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Authors: Endo Shusaku

El samurái (41 page)

BOOK: El samurái
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Los isleños, que nada sospechan, dicen que nos llevarán a Bonotsu en sus botes cuando estemos mejor, pero los chinos afirman que pueden reparar el junco.

He vuelto. Hace cuatro días que salimos de Kuchinoshima, y el Japón esta ahora ante mis ojos. El Japón que debo conquistar en el nombre del Señor...

Hace un rato aparecieron en el este unas montañas cónicas. Parecían versiones reducidas del Fuji. No sé cómo se llaman. El mar refleja el cálido sol y la playa es blanca y desierta. Junto a la playa la vegetación es tan densa como en una jungla.

El junco navegó a lo largo de la costa hacia el oeste hasta que vimos una hilera de unas diez sórdidas cabañas de pescadores a la sombra de un promontorio. Había tres botes amarrados. A la izquierda se veía una calzada hecha de lava negra y un embarcadero. No había un alma. Casi parecía que una plaga hubiese puesto en fuga a todos los pobladores.

Los chinos me alentaron a desembarcar allí, pero yo vacilé. Por algún motivo el sosiego de ese lugar me inquietaba. Sentía que alguien acechaba todos nuestros movimientos desde la oscura sombra de las cabañas. Y luego pensé que, quienquiera que fuese, se alejaría furtivamente para avisar a las autoridades de nuestra llegada. Yo sabía qué astutos eran los japoneses.

Pasó un considerable lapso de tiempo. Nada se movió, como si todo se hubiese solidificado entre el calor y el silencio. Finalmente resolví desembarcar y anuncié mi decisión a los chinos. Nuestro bote se deslizó lentamente hacia el embarcadero; yo iba de pie con el hatillo que contenía las cosas guardadas antes de la tormenta. Entonces apareció inesperadamente una barca detrás de un promontorio, al este. El gallardete llevaba el blasón del daimyo local, y pude ver las figuras de dos guardias que se ponían de pie y miraban en nuestra dirección.

Era evidente que nos vigilaban desde hacía algún tiempo. En mi hatillo había objetos que no debían ver —el breviario, el vino de la misa—, de modo que lo arrojé al mar. Les diría que era un comerciante en camino a Bonotsu, y que nuestro barco había sufrido daños a causa de una tormenta y llegado hasta esa costa a la deriva.

La barca se aproxima. Pronto el Señor revelara el destino que me reserva. Hágase la voluntad del Señor. El cielo y la tierra cantan hosanna. Alabad la gloria de Su nombre; alabado sea Dios...

Ahora sé lo que Dios desea de mí y a Él me encomiendo. No por débil resignación, sino por la misma confianza absoluta que el Señor demostró en la cruz.

Fui capturado. Los guardias de Bonotsu no eran estúpidos y no se dejaron engañar. Aunque fingieron creer que yo era, como afirmaba, un comerciante, me metieron en la prisión diciendo que sólo sería mientras completaban su investigación. Había varios cristianos en la misma celda, y los guardias escuchaban secretamente nuestras conversaciones. Un anciano enfermo me pidió la extremaunción. Y los guardias descubrieron la verdad.

Me trasladaron de la cárcel de Bonotsu a la de Kagoshima. Allí me interrogaron hasta el invierno, y en Año Nuevo me llevaron en una barca al despacho del magistrado de Nagasaki. En este momento estoy en un sitio llamado Omura, cerca de Nagasaki. Desde aquí puedo ver el mar en calma.

Entre los numerosos cristianos que están prisioneros en Kagoshima hay un dominico llamado Vázquez y un monje japonés, Luis Sasada. La celda que compartimos tiene dieciséis palmos de ancho por veinticuatro de largo; está construida con troncos, y las hendiduras entre uno y otro apenas permiten introducir dos dedos. En un rincón está la puerta por donde entran y salen los guardias. Esta puerta se mantiene cerrada, por supuesto.

Cuando me llevaban a interrogarme observé que alrededor de nuestra celda hay dos hileras de estacas afiladas y cubiertas de púas, de modo que nadie puede acercarse desde el exterior. Del otro lado de este cerco se encuentra el edificio de la guardia, donde también está la residencia del guardia principal y una cocina.

Aunque hay una cocina, nuestra única comida diaria consiste en arroz con un tazón de verduras, daikon crudo o encurtido y a veces sardinas. Como no está permitido que nos cortemos el pelo o nos afeitemos la barba, parecemos ermitaños. Tampoco podemos abandonar la celda para lavarnos, de modo que estamos horriblemente sucios, y —lo peor— debemos hacer nuestras necesidades en la celda. Como resultado, nos rodea una fetidez que apenas se puede tolerar. Por las noches, no nos dan una sola vela.

Por el padre Vázquez y el hermano Sasada he sabido cómo se desarrolló la persecución de los misioneros después de mi arresto. En la misma región donde estaba el padre Vázquez se escondían diez misioneros. A pesar de su escaso número, continuaban sus tareas siguiendo fielmente las instrucciones de sus superiores, tal como lo habían hecho antes del edicto de expulsión. Casi todos se escondían en cavernas, y en las raras ocasiones en que pasaban una noche en casa de un cristiano se ocultaban entre las paredes dobles que se construían especialmente para ellos.

—He pasado muchos días entre esas paredes dobles —me dijo el padre Vázquez—. Dormíamos de día y por la noche íbamos a otra casa. Yo había decidido no pasar más de una noche en cada casa. Cuando nos necesitaban en alguna casa, lo primero que hacíamos era oír la confesión de los enfermos. Si los fieles se reunían furtivamente, tratábamos de infundirles aliento y perdonábamos sus pecados. Y la reunión continuaba hasta la hora en que se cerraban las puertas de la aldea.

Pero a pesar de tantas precauciones, el magistrado de Nagasaki no estaba ocioso. Así como el sumo sacerdote Caifás dio a Judas una recompensa por traicionar al Señor, quienes denunciaban a los sacerdotes escondidos recibían también una recompensa, en tanto que quienes ofrecían habitaciones o escondrijo a los fugitivos, o les prestaban cualquier tipo de ayuda, eran sometidos a terribles castigos. Se infligían espantosas torturas a los que se confesaban cristianos; no sólo para que renunciaran a su fe sino también para obligarlos a manifestar dónde se escondían los misioneros.

—Eso fue lo peor —dijo el padre Vázquez—. Ya no podíamos confiar en los fieles japoneses a quienes nosotros mismos habíamos adoctrinado. Nunca sabíamos cuándo alguien en quien creíamos que se podía confiar abjuraría de su fe. Yo no decía a los fíeles dónde me escondía. Algunos lo hicieron y fueron arrestados por los guardias del magistrado al día siguiente. Vivir sin poder confiar en nadie era un verdadero infierno.

Pregunté por mi antiguo compañero, el padre Diego. No había olvidado a Diego, un hombre poco práctico pero que era la virtud misma.

—El padre Diego murió de enfermedad —me dijo Luis Sasada—. Fue cuando nos llevaron a todos a Fukuda, cerca de Nagasaki, para expulsarnos del país. No fue enterrado. Los guardias quemaron el cuerpo y arrojaron las cenizas al mar. Las autoridades japonesas reducían a cenizas a todos los cristianos para que no quedaran rastros y luego las echaban a las olas.

—Supongo que pronto también nosotros seremos cenizas arrojadas al mar.

Aceptaré serenamente el destino que Dios ha ordenado, así como una fruta absorbe la suave luz del otoño. Ya no considero una derrota mi inminente muerte. He combatido contra el Japón y he sido derrotado... Vuelvo a pensar en el hombre grueso en su sillón de terciopelo. Quizá crea que me ha vencido, pero nunca comprenderá que, si bien Nuestro Señor sufrió una derrota en el mundo político del sumo sacerdote Caifás y fue crucificado, mediante su muerte cambió todas las cosas. Sin duda el anciano creerá que ha hecho lo necesario si me aniquila y me reduce a cenizas. Pero en ese mismo instante todo volverá a comenzar. Así como todo se puso en movimiento después de la muerte del Señor en la cruz. Seré una sólida roca en la ciénaga que es el Japón. Pronto algún otro misionero pisará esa roca que soy yo y se convertirá en la roca que permitirá el paso siguiente.

En la oscuridad ruego por Hasekura y por Nishi, de quienes me separé en Luzón, y por el alma de Tanaka. No tengo idea de dónde están en este momento. Y no sé si poseen alguna mínima partícula de fe en el cristianismo. Pero cada día siento mayor deseo de que me perdonen los muchos errores —aunque fueran resultado de mis buenas intenciones— que cometí durante nuestro viaje. Es verdad que traté de seducirlos y atemorizarlos y tranquilizarlos y manipularlos. Hasta es posible que los haya convertido al cristianismo para poder utilizarlos. Pero de todos modos han entrado en contacto con el Señor, y esto es ahora mi mayor consuelo. Aunque siento profundo remordimiento por lo que les hice, me alegro del resultado. Porque el Señor jamás abandonará a quienes se han asociado con Él.

Oh, Señor, por favor, no abandones a Nishi, a Hasekura ni a Tanaka. Toma en cambio mi vida para castigar el pecado que cometí al utilizarlos, aunque los pusiera en el camino de la verdadera salvación. Y si es posible, ayúdales a comprender que mis planes no tenían otro fin que llevar la luz a su país, el Japón.

El padre Vázquez ha caído enfermo. Siempre se quejaba de que los malos olores y la pésima comida le hacían daño, pero hace tres días empezó a vomitar todo lo que prueba; no puede levantarse. Pedimos alguna medicina, pero los guardias sólo nos trajeron un bol de barro lleno de raíces de árbol cocidas y no se preocuparon por llamar a un médico. Sin otro recurso, Luis Sasada y yo pusimos un trapo empapado en agua fangosa sobre la frente del padre Vázquez para calmarle la fiebre.

Sí se aplaza nuestra ejecución, tarde o temprano seremos víctimas de la misma enfermedad. Aunque trato de aceptar este destino, a veces el miedo a la muerte se clava en mi pecho como una afilada espada. Desesperadamente me digo que el Señor pasó horas similares soportando la angustia de su próxima muerte. Desde hace algún tiempo me pregunto cómo se sentía Jesús en esas horas. Me pregunto cuándo supo que moriría, y cómo vivió con ese conocimiento.

El Señor había advertido de Su muerte a Sus discípulos: «En verdad, tengo un bautismo con que ser bautizado, ¡y cuan afligido me siento hasta que quede terminado!».

Estas palabras demuestran que el Señor experimentó lo mismo que nosotros en una situación semejante. Saber esto es un gran consuelo para mí.

Pero al atravesar la muerte el Señor creó un orden nuevo para este mundo. Un orden eterno que está más allá del mundo del hombre. También yo seguiré el ejemplo del Señor, y al dar mi vida por el Japón, al derramar mi sangre en el Japón, me convertiré en una parte de ese orden.

«Vine a prender un fuego en la Tierra.» Estas son también palabras del Señor. Y yo he venido al Japón a prender fuego. Al Japón, que hasta ahora sólo ha pretendido los bienes de este mundo y la felicidad de esta vida. Ninguna otra nación de la Tierra es tan indiferente a todo lo que esté más allá. Su sabiduría y su astucia sólo se orientan hacia los bienes del mundo. El Japón se mueve rápidamente, como un lagarto que cae sobre su presa.

He venido, Japón, a prender fuego. Por ahora no comprenderás por qué lo he abandonado todo y me he embarcado para retornar. Por ahora pensarás que, como he fracasado por completo, sólo he vuelto para morir; pero no comprenderás el motivo. Por ahora no puedes comprender por qué motivo Jesús, para prender fuego, se dejó ver en Jerusalén, donde acechaban Sus enemigos, y murió en la colina del Gólgota.

Pero el Señor jamás abandonará a quienes han estado en contacto con Él. Oh, Señor, no abandones al Japón, por favor. Más bien, para castigarme por el pecado de utilizar esta tierra, y para traerle la salvación, toma mi vida.

Miedo a la muerte. De día, mientras atiendo al padre Vázquez, siento que puedo aceptar cualquier destino. Pero en verdad, cuando llega la noche y los guardias no nos dan una sola vela, mientras escucho gemir al padre Vázquez en la fétida oscuridad, el miedo a la muerte desgarra mi pecho con agudas garras. Me empapa el sudor. Un sudor como gotas de sangre. «Padre —gimo—, aparta de mí este cáliz.»

Miedo a la muerte. Durante la noche el padre Vázquez ha muerto. Ha sido una muerte miserable, indigna de un eminente misionero dominico que ha predicado infatigablemente la palabra del Señor. El hermano Luis Sasada y yo le oíamos quejarse y aullar como una bestia herida. Así se despidió de esta tierra para toda la eternidad. A tientas le cerré los ojos (me alegraba que estuviera demasiado oscuro para ver; tenía la idea de que sus ojos estaban llenos de resentimiento) y recé una oración. La misma que había dedicado a Tanaka y al joven indio...

Al amanecer, los guardias envolvieron el cuerpo del sacerdote en una alfombrilla de paja y se lo llevaron. Los brazos y las piernas colgantes eran finos como agujas, y estaban cubiertos de barro y suciedad. Mientras contemplaba esa escena con Luis Sasada, vi súbitamente algo como si fuera una revelación del cielo. Ésa era la realidad. Por más que tratemos de ocultarlo o idealizarlo, el mundo real es tan miserable como el cadáver sucio del padre Vázquez. Y el Señor no evitó esa miserable realidad. Porque también Él murió cubierto de sudor y suciedad. Y mediante Su muerte, arrojó brusca luz sobre las realidades de este mundo.

Ahora, mientras vuelvo a pensar en esto, siento que quizás el Señor me ha deparado estos infortunios para obligarme a mirar de frente la realidad. Quizá mi vanidad, mi orgullo, mi altanería, mi sed de poder sólo tenían como fin destruir todas las cosas que había idealizado, para que pudiera ver la verdadera naturaleza del mundo. Y quizás, así como la muerte del Señor ha llenado de luz la realidad, para que mi muerte ilumine alguna vez el Japón...

El cuerpo del padre Vázquez será incinerado y las cenizas arrojadas al mar. Eso es lo que han hecho los japoneses con muchos misioneros.

Hoy ha habido otro interrogatorio. En realidad, casi no pueden llamarse interrogatorios. Un funcionario de la Oficina de Inspección Religiosa de Nagasaki se limita a sugerirnos que abjuremos (los japoneses llaman a esto «caer»). Pero no cree que lo hagamos, y nosotros nos limitamos a mover la cabeza. Pero hoy me ha hecho preguntas acerca de otro asunto. Me ha preguntado si Nishi y Hasekura habían sido sinceros cuando se convirtieron al cristianismo en Europa. Pensando en la seguridad de ambos, respondí:

—Se convirtieron para poder cumplir su misión.

—Entonces —el funcionario me miró fijamente—, no podéis considerar que sean cristianos, ¿verdad?

No respondí. Cuando un individuo recibe el bautismo, cualesquiera que sean las circunstancias, el sacramento predomina sobre su voluntad. El funcionario escribió algo en un papel.

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