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Authors: Endo Shusaku

El samurái (36 page)

BOOK: El samurái
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—Ya no se puede hacer nada —dijo el samurái, pero se interrumpió. Ese extranjero que les había causado tantas ansiedades, que les había provocado furia y hasta odio, alzaba la vista sombríamente hacia las montañas cubiertas de nubes de lluvia. El samurái sintió pena por él. Sabía que, como no había podido cumplir lo que había jurado hacer a los ancianos magistrados, nunca más podría regresar al Japón.

Al atardecer del décimo día atravesaron la muralla gris que rodeaba Puebla. Como antes, encontraron allí un mercado: indios con coleta habían dispuesto sobre el suelo cerámica, telas y frutas y permanecían sentados como estatuas de piedra, abrazando sus rodillas.

—Señor Hasekura, ¿recordáis a aquel japonés?

—¿El que había sido monje?

Aun antes de que Nishi se lo preguntara, el samurái estaba pensando en el compatriota que había ido a verlos en Ciudad de México. El monje renegado que vivía con una india en una cabaña techada con paja, cerca de la laguna de Tecali que brillaba, roja como la sangre, al sol de la mañana. Había dicho que no volverían a encontrarse. Si era cierto, ¿dónde estaría ahora?

—Yo... iré a esa laguna —susurró Nishi, cuidando de que Velasco no escuchara.

—No servirá de nada. Él dijo que los indios no cultivan nunca dos veces el mismo campo.

—No importa, aunque no lo vea.

—¿Por qué queréis ir, entonces?

—Ese hombre... —Nishi sonrió con tristeza—. Ahora comprendo por qué no regresó al Japón.

—¿Acaso queréis quedaros?

—Cuando uno ha visto lo grande que es el mundo, el Japón parece sofocante. Me duele el corazón cuando pienso en las personas que han nacido en las familias de cabos o de soldados en el Japón y que así seguirán durante el resto de sus vidas. Pero incluso yo tengo alguien que espera mi regreso a casa.

No podían cumplir sus propios deseos o caprichos. Había quienes aguardaban su retorno. El samurái sabía cómo se sentía Nishi. Un tío, una familia, unos campesinos que lo consideraban el cabeza de la familia y cuya subsistencia dependía de él vivían en la llanura. Regresaría y viviría como había vivido antes. Nunca más abandonaría su hogar ni se aventuraría en el ancho mundo. Todo aquello era un sueño. Sería mejor considerarlo así: un sueño que pronto habría terminado.

Nishi y el samurái salieron del monasterio al alba del día siguiente, tal como habían hecho en una oportunidad anterior. Ahora conocían el camino. El calor del día todavía no había despertado a los pobladores de su tranquilo sueño. Cuando llegaron al bosque, aparecían en el cielo grietas rosadas. Las avecillas parecían desafiarlos con sus destemplados gritos. Los caballos levantaron espuma al atravesar un límpido torrente de montaña. La luz matutina pasaba como flechazos entre los árboles. La laguna de Tecali estaba tan tranquila como siempre; sólo se oía el leve roce de las cañas. Nishi desmontó, se llevó la mano a la boca y llamó al monje. Dos o tres indios con el pecho desnudo asomaron sus cabezas por la puerta de sus cabañas. No habían olvidado a Nishi ni al samurái y sonrieron, arrugando sus narices chatas.

El antiguo sacerdote salió cojeando, apoyado sobre el hombro de su mujer, que era fuerte y sólida. El hombre parpadeó al sol de la mañana, advirtió luego a sus visitantes y los saludó.

—¡Me alegro de veros! —Extendió las manos como si se reuniera con unos parientes a los que no esperaba volver a ver en toda su vida—. Jamás creí que volveríamos a vernos... —De pronto se interrumpió y se llevó la mano al pecho, con un gesto de dolor.

—No os preocupéis, pasará en un instante. Sólo un instante.

Pero le llevó algún tiempo recobrarse. El sol ya estaba alto y caía lánguidamente sobre la laguna; empezaba a hacer calor. Los indios miraban a los tres hombres desde lejos, con curiosidad, pero finalmente se aburrieron y desaparecieron.

—Apenas encontremos un barco destinado a Luzón, regresaremos al Japón. Si queréis enviar algo a vuestros amigos allá...

—No —dijo sonriendo el monje renegado—. Tendréis dificultades si alguien descubre que habéis estado con un monje cristiano.

—Nosotros mismos nos hemos convertido. —El samurái miró el suelo, confundido—. No lo hemos hecho con sinceridad, pero...

—¿Todavía no creéis?

—No. Lo hicimos por nuestra misión. ¿Y vos? ¿Creéis realmente en el hombre llamado Jesús?

—Sí. Ya os lo he dicho. Pero el Jesús en quien creo no es el mismo de la Iglesia y de los sacerdotes. Yo no soy como esos padres que invocan el nombre del Señor mientras incendian los altares de los indios y los expulsan de los pueblos con la excusa de difundir la palabra del Señor.

—¿Cómo podéis adorar a un ser tan desventurado y miserable? ¿Cómo podéis adorar a alguien tan feo y demacrado? No puedo comprenderlo.

Por primera vez el samurái formulaba esta pregunta en alta voz. Nishi miró al renegado esperando su respuesta. Oían en la laguna las extrañas voces de las mujeres que lavaban la ropa.

—Antes —dijo el hombre— yo pensaba lo mismo. Pero ahora puedo creer en Él porque su vida en este mundo fue más desventurada que la de ningún otro hombre. Como era feo y desventurado, sabía todo lo que se puede saber acerca de las penas del mundo. No podía cerrar los ojos al dolor y a la agonía de la humanidad. Eso era lo que lo afeaba y enflaquecía. Si hubiera vivido una vida de poder y exaltación, yo jamás habría pensado así de Él.

El samurái no comprendía las palabras del monje renegado.

—Conoce el corazón de los desventurados, porque toda su vida fue desventurada, y también conoce la agonía de quienes sufren una muerte miserable, porque Él la sufrió. No tenía ningún poder. No era hermoso.

—Pero pensad en la Iglesia. Pensad en la ciudad de Roma —dijo Nishi—. Las catedrales que hemos visto son como palacios de oro y ni siquiera los habitantes de Ciudad de México pueden imaginar la grandeza de la mansión en que reside el Papa.

—¿Creéis que eso es lo que Él habría querido? —El hombre movió la cabeza con furia—. ¿Creéis que podéis encontrarlo en esas catedrales? Él no habita allí. Él no habita en esos edificios. Creo que vive en las pobres casas de estos indios.

—¿Por qué?

—Porque así pasó Él su vida —respondió el renegado con una voz llena de seguridad; luego bajó los ojos al suelo y repitió las mismas palabras, reflexivamente—. Así pasó Él su vida. Jamás visitó las casas de quienes eran felices o ricos. Buscaba solamente a los feos, a los desventurados, a los miserables y a los afligidos. Pero ahora incluso los obispos y los sacerdotes están llenos de orgullo. No son como las personas a quienes Él quería.

Pronunció estas palabras de un tirón y volvió a apretarse el pecho. El samurái y Nishi esperaron en silencio hasta que el ataque cesó.

—A causa de mi estado estos indios han tenido la bondad de quedarse conmigo junto a la laguna. De otro modo —sonrió— ya estaríamos lejos de Tecali. A veces descubro a Jesús entre los indios.

Era evidente por el rostro hinchado y la tez cenicienta que el monje no viviría mucho tiempo. Moriría allí junto a esa laguna. Y sería sepultado junto a un campo de maíz.

—Por más que lo desee —murmuró el samurái—, no puedo pensar en ese hombre como pensáis vos.

—Aunque no os importe nada de Él..., Él siempre se ocupará de vos.

—Puedo vivir sin pensar en Él.

—¿Lo creéis así?

El monje miró con simpatía al samurái mientras deshilachaba una chala de maíz. El sol era ahora más intenso y las cigarras habían empezado a cantar en las cañas.

—Si los hombres pueden vivir solos, ¿por qué se oyen gritos de dolor en todos los rincones del mundo? Habéis viajado por muchos países. Habéis atravesado el océano y dado la vuelta al mundo. Sin duda a lo largo de todo vuestro camino habéis visto que quienes lloran y quienes se lamentan buscan algo.

Lo que decía era verdad. En todos los países, en todos los pueblos, en todos los hogares, el samurái había visto una imagen de ese hombre feo y consumido con la cabeza inclinada y los brazos abiertos, sobre una cruz.

—Los que lloran buscan a alguien que llore con ellos. Los que sufren anhelan que alguien escuche sus lamentos. Por más que el mundo cambie, quienes lloran y quienes se lamentan lo buscarán siempre. Esa fue la finalidad de su vida.

—No comprendo.

—Algún día comprenderéis. Algún día comprenderéis esto.

Nishi y el samurái cogieron las riendas y se despidieron del hombre enfermo, sabiendo que no volverían a verlo.

—¿No queréis que digamos nada a vuestra familia en el Japón?

—Nada. Finalmente he logrado aferrarme a una imagen de El que reconforta mi corazón.

La laguna brillaba al sol. Los caballos iban lentamente por la orilla. Los dos japoneses miraron hacia atrás. Los indios, reunidos, contemplaban su partida. Entre ellos estaba la figura andrajosa e inmóvil del monje renegado apoyado en el hombro de su mujer.

Tres de noviembre, Chalco. Atravesamos el mismo desierto hacia Ciudad de México.

Cuatro de noviembre, en las afueras de Ciudad de México. Enviamos un mensajero pidiendo permiso para entrar en la ciudad.

Veíamos las calles a la distancia, las blancas paredes y las agujas de las iglesias. Entre ellas se destacaba el campanario de la catedral franciscana donde habían sido bautizados los japoneses y la torre del monasterio donde nos habíamos alojado.

El virrey ordenó que no pasáramos por la ciudad, sino que nos dirigiéramos al puerto de Acapulco. Afirmaba que no estaba en condiciones de dar la bienvenida a los japoneses en Ciudad de México, pero yo sabía que era un mero pretexto para evitarnos. Sin duda todo se hacía en cumplimiento de las instrucciones de Madrid. Pero el superior de nuestra orden en Ciudad de México se apiadó de nosotros y nos envió vino y alimentos a nuestra posada. Los dos sacerdotes que trajeron las provisiones cargadas en asnos me entregaron una carta del superior. Incluía una copia de los informes enviados desde el monasterio franciscano de Manila y nuevos y abundantes detalles acerca de la situación en el Japón.

Supe que la supresión del cristianismo a escala nacional se había iniciado en febrero después de nuestra partida, mientras nuestro barco estaba a punto de zarpar de La Habana. En ese momento, en el Japón, el anciano de la silla de terciopelo promulgó inesperadamente un edicto por el cual se desterraba a todos los misioneros y a los más conocidos cristianos del Japón y se prohibía la práctica del cristianismo en todas las regiones del país.

Ni los emisarios ni yo sabíamos nada. Ignorantes, nos dirigíamos a España en pos de nuestro sueño. Ese sueño era un castillo elevado sobre un espejismo.

Según el informe de Manila, después de la publicación del edicto, los misioneros de los distintos puntos del Japón fueron conducidos como ganado a Nagasaki. El padre Diego, que aguardaba mi regreso en Edo, debía de estar entre ellos. Casi podía ver a mi colega, a ese buen hombre cuyos ojos estaban siempre tan enrojecidos como si hubiera llorado, abandonando temerosamente Edo.

Los misioneros y los monjes japoneses fueron congregados en Fukuda, cerca de Nagasaki, y obligados a vivir durante casi ocho meses en unas pocilgas. Imperaba en Nagasaki un caos sin precedentes; unos se convertían en apóstatas mientras otros trataban de esconderse. Según la carta, nuestros hermanos, junto con los dominicos y los agustinos, se reunieron a orar durante dos días y el domingo de Pascua desfilaron por las calles proclamando: «¡Martirio!».

El informe dice luego que el 7 de noviembre, un día de lluvia, ochenta y ocho de los misioneros y monjes confinados fueron amontonados en cinco juncos y enviados a Macao. El día 8, treinta sacerdotes, monjes y fieles partieron a Manila en una pequeña y decrépita barca. Todos estaban condenados a exilio perpetuo y entre ellos se contaban algunos poderosos guerreros cristianos como el señor Ukon Takayama y el señor Juan Naito.
daimyos
[11]

Mientras leía la misiva, pensé en aquel anciano sentado en una silla de terciopelo. Es posible que aquel monarca regordete con cara de chino nos haya vencido en el terreno político, así como Nerón derrotó a los apóstoles; pero nosotros triunfaremos en el mundo del espíritu. Ese hombre probablemente ignora todavía que, a pesar de su política de expulsiones, cuarenta y dos misioneros se han ocultado en las islas con la ayuda secreta de los fieles japoneses.

Las circunstancias son las mismas que en la época de la Pasión de Nuestro Señor. En el ruedo político dominado por el sumo sacerdote Caifás, el Señor fue vergonzosamente maltratado, hecho a un lado, y finalmente clavado a una cruz en el Gólgota. Pero el Señor, derrotado, conquistó la victoria en el alma de la humanidad. Tampoco yo me reconoceré derrotado.

Oh, Señor, dime por favor lo que deseas de mí.

Oh, Señor, hágase Tu voluntad.

Oh, Señor, si esta semilla que ha empezado a germinar en mi corazón es verdaderamente Tu voluntad, por favor, házmelo saber.

Acapulco. El galeón que nos llevará a Manila está anclado en el puerto gris. Los promontorios que rodean el puerto y los islotes que hay dentro de él están cubiertos de olivos. Hace calor aquí en comparación con Ciudad de México.

Los japoneses se encuentran en los barracones de la fortaleza. Duermen casi todo el día. Apenas salen, como si la tensión y la fatiga de su largo viaje hubiesen caído de pronto sobre ellos. En los barracones sólo el agudo grito de las gaviotas rompe de vez en cuando el silencio.

El galeón debe hacerse a la vela dentro de un mes. Atravesaremos el Pacífico, sus olas furiosas y sus temporales y, si Dios quiere, llegaremos a Manila a principios de la primavera. Yo me quedaré allí, mientras los japoneses regresarán a su hogar en ese mismo barco. Una vez que hayan partido, seguiré las órdenes de mi tío y de mis superiores y me estableceré en un monasterio blanco con un bien cuidado jardín...

O bien...

Oh, Señor, dime por favor lo que deseas de mí. Oh, Señor, hágase Tu voluntad.

Oh, Señor, si esta semilla que ha empezado a germinar en mi corazón es verdaderamente Tu voluntad...

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