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Authors: Endo Shusaku

El samurái (35 page)

BOOK: El samurái
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Por supuesto no sentí temor y no obedecí esas órdenes. Con el pretexto de construir un hospital para leprosos en Asakusa, inicié secretamente mi tarea misionera mientras me ocupaba de los enfermos con ayuda de dos compañeros. Muy pronto los cristianos japoneses que se habían ocultado entraron en contacto conmigo y ése fue mi primer trabajo. Pero estas acciones secretas y prohibidas no bastaban para satisfacer mis ideales. Pensaba sin cesar en aquel anciano en su silla de terciopelo, en la cámara del castillo, y esperaba fervientemente que se iniciaran las relaciones comerciales con Nueva España.

Ya no combato contra ese anciano. Aquel Japón que fue mi vida está ahora muy lejos, fuera de mi alcance. Derrotado, iré a Manila y viviré en un monasterio rodeado por una cerca blanca, con un jardín florido y bien cuidado. Daré a los monjes consejos inofensivos, examinaré los libros de cuentas, escribiré un informe cada día. La vida de un manso prior que bendice a las madres y acaricia las cabezas de sus hijos. Eso es lo que el Señor ha elegido para mi vida.

Me arrodillé en el suelo, até mis muñecas con una cuerda y oré. «Hágase Tu voluntad.» Mientras rezaba descubrí que mis puños descuidadamente atados estaban cubiertos de sudor. Luché con todas mis fuerzas para contener las violentas emociones que surgían dentro de mí.

En ese momento vi que alguien había aparecido en el umbral de la puerta.

—¿Qué ocurre, señor Hasekura?

Erguido, rígido, Hasekura respondió suavemente:

—El señor Tanaka se ha quitado la vida.

Hasekura pronunció esas palabras como si estuviera anunciando la partida para un viaje. «El señor Tanaka se ha quitado la vida.» Permanecí de rodillas, mirando la llama de la vela que traía. Bailoteaba convulsivamente sobre la mano de Hasekura. «Hágase Tu voluntad.» Esa voluntad me parecía más cruel y fría que el hielo.

Sin una palabra, Hasekura me llevó a la habitación de Tanaka. Nuestras sombras se reflejaban en la pared del pasillo y ambos guardábamos silencio. La única luz provenía de la habitación situada en el extremo del corredor; Nishi y varios servidores aguardaban ante la puerta. Cuando entramos vimos el cuerpo de Tanaka tendido sobre una sábana manchada de sangre, con la cabeza vuelta hacia un lado. La espada corta con que se había dado muerte estaba colocada dentro de su vaina junto a la cama. Dos servidores de Tanaka, en actitud formal, miraban fijamente el rostro muerto de su amo como si esperaran una orden.

Apenas me vieron me hicieron sitio en silencio; estaban perfectamente serenos, como si hubieran previsto el suicidio de su amo. Yo tuve la impresión de que estaban cumpliendo un ritual preestablecido. No había señales de que, aparte de nosotros, hubiese ninguna otra persona despierta en el monasterio y en realidad nadie había advertido lo ocurrido.

En la muerte el rostro de Tanaka estaba en paz. Había desaparecido la expresión dura y altanera que había mostrado tantas veces durante nuestro viaje, como si, al morir, se hubiese liberado de todas las pruebas soportadas. Casi sentí que la muerte le había concedido mayor sosiego que el que otorga el Señor.

Uno de los servidores trató de colocar un pequeño ídolo budista junto a la cama, pero su acción me recordó que Tanaka había sido bautizado y que, para bien o para mal, yo era un sacerdote.

—No necesitamos imágenes budistas. El señor Tanaka era cristiano. El servidor me miró con furia pero cogió el ídolo y lo apoyó en su regazo.

—Habeas requiem aeternam.

Antes, en un platanal cerca de Veracruz, yo había cogido la mano de un indio herido y recitado la misma plegaria. Pero Tanaka había cometido suicidio, una forma de muerte que la Iglesia considera un pecado mortal e imperdonable. La Iglesia no permite dar la extremaunción a los suicidas. Pero en ese momento ya no me importaban las normas de la Iglesia. Yo no ignoraba la angustia de Tanaka. Sabía cómo habían sufrido Tanaka, Hasekura y Nishi mientras desarrollaban su desesperada misión. Y también por qué Tanaka había tenido que abrirse el vientre con su pequeña espada. Así como no había podido abandonar al joven indio a la muerte, no podía abandonar en su muerte a Tanaka.

—Requiescat in pace.

Cerré los ojos de Tanaka como si fueran la última puerta de la vida. Ni los servidores ni Hasekura o Nishi hicieron el menor movimiento para interrumpir mis plegarias; reunidos en un ángulo de la habitación, me miraban sin moverse.

Finalmente los servidores cortaron las uñas y algunos mechones del pelo de su amo y los guardaron en los bolsos que llevaban al cuello. Luego, en lugar de la sábana manchada de sangre, cubrieron el cuerpo con una tela nueva de seda. Hasekura, que observaba todo lo que ocurría, me habló.

—Mañana por la mañana debo pedir excusas a los padres y a los monjes. Ayudadme, por favor.

Siguiendo la tradición budista, los japoneses velaron al hombre muerto hasta el amanecer. Permanecí con ellos toda la noche junto al cuerpo cubierto de seda blanca.

Llegó la madrugada. Merced a un permiso especial del monasterio, sepultamos el cadáver junto al cementerio indio situado entre el pueblo y el puerto de San Juan de Ulúa. Ninguno de los sacerdotes del monasterio asistió al entierro. No deseaban acudir al funeral de un hombre que había cometido el terrible pecado del suicidio. Hice una cruz con dos ramas y la clavé en el montículo de la tumba. El sol de la mañana teñía el bosque y muy cerca un grupo de niños indios desnudos se chupaba el pulgar y nos miraba con asombro. Nishi se arrodilló en el suelo mientras Hasekura se mantenía erguido con los ojos cerrados.

Algo más tarde el comandante de la fortaleza de San Juan de Ulúa llegó a caballo con su asistente.

—Son como los indios. —Desmontó y se secó el sudor de la cara—. Cuanto más inferiores, tanto más dispuestos están a matarse.

—Los japoneses consideran que elegir la muerte en lugar de la vergüenza es una virtud —respondí, mirándolo fijamente—. Este emisario japonés pensaba que no cumpliría su misión de embajador si no moría.

—No comprendo. —El comandante se encogió de hombros, asombrado—. Pero a juzgar por lo que decís, padre, parecería que aprobarais el suicidio, que la Iglesia prohíbe.

Había en sus ojos perplejidad y desconfianza. Quizá las cartas de España le habían informado de que yo era un traidor y que me había rebelado contra la Iglesia.

Sí, es verdad que estoy confundido, que he llegado al borde mismo de la desesperación, que ya no puedo comprender la voluntad del Señor. Y hay algo que es todavía más grave: temo que mi fe empiece a vacilar.

Mi única finalidad cuando emprendí este viaje era hacer que el Japón fuera un país del Señor. Pero, ¿no había elementos de autojustificación y una sed egoísta de poder escondidos detrás de esa finalidad? ¿No tenía yo la ambición de ser algún día obispo del Japón y de manipular la Iglesia con mis propias manos? ¿Acaso no era posible que el Señor hubiera advertido mis sentimientos y me hubiera castigado por ellos?

—Ciertamente, la Iglesia considera que el suicidio es un pecado mortal —murmuré, mirando al suelo—. Pero no quisiera creer que el Señor abandonará a este japonés que ha cometido suicidio... No quisiera creerlo.

El comandante no comprendió mis palabras murmuradas. Si alguien había llevado a Tanaka a cometer el pecado mortal de suicidio, era yo. Mis arrogantes intrigas lo habían conducido a la muerte. Si Tanaka merecía el castigo, también yo lo merecía. «Oh, Señor, no abandones su alma. Castígame a mí por su pecado.»

«Vine a prender un fuego en la tierra, y ¿qué más hay que pueda desear si ya se ha encendido?

»En verdad, tengo un bautismo de muerte con que ser bautizado, ¡y cuan afligido me siento hasta que quede terminado!

»Porque ni siquiera el Hijo del Hombre vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida para rescatar a muchos.»

Cuando el Señor dijo esas palabras, ciertamente se estaba preparando para la muerte. En esta vida hay misiones que sólo pueden cumplirse a través de la muerte.

Viaje de Veracruz a Córdoba. Las montañas estaban veladas por las nubes y de vez en cuando centelleaban los relámpagos. En el desierto crecían los cactos y el agave como extraños jeroglíficos. Mientras atravesaba ese páramo con los japoneses, pensé en el Señor cuando avanzaba hacia Jerusalén por un desierto parecido, decidido a morir. El Señor había anticipado su propia muerte, se había referido a un bautismo de muerte. Hay misiones en esta vida que únicamente a través de la muerte se pueden cumplir. El suicidio de Tanaka Tarozaemon me lo había enseñado. Sin embargo, en un sentido, la muerte de Tanaka y la muerte del Señor eran muy distintas. El japonés se había quitado la vida para expiar su incapacidad de cumplir su misión de emisario. El Señor había aceptado la muerte para rescatar a muchos hombres.

Un relámpago y poco tiempo después un trueno a la distancia. También había relámpagos en mi corazón. Había muchas personas a quienes yo debía servir. Un sacerdote vive para servir a otros en este mundo, y no para sí. Recordé al hombre de Ogatsu. Yo debía rescatarlo a él y a otros como él. «He venido para rescatar a muchos —me dije mientras avanzaba a tropezones por el camino—, y para darles la vida.»

Nada que el Señor hiciera carecía de sentido. Y tampoco carecía de sentido la muerte de Tanaka porque me había enseñado esas cosas.

—¿Qué nos ocurrirá? —Nishi Kyusuke se sentó en su cama en el ayuntamiento de Córdoba y miró por la ventana. Les habían asignado la misma habitación en que habían estado antes. Pero entonces Tanaka Tarozaemon todavía vivía. Aparte de esto, nada había cambiado. La tenue luz de la vela mostraba en la pared a aquel hombre delgado con ambas manos clavadas a una cruz.

—¿Ahora? —preguntó el samurái con fatiga. No era sólo fatiga física; también su alma estaba exhausta. Era deprimente y doloroso pensar en lo que les esperaba.

—Cuando regresemos al Japón.

—No tengo idea. Pero estoy seguro de que Su Señoría y los ancianos magistrados comprenderán los sufrimientos que hemos padecido.

—¿Incluso si regresamos con las manos vacías?

El samurái evocó la frescura y la juventud anteriores de Nishi. Cuando sonreía, sus dientes blancos resplandecían en el rostro oscuro y brillaba en sus ojos tal curiosidad que a veces el samurái había sentido celos. Esa luz había desaparecido ahora; tenía la piel deslucida como la de un enfermo y su vivacidad era una cosa del pasado.

—Desearía haberme quedado en España para conocerla mejor —dijo Nishi, volviéndose hacia el candelabro—. Jamás pensé que volveríamos así. —Cuando escuchó esas palabras, el samurái tuvo una clara visión de la partida de Tsukinoura. Cuando el galeón entraba en el mar abierto, mientras la jarcia crujía inesperadamente, las olas golpeaban contra el casco y las gaviotas revoloteaban junto a la borda con agudos gritos, el samurái había sentido que el curso de su destino estaba a punto de alterarse. Jamás se le había ocurrido que el mundo fuera tan vasto. Ahora que lo había visto, sólo sentía fatiga. Estaba fatigado hasta lo más profundo de su alma.

—¿No creéis que también el señor Tanaka temía lo que nos aguarda?

—¿Qué pensáis que temía?

—Que Su Señoría y los ancianos magistrados nos vuelvan la espalda.

El samurái parpadeó. Le apenaba y le asustaba pensar demasiado en la muerte de Tanaka. Con su muerte, Tanaka trataba de conservar la dignidad ante su familia y sus parientes. Cuando el samurái pensaba en el rostro hundido de su tío, que lo esperaba ansiosamente junto al hogar, también él quería morir. Envidiaba el suicidio de Tanaka. Pero no podía morir. Por el bien de Nishi y de los servidores que tanto habían sufrido, debía informar al Consejo de Ancianos de todo lo que había ocurrido durante el viaje. El samurái sentía que, si alguien debía asumir la tarea de ser el portavoz, era él.

—No hay ningún motivo para que ellos nos abandonen —dijo el samurái con inusitada firmeza—. A veces ni siquiera el mayor esfuerzo es suficiente. Eso es lo que debemos decir al Consejo.

Sin embargo, mientras trataba de convencerse, no sentía en su interior tanta seguridad. Temía pensar a fondo en el asunto. ¿De qué servía imaginar que eso o aquello ocurriera en el futuro? El samurái sintió amarga resignación.

El aire de la noche entraba por la ventana abierta. El olor de la tierra le recordó la llanura. Aunque no pudiese recuperar las tierras de Kurokawa, la llanura le satisfacía. Él no era como su padre y su tío; su corazón estaba más unido a la llanura que a Kurokawa.

—¿No nos castigará el Consejo de Ancianos —insistió Nishi— porque no hemos recibido respuesta del rey de España?

—No tiene importancia. Pensar en eso no resolverá nada. Y como no hay nada que podamos hacer, lo mejor es no pensar.

Para concluir la conversación, el samurái se puso de pie. Nishi empezaba a irritarlo y deseaba salir al jardín y respirar el aire de la noche, el olor a tierra.

Hacía tanto frío en el jardín, que el calor del día parecía increíble. Había allí tres hombres en cuclillas, conversando. Eran Yozo y los otros dos servidores. Yozo los reprendía con furia.

—¿No podéis dormir?

Los tres hombres se pusieron de pie, confusos. Miraron avergonzados a su amo, temiendo que hubiese escuchado su conversación.

—Los olores de la noche me recuerdan el hogar. —El samurái sonrió, tratando de tranquilizar a los tres hombres—. Por las noches, los árboles y la tierra tenían la misma fragancia en la llanura. Pronto... podremos sentir otra vez esa fragancia.

Era evidente que la fatiga y la irritación no sólo afectaban a Nishi, sino también a sus servidores. Debo ser fuerte, se dijo.

A la mañana siguiente salieron de Córdoba. Una vez más el ardiente desierto. Más lejos, olivos, cabañas indias y las residencias de los encomenderos, con tejados de estilo español. Se repetían las escenas que habían observado en el viaje anterior. Pero, ahora que eran viajeros experimentados, no había el menor destello de curiosidad en los ojos de los japoneses. Por momentos recordaban que cada paso que daban los acercaba al Japón, pero por algún motivo esa idea no lograba conmoverlos.

El samurái miró a Velasco, que cabalgaba a su lado, y observó que no mostraba la habitual sonrisa. En verdad esa sonrisa confiada siempre había puesto incómodo al samurái. Velasco la tenía siempre en la cara cuando trataba de someter a los japoneses a su voluntad. Cada vez que el samurái la veía, sospechaba de los verdaderos motivos de Velasco. Muchas veces se habían engañado a causa de esa sonrisa. Pero desde la partida de Roma, había desaparecido del rostro de Velasco, donde la reemplazaba una expresión atormentada y solitaria.

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