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Authors: Endo Shusaku

El samurái (39 page)

BOOK: El samurái
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—Así actúa el gobierno. Ahora lo comprendo. Algo que era bueno hace cuatro años debe considerarse malo si ya no sirve hoy. Esa es la noble conducta del gobierno. En cierto momento, el plan del señor Shiraishi para atraer la prosperidad a nuestro dominio era conveniente. Pero ahora que el Shogun no desea que prospere ningún dominio en particular, las ideas del señor Shiraishi no son buenas. El señor Shiraishi ha sido expulsado del Consejo de Ancianos y se ha reducido su feudo. Era de esperar. En eso consiste la noble conducta del gobierno.

Como Nishi, el samurái apretó los puños y miró la llama de la vela. Sólo si los apretaba hasta que las uñas se le clavaran en la carne podía soportar esa mortificación. Las palabras compasivas del señor Ishida. La suave sonrisa del señor Ishida.

—Incluso los cabos somos seres humanos —gimió el samurái, como una bestia herida—. Somos seres humanos. Aunque sólo seamos cabos.

—El gobierno es tan despiadado como la batalla. No se puede dar una batalla si el general debe preocuparse de los sufrimientos de sus cabos.

—¿Su Señoría... piensa también así?

Bien podía ser aquélla la actitud del Consejo de Ancianos y de los magistrados; pero el samurái no podía creer que Su Señoría la compartiera. El samurái había visto sólo de lejos a Su Señoría. Su Señoría estaba muy lejos del alcance de un cabo. Pero la familia, su padre y su tío, había combatido por Su Señoría. Y algunos miembros de la familia habían muerto por él, que no era un hombre inerme, como aquel ser miserable de los brazos abiertos. Su Señoría debería saber todo esto.

—¿Su Señoría? —murmuró Matsuki, apenado—. Su Señoría es el gobierno.

Nubes ininterrumpidas cubrían el cielo, y de vez en cuando el bosque se estremecía y dejaba caer gotas de lluvia. Un campesino con un abrigo de paja cortaba ramas.

Junto al hogar, el samurái también partía ramas secas. A su lado, su tío miraba el fuego. Las ramas muertas se quebraban entre sus manos con un seco estallido. Las arrojó al hogar. Pequeñas lenguas de fuego las lamieron.

«Debéis actuar como si el viaje nunca se hubiera realizado.»

Recordaba vividamente las palabras que Matsuki Chusaku había pronunciado con simpatía. Olvidar, pensar que nada había sucedido. Ciertamente ninguna otra cosa podría restaurar su decaído ánimo. Era inútil ahora pensar que no habían sido verdaderos emisarios sino sólo piezas movidas para engañar a las naciones extranjeras. El samurái comprendía ahora lo que había querido decir Matsuki cuando se había referido a las discrepancias entre el señor Shiraishi y los ancianos magistrados en el seno del Consejo de Ancianos, a la caída del señor Shiraishi del poder, y a la naturaleza del gobierno. Y él no podía hacer nada al respecto.

Sin embargo, era penoso para él mirar el rostro acongojado de su tío, que había puesto sus esperanzas en los méritos del sobrino. Riku, su esposa, se limitaba a sonreír con tristeza. No le había preguntado nada acerca de las consecuencias del interrogatorio en el castillo, y tampoco acerca del futuro. Era prudente y actuaba como si nada hubiese ocurrido. Pero a veces su misma ternura angustiaba al samurái.

—El señor Ishida... —Una noche, su tío, sentado junto al samurái mientras partía ramas, no pudo contenerse y preguntó: — ¿No has recibido ningún mensaje del señor Ishida?

—Ahora están cosechando en Nunozawa. Cuando el trabajo termine, sin duda me llamará.

Su señor no se había comunicado con él desde su regreso. Parecía evitar todo contacto con la familia Hasekura. El samurái había enviado a Yozo con un saludo y una solicitud de audiencia, pero la única respuesta fue que el señor Ishida lo convocaría cuando fuera conveniente.

«El mundo es inmenso. Pero ya no podré creer en las personas.» Eso había dicho Nishi Kyusuke cuando se separaron en Tsukinoura. Mientras hablaba, Nishi aferraba las riendas de su caballo con ambas manos para contener su creciente resentimiento. Esas palabras iracundas resonaban de vez en cuando en los oídos del samurái. Los dos habían sido enviados al mundo sin saber ni comprender nada. Edo había procurado utilizar al dominio, el dominio había tratado de explotar a Velasco, Velasco había tratado de engañar al dominio, los jesuitas habían mantenido una sórdida contienda con los franciscanos; y en mitad de tantos engaños y decepciones, los dos hombres habían desarrollado su viaje.

—Me pregunto si hasta el señor Ishida habrá abandonado a nuestra familia —murmuró su tío.

Antes nunca había hablado con voz tan débil. Estaba siempre junto al hogar y miraba con expresión vacía las llamas que se movían letárgicamente como insectos al final del otoño. También su cuerpo se había consumido. Con desesperación, el samurái dijo palabras que él mismo no creía para tranquilizar a su pariente. Riku estaba a su lado, con los ojos bajos, oyendo hablar a los hombres. A veces se ponía de pie y se marchaba, como si no pudiese soportar que su marido dijera mentiras a sabiendas. Pero el samurái debía mentir para que su tío, que se deterioraba rápidamente, sobreviviera unos días más. El único deseo del anciano, un deseo tan pegajoso como una enfermedad crónica, era regresar a las tierras de Kurokawa, las tierras que había heredado de sus antepasados, y morir allí.

Los días en que no se sentía capaz de enfrentarse a su tío, el samurái se unía a los campesinos y trabajaba físicamente desde el alba hasta el anochecer, vaciando de ideas su cabeza. Apilaba sobre su espalda, hasta que ésta parecía a punto de romperse, los leños que rodeaban su casa como una cerca; y luego los subía por el sendero de la montaña hasta la cabaña del carbonero. Estas tareas eran su única vía de escape. Yozo, con su propia carga de leña, seguía en silencio a su amo. Desde el regreso, el samurái no había interrogado a Yozo acerca de sus sentimientos. Pero cuando se sentaban a descansar en un claro donde el cálido sol brillaba sobre la hierba, sembrada de castañas silvestres, al samurái le bastaba mirar los ojos de Yozo, perdidos en el espacio, para saber qué pensaba.

«Yozo y los demás —pensaba el samurái mientras arrancaba del suelo una seta— son más dignos de piedad que yo.»

El samurái no podía recompensar a Yozo, Ichisuke y Daisuke por los rigores del largo viaje. El Consejo de Ancianos no había concedido la menor gratificación a la familia Hasekura. Quizá Yozo y los demás envidiaban a Seihachi, que había muerto. Él había alcanzado la libertad. Pero Yozo y los otros, como el samurái, debían continuar con su destino de siempre.

Bien entrado el otoño, llegó por fin un mensajero del señor Ishida. El samurái debía partir a verlo en secreto; el señor Ishida tenía varios temas que tratar con él.

Fue a Nunozawa acompañado solamente por Yozo. El agua del foso que rodeaba la mansión del señor Ishida estaba sucia y cubierta de plantas acuáticas y hojas de loto podridas. Era visible, en el desvaído color castaño de aquellas plantas en descomposición, la pérdida del poder en el Consejo de Ancianos.

—Gracias por haber venido. —El señor Ishida tosió mientras miraba al samurái postrado. Cuando éste alzó la cabeza, advirtió que su señor, como su tío, había envejecido considerablemente. El recio cuerpo del señor Ishida también se había marchitado.

—Yo sé —dijo el señor Ishida tras una pausa, con voz fatigada— que esto ha sido muy penoso para vos.

El samurái trató de contener sus emociones. Eran las primeras palabras amables que oía desde su regreso. Sintió deseos de llorar. Apoyó las dos manos sobre las rodillas e inclinó la cabeza.

—Pero no podemos hacer nada. Mientras estabais fuera, todo cambió en el dominio y Su Señoría abandonó sus anteriores sueños. Tendréis que olvidaros de vuestras tierras de Kurokawa.

El samurái estaba preparado para esto, pero cuando lo oyó de la boca del señor Ishida, el rostro desdentado de su tío apareció ante sus ojos.

—No debéis pensar siquiera en formular una protesta. Es mejor que se lo digáis claramente a vuestro tío. Debéis consideraros afortunados de que se permita sobrevivir a la familia de alguien que se ha convertido al cristianismo, aunque fuera por poco tiempo.

—Eso fue solamente... por el interés de nuestra misión.

«Yo no creía en el cristianismo. No quería convertirme.» El samurái trató de hacer que sus ojos nublados por las lágrimas se lo explicaran al señor Ishida.

—Recordad que se confiscaron las tierras del señor Senmatsu y del señor Kawamura, porque eran cristianos.

—¿Del señor Senmatsu y el señor Kawamura?

Era la primera vez que lo oía. Eran dos familias de prestigio incomparablemente superior al de los Hasekura. En particular, el señor Kawamura Magobei, del clan Kawamura, se había distinguido en la irrigación y forestación del dominio, y había recibido como recompensa más de tres mil koku de tierra en Sarusawa, Hayamata y Okagi.

—Debéis aceptar vuestra suerte —advirtió el señor Ishida—. Desde ahora en adelante, debéis vivir discretamente.

—¿Discretamente?

—Sí, sin llamar la atención. No debéis prestaros a la menor sospecha de ser cristiano. Yo ya no puedo protegeros. En los viejos tiempos, Su Señoría llamaba a la casa de Ishida para planear la estrategia de las guerras. Pero los tiempos han cambiado y nos ha arrojado a un lado como piedrecillas. No hablo por resentimiento. Su Señoría emplea con gran eficacia las maneras del gobierno. —El señor Ishida rió burlonamente de sus propias palabras—. Para vos, nada ha cambiado, ¿no es verdad? Hace algunos años fuisteis elegido para viajar a lejanos países como emisario, aunque sólo erais un cabo. Pero ahora debéis vivir sin llamar la atención. La relación entre una persona y otra es igualmente fría y despiadada. Pensad en ello. Os pedí que vinierais hoy porque deseaba deciros esto.

Con la vista baja, el samurái escuchaba la voz melancólica de su señor. El señor Ishida, según parecía, no hablaba tanto con el samurái como consigo mismo, tratando de moderar su propio dolor y su propia furia.

Salió de Nunozawa a la caída de la noche, con la voz cascada del señor Ishida resonando todavía en sus oídos. Yozo le seguía. Vivir en la llanura silenciosamente, sin llamar la atención: ésa era la vida que esperaba al samurái.

Cuando regresó a su casa, dijo a su tío que sólo había hablado con el señor Ishida de los países extranjeros. En realidad, el señor Ishida no había hecho una sola pregunta acerca de esos países o del curso del viaje. El señor Ishida y todas las demás personas del dominio habían perdido todo interés por los países lejanos.

—Entonces, si no mencionó las tierras de Kurokawa —dijo su tío, con los ojos entrecerrados, quizá con resignación—, ¿no te habló de alguna recompensa?

—No puede hacer nada en este momento. Me ha dicho que es necesario esperar la ocasión adecuada.

El samurái no podía cortar los únicos lazos que aún ataban a su tío a la vida. Debía hablar como si existiera todavía alguna tenue esperanza. Era amargo mentir y el samurái hablaba con voz inexpresiva. En momentos así, era una ayuda tener un rostro que no delataba las emociones.

Cuando todos se durmieron alrededor del hogar, abrió la caja para correspondencia que había traído del viaje. Esa caja se había mojado muchas veces con agua de mar y se había abrasado con el caliente sol de Nueva España. Según el consejo del señor Ishida, debía quemar todo aquello que trascendiera a cristianismo. En la caja había folios de papel donde los monjes y sacerdotes de los monasterios habían escrito sus nombres y plegarias para el viaje, y algunas de las pequeñas estampas que solían guardar en los libros de oraciones. No había tirado esos objetos, pensando que, después del regreso, a las mujeres y a los niños les sorprenderían y les agradarían.

El samurái los rompió y los echó al fuego. El Consejo de Ancianos podía encontrarlos sospechosos y usarlos como prueba. Los papeles se curvaron en los bordes, tomaron un color castaño rojizo y pronto fueron devorados por diminutas llamas.

Las noches eran profundas en la llanura. Nadie que no hubiese pasado una noche en la llanura podía saber cómo era la oscuridad o el silencio. El silencio no era ausencia de sonido. Era el roce de las hojas en el bosque, el grito ocasional de un ave, la sombra de un hombre que miraba el pequeño fuego de un hogar. Mientras contemplaba las brasas, el samurái meditaba en las palabras de Nishi. «El mundo es inmenso. Pero ya no podré creer en las personas.» También recordó lo que había dicho el señor Ishida. «De ahora en adelante, debéis vivir discretamente.» En ese momento, casi podía imaginar a Nishi y al señor Ishida, ambos sentados en silencio con las cabezas bajas, como él mismo.

Del fondo de la caja sacó una pequeña pila de papeles. Se los había dado aquel japonés de Nueva España, cuando se despedían junto a la laguna de Tecali. ¿Se habría marchado con los indios ese hombre, a otra parte? ¿O habría muerto en la calurosa orilla de la laguna? El mundo era inmenso; pero en cualquier parte del inmenso mundo, exactamente como en la llanura, la gente vivía aplastada por el peso de sus penas.

Él siempre está a nuestro lado.

Siente nuestra agonía y nuestro dolor.

Llora con nosotros

y nos dice:

«Benditos sean quienes lloran en esta vida

porque sonreirán en el reino del cielo».

«Él» era el hombre de la cabeza caída hacia un lado, ese hombre delgado como un alfiler, clavado a una cruz con los brazos inertes extendidos. Nuevamente el samurái cerró los ojos e imaginó al hombre que lo había mirado todas las noches desde los muros de las habitaciones de Nueva España y de España. Por alguna razón, ya no sentía el mismo desdén que había sentido antes. En realidad, le parecía que aquel ser desventurado se parecía bastante a él mismo.

Cuando Él estaba en el mundo, hizo muchos viajes; pero jamás visitó a los altaneros ni a los poderosos. Sólo visitaba a los pobres y afligidos, y no hablaba con los demás. Las noches en que la muerte visitaba a los afligidos, Él se sentaba a su lado hasta el alba, cogiéndoles las manos, y lloraba con los deudos... Decía que había venido al mundo para asistir a los hombres...

Y he aquí que había una mujer que durante muchos años se había ganado la vida vendiendo su cuerpo. Cuando supo que Él había venido, corrió adonde estaba. Y se acercó a su lado, y no dijo una palabra sino que lloró y sus lágrimas bañaron los pies del Señor. Y Él le dijo: «Con esas lágrimas tus pecados han sido perdonados, tu Padre que está en el cielo conoce tu angustia y tu pesar; por lo tanto nada temas».

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