ahora sería él, y no Velasco, quién daría las órdenes—. Vamos. Pronto oscurecerá.

Partieron mientras el establo se desmoronaba. Avanzaron cuidadosamente por el sombrío platanar alertas al menor sonido. Entre los troncos blanquecinos de los árboles vislumbraban el cielo ardiente y las sierras agazapadas como gatos dormidos y cubiertas de olivos. Cuando salieron a campo abierto el sol cayó sobre sus frentes. Unas sombras humanas huían detrás de un olivo. Era una mujer india con tres niños.

—Soy un cura —gritó Velasco—. Soy un cura. No tienes por qué huir.

La mujer y los niños se volvieron hacia Velasco con un pánico animal en los ojos.

—¿Hablas español?

La mujer gritó algo en voz aguda, como la de un ave, pero Velasco no comprendió lo que decía.

—¡Silencio! —Tanaka hizo callar a Velasco mientras escuchaba atentamente. Había oído algo que los demás no percibían. El grupo permaneció inmóvil entre el calor y el silencio, mirando fijamente las colinas.

Oyeron débiles pasos en la hierba. Una cabeza asomó cautelosamente. Del rostro bronceado manaba sangre. Enseguida apareció un grupo de españoles armados. Miraron boquiabiertos a los japoneses. Por fin repararon en Velasco.

—Soy un sacerdote. —Velasco alzó la mano y se les acercó entre los olivos. Después de hablar con el hombre que tenía en la mejilla una mancha de sangre como un pétalo, Velasco se volvió hacia los japoneses.

—No hay peligro. Éste es un encomendero con sus hombres y viene a escoltarnos. —Interrogó al hombre sobre qué le había ocurrido—. ¿Han llegado hasta aquí los huaxtecas?

—No, padre —dijo el encomendero moviendo la cabeza—. Pero los indios de aquí se han enterado de la rebelión y han empezado a quemar las haciendas y las cosechas y se han escondido en las inmediaciones.

—Debemos ir a Veracruz...

—Iremos con vosotros. ¿Saben usar las armas estos extranjeros?

—Mejor que nosotros. Son un pueblo guerrero.

El encomendero y sus hombres miraron dubitativamente a Velasco pero no dijeron nada. La india estrechaba a sus hijos entre sus brazos; alzó la vista y dijo algo en su voz aguda de pájaro. El encomendero le gritó algo.

—¿Qué dice esa mujer?

—Dice que hemos disparado contra su hermano... y que ahora se está muriendo. —El encomendero se encogió de hombros—. ¿De qué puede servir? Pero dice que si sois un sacerdote os pediría que dierais la extremaunción a su hermano.

Escupió en el suelo y secó la sangre que manchaba su mejilla como una condecoración.

—Combaten contra nosotros, pero cuando les va mal se deshacen en súplicas. Esto es típico de los indios. No os preocupéis.

—¿Dónde está el herido?

—No seáis loco. Si vais os tomarán como rehén o bien os matarán. Es una treta. Se valen de las mujeres y los niños para tender emboscadas.

—Soy un sacerdote —respondió suavemente Velasco—. Si sois cristiano lo comprenderéis. Un sacerdote tiene deberes que cumplir. Incluso para con un indio.

—No debéis compadeceros de ellos. Padre, no debéis confiar en los indios.

—Soy un sacerdote. —Repentinamente el cuello y el rostro de Velasco enrojecieron. Esto le ocurría siempre que trataba de contener la furia o alguna otra emoción violenta.

—¡Deteneos, padre!

Como para desprenderse de las palabras del hombre, Velasco empezó a subir a la colina. Cuando la india lo vio, dejó a sus niños y corrió descalza tras él como una bestia persiguiendo su presa. Los emisarios, sin saber lo que ocurría, empezaron a seguirlos.

—Por favor, esperad aquí —gritó Velasco desde la colina—. No voy como intérprete sino como sacerdote cristiano.

La mujer y Velasco entraron en un oscuro platanar. El hedor de las hojas podridas llenaba el aire. En alguna parte cantó un ave. Velasco evocó el chillido espectral de un buitre que se alimenta de carroña. La mujer corría ágilmente entre los árboles, volviéndose de vez en cuando a mirar el avance más lento del misionero. Curiosamente, éste no sentía temor ni aprensión. A la densa sombra de los plátanos había un indio semidesnudo de nariz chata y ojos ardientes. Ante una palabra de la mujer, permitió el paso a Velasco.

En una depresión del suelo jadeaba un indio joven con el pecho desnudo. A su lado había una mujer abstraída. Por los pantalones que llevaba era evidente que se trataba de un trabajador de la hacienda. En su cuello se veía el orificio de la bala manchado de sangre y suciedad.

—¿Hablas español? —pregunto Velasco, pero el hombre sólo jadeaba con la boca abierta. Sus ojos abiertos ya no podían enfocar, como si un velo se hubiera corrido sobre ellos. El anochecer de la muerte caía sobre el joven indio.

—Habeas requiem aeternam —murmuró Velasco, apretando la mano sucia y ensangrentada del hombre. No era, en ese momento, un misionero poseído por la ambición de evangelizar el Japón. Era como cualquier cura de un pueblo pequeño que acompaña a una anciana agonizante.

—Requiescat in pace.

Velasco cerró los ojos congelados del joven como si fueran la última puerta de la vida. Miró el rostro desventurado y recordó al cristiano japonés que se había acercado a él en Ogatsu buscando el perdón de sus pecados. Este joven en harapos, con briznas de hierba adheridas a los hombros. Y aquel rostro japonés...

El viento que azotaba Veracruz arrojaba montones de hojas muertas contra los muros estucados de las casas y las calles grises y teñía de un castaño sombrío las aguas del áspero mar.

Era la estación ventosa. Los agotados japoneses entraron en la ciudad caminando contra el viento. Igual que a su llegada a Ciudad de México y a Puebla, había dos monjes encapuchados con los brazos cruzados esperando como estatuas de bronce en la entrada de la ciudad. Uno de los emisarios tenía una pierna rota y apenas podía sostenerse sobre su caballo, y uno de los servidores venía en un carro arrastrado por un asno. Habían sido atacados por los indios en el camino.

La ventana de su habitación en el monasterio daba al mar turbulento que mostraba sus colmillos blancos. Aunque no era el mismo que habían atravesado durante el viaje de más de dos meses, los emisarios sabían que ese océano era igualmente vasto y que cuando llegaran a la costa opuesta se encontrarían en el continente europeo, donde estaban situados España, Portugal, Inglaterra y Holanda.

Mientras contemplaba las olas tempestuosas, el samurái pensó: «Comparado con este mundo, el dominio de Su Señoría donde yo he vivido es diminuto. La llanura y las tierras de Kurokawa son como un solo grano de arena. Y sin embargo mi familia ha combatido en la guerra y ha vivido hasta el día de hoy por ese solo grano de arena».

El día de la partida de Tsukinoura, entre el crujido de la jarcia y las agudas voces de las gaviotas, el samurái había sentido que un nuevo destino lo devoraba. En el mar y luego en Nueva España había sentido que en su corazón ocurría un cambio intangible. No hubiera podido expresarlo con palabras; sólo sabía que ya no era la persona que había sido en la llanura. Y sentía temor cuando pensaba adonde lo conduciría ese destino y hasta qué punto lo cambiaría.

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