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Authors: Endo Shusaku

El samurái (40 page)

BOOK: El samurái
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En alguna parte un pájaro chilló una vez y otra más. El samurái partió una rama seca y la echó al hogar, y las llamitas empezaron a morder las hojas marchitas.

El samurái pensó en ese hombre, con el pelo recogido en una coleta, escribiendo esas palabras en su cabaña de Tecali. Probablemente las noches eran tan oscuras y profundas junto a la laguna de Tecali como en la llanura. El samurái pensó que tenía ahora una vaga idea del motivo que había impulsado a ese hombre a escribirlas. Quería expresar su propia idea. No quería al Cristo adorado por ricos sacerdotes en las catedrales de Nueva España, sino a un hombre que estaba a su lado, al lado de los indios y de todos los abandonados. «Está siempre a nuestro lado. Siente nuestra agonía y nuestro dolor. Llora con nosotros...» El samurái casi veía el rostro del compatriota que había escrito con mano torpe esas palabras.

Se acercaba el primer invierno posterior a su regreso. Todos los días las hojas marchitas caían como nieve en el bosquecillo que rodeaba su casa. Un día advirtió que los árboles estaban totalmente desnudos y que las ramas plateadas parecían las mallas de una red.

Como de costumbre, el samurái fue a las colinas con Yozo y los demás campesinos a cortar madera. Los árboles derribados eran cortados como leña y apilados alrededor de la casa o bien quemados para obtener carbón. Vestido con el hangiri de mangas ajustadas y pantalones, como los demás hombres, trabajaba todo el día cortando ramas con un hacha o aserrando troncos. El trabajo físico impedía que pensara en otras cosas. Con una montaña de ramas a la espalda, regresaba con sus servidores, murmurando a cada paso las palabras del señor Ishida: «Discretamente, sin llamar la atención. Discretamente, sin llamar la atención».

A veces, durante el trabajo, el samurái recordaba algo y miraba a Yozo. Como todos los pobladores de la llanura, Yozo jamás demostraba sus emociones, de manera que cuando sus ojos se encontraban con los de su amo, se limitaba a devolver la mirada inexpresivamente. Pero el samurái sabía que en los ojos de Yozo se ocultaba una resignación parecida a la suya.

Desde el regreso, el samurái no había hablado nunca con Yozo del trato que había recibido ni de sus resentimientos. Y Yozo no le había hecho preguntas. Sin embargo el samurái pensaba que Yozo comprendía su pesar mejor que nadie, incluso mejor que su esposa Riku. Era un consuelo que Yozo hubiese compartido a su lado los azares del largo viaje.

Ya se habían cosechado el mijo y el daikon, y los haces de heno con que se cubriría el suelo de los establos, apoyados verticalmente unos contra otros en el campo, semejaban muñecas de paja. Cuando pusieran el heno en su sitio ya no quedaría ninguna tarea importante hasta Año Nuevo, aparte de la fabricación del carbón.

El día llamado «el fin del otoño», cuando se habían acabado ya los trabajos, el samurái vio formas blancas en el cielo sobre la llanura.

Su hijo Gonshiro exclamó:

—¡Cisnes blancos!

—Sí —asintió el samurái. Frecuentemente había soñado con ellos durante el viaje.

El día siguiente el samurái fue con Yozo por el sendero de la montaña hasta la base de la colina donde había habido, antes, un castillo. Cuando se acercaron, de la laguna remontaron vuelo cuatro o cinco patos jóvenes.

Era precisamente la escena que había visto en sueños. En la superficie del agua, a la débil luz del sol, los patitos se reunían, parloteaban con sus voces como de silbato, se rozaban los picos unos a otros, se separaban, nadaban hacia la orilla formados en línea. A breve distancia de los patitos se veía un grupo de aves adultas de cuello verde oscuro. A diferencia de los jóvenes, éstas echaban a volar una por una.

Apartados, los cisnes nadaban serenamente lejos de la orilla. Movían de un lado a otro el largo cuello y lo hundían en el agua. Alzaban la cabeza y pececillos plateados brillaban en sus picos amarillos. Cuando se cansaban de nadar, salían a tierra, desplegaban sus alas y se ordenaban las plumas con el pico.

El samurái no sabía de dónde habían venido, ni por qué habían elegido esa pequeña laguna como hogar para el largo invierno. Sin duda, muchas de ellas se habían debilitado y habían muerto de hambre durante el viaje.

—Estas aves —murmuró el samurái, parpadeando— también deben de haber cruzado un gran océano y visto muchos países.

Yozo miraba el agua sentado, con las manos en el regazo.

—Es verdad... Un largo viaje.

La conversación se detuvo allí. Después de pronunciar esas palabras, el samurái sintió que no necesitaba decir nada más a Yozo. No se trataba sólo de que el viaje hubiera sido penoso. El samurái quería expresar que su propio pasado, y el de Yozo, habían sido una sucesión de experiencias igualmente penosas.

Cuando se levantó el viento y pequeñas olas se deslizaron por la superficie de la laguna, los patos y los cisnes cambiaron de dirección y se alejaron en silencio. Yozo bajó la cabeza y cerró los ojos apretando los párpados. El samurái sabía que luchaba contra un torrente de emociones. Sintió súbitamente que el perfil de su fiel servidor se parecía al de aquel hombre. Que también tenía la cabeza inclinada como si soportara todas las angustias. «Él está siempre a nuestro lado. Siente nuestra agonía y nuestro dolor...» Yozo jamás había abandonado a su amo, ni ahora ni en el pasado. Había seguido al samurái como una sombra. Y jamás había interrumpido con una palabra los sufrimientos de su amo.

—Siempre creí que me convertí al cristianismo como una mera formalidad. Este sentimiento no se ha modificado. Pero desde que aprendí algo acerca del gobierno, a veces pienso en ese hombre. Creo comprender por qué en todas las casas de esos países hay una patética figura que lo representa. Supongo que en alguna parte del corazón de los hombres está el anhelo de que alguien nos acompañe durante toda nuestra vida, aunque sólo sea un perro sarnoso. Ese hombre se convirtió en un perro por el bien de la humanidad. —El samurái repitió esas palabras como si hablara consigo mismo—. Sí. Ese hombre se convirtió en un perro que nos acompaña. Eso escribió el japonés de Tecali. Que cuando estaba en la Tierra, dijo a sus discípulos que había venido al mundo para asistir a los hombres.

Yozo alzó la mirada por primera vez. Desvió los ojos hacia la laguna, meditando en lo que había dicho su amo.

—¿Crees en el cristianismo? —preguntó serenamente el samurái.

—Sí —respondió Yozo.

—No se lo digas a nadie.

Yozo asintió.

El samurái rió deliberadamente, tratando de cambiar de tema.

—Cuando llegue la primavera, las aves se irán. Pero nosotros no abandonaremos la llanura. Éste es nuestro hogar.

Habían recorrido muchos países. Habían atravesado vastos océanos. Pero habían retornado a esa región de suelo árido y pueblos empobrecidos. El samurái lo sentía con gran intensidad. Era como debía ser. Un mundo inmenso, muchos países, grandes océanos. Y sin embargo, adondequiera que fuesen, las personas eran iguales. Iguales las disputas, la manipulación y las intrigas. Tanto en el castillo de Su Señoría como en el mundo sectario de Velasco. Lo que el samurái había visto no eran ciudades, tierras y naciones sino el karma desesperado del hombre. Y sobre el karma del hombre flotaba esa figura fea y consumida con las manos y los pies clavados a una cruz y la cabeza caída de lado. «En este valle de lágrimas lloramos y Te llamamos.» El monje de Tecali había escrito esas palabras al fin de su manuscrito. ¿En qué se diferenciaba del resto del mundo esa desventurada llanura? El samurái quería decirle a Yozo que la llanura era el mundo y que era ellos mismos; pero no pudo encontrar palabras que expresaran lo que sentía.

Japón. Truena la tormenta de la persecución, y sólo demuestras hostilidad a Dios. Entonces, ¿por qué me atraes? ¿Por qué trato de regresar?

El doce de junio embarqué en un junco chino y partí de Luzón, donde había vivido durante un año. Varios cristianos japoneses exiliados en Manila reunieron secretamente el dinero necesario. Con esos fondos pude adquirir este junco carcomido por las termitas, contratar a algunos tripulantes y salir de Luzón.

No sé qué pensará Nuestro Señor de este acto temerario. En este momento no sé siquiera si la voluntad de Dios era mantenerme como prior del monasterio de Manila, o enviarme a combatir nuevamente en el Japón. Sin embargo, de una cosa estoy seguro: a su tiempo el Señor me dará una respuesta clara. Y cuando lo haga, me someteré mansamente a Su voluntad.

He escrito que mi acto es temerario. Regreso al Japón, donde se oprime y persigue a los cristianos. Sin duda esto ha de parecer imprudente a los ojos de los demás. Cuando los japoneses exiliados en Manila se enteraron de mi plan, movieron la cabeza y dijeron que era una locura. Dijeron que si desembarcaba y era inmediatamente aprisionado, eso no serviría a ningún fin.

Pero si mi acto es loco e imprudente, ¿no lo fue el viaje de Jesús a Jerusalén? El Señor salió del desierto de Judea y guió a sus discípulos a Jerusalén, sabiendo perfectamente que moriría a manos del sumo sacerdote Caifás y de sus seguidores. Pero el Señor sabía que la sangre que vertería había de ser beneficiosa para la humanidad. «No tiene el hombre mayor amor que dar la vida por los que ama.»

Pienso ahora en Sus palabras. Los amigos por quienes debo dar la vida no son mis colegas, los monjes que oran en silencio en el monasterio de Manila. Mis amigos son los fieles japoneses, como aquel hombre que vino hacia mí en la playa de Ogatsu. «Que tu corazón recobre la paz. Pronto llegará un día en que nadie ría de tus creencias», le dije. ¿Dónde estará viviendo ahora ese hombre? Yo le mentí. Ese día en que los cristianos del Japón podrían proclamar orgullosamente su fe no ha llegado. Pero yo no lo he olvidado. A causa de él no puedo quedarme en el monasterio de Manila, recitando complacido la misa y pronunciando bellos sermones.

Nuestro viaje continúa sin incidentes. Rezo todos los días por el Japón. Rezo por los emisarios japoneses, a quienes no he visto desde que partieron de Luzón. Rezo por ese hombre en desgarradas ropas de trabajo. He dedicado la mitad de mi vida a esa tierra estéril. He tratado de plantar allí la vid del Señor y he fracasado. Y sin embargo, esa tierra es mi tierra. Es la tierra que debo someter para el Señor. Me atrae el Japón precisamente porque es una tierra estéril.

Islas abruptas salpican el horizonte hacia el este. Las olas arrojan nubes de espuma contra los acantilados y luego se convierten en niebla y se esfuman. Hace muchos años pasé por aquí. Es el sur de Taiwan. Pronto bordearemos las islas Ryukyu, atravesaremos el peligroso paso entre las islas Shichito y nos acercaremos a Satsuma, en el extremo sur del Japón.

La bonanza continúa. Durante varios días he reflexionado sobre el último viaje por mar de san Pablo que se recuerda en los Hechos. ¿Tuvo Pablo alguna premonición de su martirio en Roma? ¿Partió hacia el reino del tirano Nerón resuelto a morir? Los Hechos no mencionan ninguna premonición, pero leyendo entre líneas siento claramente que Pablo anticipó sus propios sufrimientos y su terrible muerte.

Desde mi juventud me atrae mucho más Pablo que los doce apóstoles, y en particular que Pedro, a quien el Señor amaba. Pablo tenía una naturaleza apasionada, un apasionado deseo de conquista y un apasionado fervor como el mío. Incluso tenía precisamente los mismos defectos que yo. A causa de su energía y su pasión hirió a muchas personas, como por ejemplo a Pedro. No vacilaba en discutir con los apóstoles en defensa de sus creencias. Cuando medito en su vida, muchas veces creo ver en ella fuerzas y debilidades que encuentro en la mía. Además, en el fondo de su corazón, Pablo se negaba a aceptar la excesiva cautela e indecisión de los doce apóstoles. Así como yo no puedo perdonar a los jesuitas la profunda cobardía que demostraron en la evangelización del Japón. Los amigos de los doce apóstoles calumniaron insidiosamente a Pablo, como a mí los jesuitas. Sin embargo, fue a causa de los esfuerzos de Pablo y de su notable obra misionera entre los gentiles por lo que la influencia de la iglesia pudo trascender de Judea. Y del mismo modo, por más que los miembros de la Compañía de Jesús se hayan esforzado por reprimirme, ¿quién puede afirmar que yo no he beneficiado a la acción evangelizadora en el Japón?

Hoy, mientras estaba en cubierta, cara al viento, repetí una y otra vez el sermón de Pablo que se recuerda al final de los Hechos, y en particular el hermoso pasaje de Isaías que cita:

«Ve a este pueblo y diles:

De oído oiréis y no entenderéis;

Y viendo veréis y no percibiréis;

Porque... de los oídos oyeron pesadamente,

Y sus ojos taparon,

Porque no vean con los ojos y oigan con los oídos,

Y entiendan de corazón y se conviertan,

Y yo los sane.»

Ayer nos persiguió una tormenta. Las olas se encresparon y desnudaron sus colmillos blancos y todo el cielo era gris plomizo sin una sola hendidura entre las nubes. Los chinos cuchicheaban que probablemente el temporal caería sobre nosotros cerca de las Shichito. En previsión de esa eventualidad, envolví mis principales pertenencias —mi breviario, estas notas y el pan y el vino para la misa— en un hatillo, con el deseo de conservar por lo menos estas cosas.

Por la tarde, el mar se enfureció aún más y los chinos decidieron guarecerse en Kuchinoshima, en las islas Shichito, y por consiguiente cambiaron de rumbo. Alrededor de las tres de la tarde nos alcanzaron el viento y una lluvia feroz. La tormenta desarboló el junco, que se precipitaba desde las cumbres hasta los abismos de cada ola. Atados unos a otros con cuerdas para no ser arrojados al mar, nos debatíamos contra las olas que inundaban la cubierta.

Cuatro horas más tarde el temporal dejó de jugar con nuestro junco y huyó hacia el Japón. El timón no funcionaba y flotamos a la deriva en el negro mar hasta la madrugada. Amaneció un día sereno, en violento contraste con el anterior, y finalmente vimos en el horizonte Kuchinoshima brillando al sol. Pronto varios pescadores japoneses se acercaron en un bote de remos para ayudarnos.

Estoy ahora en la cabaña de uno de esos pescadores. Creen que soy un comerciante que se dirige a Bonotsu y me han dado comida y prestado ropas.

Después de la tormenta el cielo azul parece recién lavado. Esta isla nació de un volcán apagado, y en el centro hay una gigantesca montaña de tres picos. En la única y pequeña playa de ceniza volcánica hay unas treinta cabañas de pescadores: son los únicos habitantes de la isla. No hay aquí guardias japoneses. Según los isleños, los guardias vienen una vez por año desde Satsuma, pero en seguida continúan su gira de inspección y se dirigen a las islas Ryukyu.

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