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Authors: Endo Shusaku

El samurái (34 page)

BOOK: El samurái
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Hace largo tiempo que no escribo nada en este diario. Era demasiado penoso para mí describir el colapso de nuestras esperanzas y la partida de Europa, cuando vimos desaparecer el continente a lo lejos desde el océano y bajo la lluvia.

Sólo una persona —el sacerdote secretario del cardenal Borghese— nos acompañó hasta el muelle en el puerto de Civitavecchia. En prueba de la buena voluntad del cardenal, el secretario entregó a los emisarios certificados que les conferían la ciudadanía de Roma. Esos certificados no tienen ningún valor, puesto que no existe la menor posibilidad de que los emisarios vuelvan a visitar Italia. Nosotros habíamos entregado una carta inútil al Papa, y él, acambio, nos obsequiaba con esos inútiles papeles.

Muy pronto el gobierno español unió el insulto a la ofensa: ordenó que no pasáramos por Madrid sino que continuáramos viaje hasta Sevilla. En Sevilla no había nadie para recibirnos aparte de mi familia, y los japoneses, despojados de todos sus privilegios, eran poco más que unos nómadas. A cambio de los tres mil trescientos ducados que nos habían entregado mi orden y mi familia, me vi obligado a aceptar un cargo en un monasterio de Manila o de Nueva España. En una palabra, había sido derrotado en todos los frentes.

Ya no comprendía qué deseaba Dios. Durante muchos años había creído que Su deseo era que predicara en el Japón, y que para eso me había dado vida. Esa convicción me había dado fuerzas para soportar todas las pruebas. Pero mi confianza se había desvanecido y —lo que era peor— a veces sentía que Dios estaba jugando conmigo. Siempre había pensado que la historia del hombre estaba envuelta en la historia trazada por Dios. Pero la historia de Dios estaba a un mundo de distancia de mis propios pensamientos y ambiciones.

Un mes desde Civitavecchia hasta Sevilla. Luego tres meses y dos temporales en el océano Atlántico. Pasé todos los días del viaje postrado en mi humillación. Pero los japoneses, que al principio sólo miraban el mar con ojos inexpresivos y secretos, están mejor equipados que los europeos para aceptar el infortunio, y muy pronto se resignaron a su situación. A veces, cuando se reúnen en cubierta, oigo que ríen. Quizá se alegran de verse libres de su fatigosa empresa; quizá la perspectiva de retornar a su tierra natal explica esas ocasionales expresiones de alegría.

Nishi Kyusuke habla con los tripulantes y los bombardea con toda clase de preguntas, parte en español y parte en el idioma de los gestos, como hacía durante el viaje a través del Pacífico. El joven tiene extraordinaria curiosidad acerca de nuestra civilización y de nuestra tecnología, y en su cuaderno de notas registra cuidadosamente todo lo que aprende de los marinos.

Tanaka Tarozaemon ya no reprende a Nishi por esa curiosidad. Ha abandonado su habitual obstinación y, a veces, cuando los servidores cantan en cubierta, acompaña la música con sus palmas. Lo veo hacer esto y me parece inconcebible que sea capaz de hacer lo que teme Hasekura. Yo pienso que la idea de que ha hecho todo lo posible ha llevado a su corazón una serena resignación.

Sin embargo, casi ninguno de los japoneses asiste a la misa que digo todos los días a bordo. Aunque reconozco que no recibieron el bautismo por su deseo sino sólo para poder cumplir su misión, cuando veo que sólo un japonés reza mientras yo pronuncio las palabras de la misa en el comedor que me sirve de capilla, siento una humillación indescriptible.

Es todo por Tu causa. Si Tú no hubieras querido este resultado, nuestro viaje de regreso habría estado lleno de alegría, y en el barco habrían vibrado las voces de los japoneses cantando himnos en alabanza Tuya. Pero no deseabas eso. Preferías abandonar al Japón,

Sólo un japonés acude furtivamente a la misa. Aparece en mitad del servicio como si deseara que sus camaradas no lo advirtieran y desaparece apenas recibe la comunión. Su lamentable figura me recuerda a aquel pobre cristiano con quien me encontré en Ogatsu, detrás de las pilas de maderos.

Ese japonés no es uno de los emisarios. Tanaka, Hasekura y Nishi no han asistido a misa una sola vez desde el día de la audiencia con el Papa. No me han dicho una sola palabra iracunda, pero con su ausencia demuestran claramente sus sentimientos. El hombre que viene a misa es Yozo, el servidor de Hasekura. Cuando miro sus ojos, recuerdo los ojos de un perro. Unos ojos nerviosos y desamparados. Pero no traicionará al amo a quien ha jurado lealtad. Ha estado constantemente al lado de Hasekura durante todo este largo viaje. Quizá no traicionará tampoco a Nuestro Señor...

Nuevamente he dejado pasar cierto tiempo antes de coger la pluma. Después de encontrar dos tormentas en el Atlántico, finalmente hemos atracado en Veracruz. Cuando pasamos antes por aquí, los vientos barrían ruidosamente la ciudad, pero ahora las calles están casi vacías y el sitio parece tan desolado como nuestros corazones.

Nada ha cambiado. El monasterio donde estuvimos sigue igual, y la misma campana tañe cada dos horas en la pequeña plaza vecina. Cuando fuimos a saludar al comandante de la fortaleza de San Juan de Ulúa, vimos las mismas arrugas marcadas en su frente por su gorra militar. Había colgado orgullosamente en la pared de su despacho la espada japonesa que le habían regalado los emisarios.

Nos invitó a cenar. También asistieron los oficiales y sus esposas, que nos recibieron cálidamente. Esta vez los japoneses parecían menos inquietos mientras bebían vino y probaban la comida insípida. Cuando el banquete llegó a su término después de una larga serie de preguntas triviales, Tanaka habló en nombre de todos los japoneses y dio solemnemente las gracias. Aunque no habían logrado cumplir su finalidad, habían tenido el placer de conocer muchas naciones y ciudades y no lo lamentaban, dijo Tanaka a los militares.

Cuando el coche llegó a la plaza cercana al monasterio, tres hombres con grandes sombreros y ropas blancas tocaban música en una taberna. Como si hablara consigo mismo, Tanaka dijo que la melodía le recordaba una canción que había oído en su hogar.

Los emisarios se retiraron a sus habitaciones en el monasterio a oscuras. Encendí una vela y me senté ante una mesa para escribir dos cartas. Una era para mi tío en Sevilla, la otra para el prior del monasterio de Ciudad de México. Pedía al prior que dispusiera el envío de un barco a las Filipinas para llevar de regreso a los japoneses y le anunciaba que yo los acompañaría hasta Manila, donde de acuerdo con las órdenes recibidas pasaría el resto de mi vida en el monasterio local.

Cuando terminé de escribir las cartas, me sentí curiosamente sosegado. La seguridad de que las llamas de la pasión que había sido el fundamento de mi existencia estaban apagadas me daba una serenidad que no había sentido desde la partida de Roma. Dejé la pluma y, mientras contemplaba la llamita temblorosa de la vela, comprendí que mi larga vinculación con el Japón acababa de concluir.

Ahora que lo pienso, la primera vez que oí hablar de un país llamado Japón fue en 1595, cuando estaba en el monasterio de San Diego, en Sevilla. Mis superiores me alentaban a que fuera misionero en Nueva España, pero por algún motivo la idea no terminaba de agradarme. Supongo que se debía a la personalidad que he heredado de mi familia. Yo sentía que mi temperamento no estaba hecho para cumplir una labor misionera entre indios dóciles y tranquilos en un país ahora pacífico, como Nueva España.

El anhelo de ir a un país de peligros y persecuciones y luchar como un soldado del Señor latía sin cesar en mi mente. Mis superiores solían advertirme que esa característica mía iba contra las virtudes de la mansedumbre y la sumisión.

Tres años más tarde, en 1598, el nombre y la esencia del Japón adquirieron todavía más sentido para mí. El año anterior se había recibido un informe de la Compañía de Jesús en el Japón; en él se decía que el Taiko, el gobernante supremo, había empezado a perseguir a los cristianos. Veintiséis misioneros y cristianos japoneses habían sido enviados de la capital a Nagasaki, en la isla de Kyushu, y quemados en la hoguera. Este acontecimiento produjo conmoción incluso en Sevilla, y yo decidí claramente que ése era el país donde yo deseaba ser enterrado cuando muriera. Las palabras del Señor cuando ordenaba a los apóstoles, «id a todo el mundo a predicar el evangelio», resonaban en mis oídos.

En 1600, el Papa Clemente VIII promulgó la bula apostólica Onerosa Pastoralis. Me pareció una manifestación de la ilimitada piedad del Señor. Mediante esa bula papal la evangelización del Japón, reservada anteriormente a los jesuitas, se abría a todas las órdenes monásticas. Nuestra orden llamó a las Filipinas a quienes desearan trabajar en el Japón y creó cursos para la enseñanza del japonés.

Pero mi familia no apoyó mi deseo de servir en el Japón. Las mujeres, en especial mí madre y mi tía, insistieron en que fuera a un monasterio seguro en Nueva España, y hasta trataron de influir sobre mi decisión buscando que me designaran para un cargo allí.

Ese mismo año me uní a un grupo de misioneros, reunido por Juan de San Francisco, que partía hacia las Filipinas, y el día doce de junio embarqué en Sevilla. Ese viaje fue mucho peor que el actual: largas tormentas, escasez de agua y de alimentos, enfermedades. Llegué a Manila casi inválido. Sin embargo, mis penurias en ese viaje no podían compararse con los sufrimientos del Señor en la cruz.

La primera ciudad asiática en que puse los ojos, Manila, era sucia, vulgar e insoportablemente ruidosa. Chinos, españoles, negros y filipinos nativos pululaban, gritaban y chocaban entre ellos bajo un calor tan abrasador como el del horno de una fragua. Nuestros hermanos desesperaban de obtener algún resultado con los muchos chinos que allí vivían. Como en esa época cualquier chino que hubiese recibido el bautismo quedaba eximido del pago de impuestos por un período de diez años, el número de miembros de la iglesia era grande, pero era obvio que su conversión no había sido sincera. A pesar del bautismo, no vivían cristianamente sino que conservaban las extrañas supersticiones y rituales practicados por su pueblo.

El número de japoneses era en Manila muy inferior al de chinos —menos de la décima parte— y casi todos se dedicaban al comercio. De ellos, unos doscientos eran cristianos.

Con estos conversos japoneses aprendí la lengua y algo acerca del pueblo del Japón. Según mis observaciones, la mente japonesa funcionaba considerablemente más rápido que la de cualquier otra raza, y además poseían en abundancia curiosidad y deseo de conocimiento, e incluso un sentido del orgullo y el decoro más desarrollado que el de los españoles. Me asombró que un pueblo semejante hubiese vivido tanto tiempo sin conocer la gracia de Dios.

Durante los dos años y medio que pasé en Manila, la imagen del Japón que un día esperaba visitar tomó forma en mi mente como las nubes un día de verano. Así como Colón había cruzado el gran océano en busca de un país dorado, en mis sueños el Japón se convertía en un país dorado, en una isla que debía conquistarse para Dios, en un campo donde era preciso librar una batalla. Acababa de morir el gobernante del Japón y el Shogun Tokugawa había tomado el poder. Oímos que ese rey había iniciado una política de persecución a los cristianos y que los misioneros jesuitas habían sido desterrados a Kyushu, donde trataban de continuar su prédica con grandes limitaciones. En lugar de desalentarme, estos informes que llegaban uno tras otro a Manila excitaron aún más mi espíritu de lucha.

Mi oportunidad llegó en junio de 1603. El virrey de las Filipinas decidió enviar una embajada en respuesta a un gesto de amistad del rey del Japón y me incluyeron en el grupo, no como misionero sino como intérprete. Nuestro barco remontó la marea hacia el norte y un mes más tarde, al borde del horizonte, vi finalmente el país que tanto me atraía. Las aves danzaban sobre las olas. Docenas de barcas de pesca cumplían su tarea bajo el cálido sol del verano. Pronto las colinas de suaves ondulaciones y el contorno de las islas se tornaron visibles más allá del mar. Era el Japón. Un Japón muy diferente del país de opresión y persecuciones que yo había imaginado.

Pero cuando la nave entró en la bahía, aparecieron varias barcas. Un jefe de aire arrogante subió a bordo acompañado por varios subordinados que traían armas de fuego. Nos obligaron a descender a tierra como si fuéramos prisioneros y, después de hacernos esperar largo rato en la playa caliente, aceptaron que éramos emisarios del virrey de las Filipinas. Habíamos desembarcado en una bahía llamada Ajiro, cerca de Edo, que era la ciudad donde residía el rey.

Flota ahora ante mis ojos, mientras miro la llama de la vela, un Japón que parecía a primera vista el epítome de la tranquilidad. Sentí que era una tierra digna de la bendición del señor: «Benditos sean los mansos».

Pero el verdadero Japón no resultó tan manso. La escena se desplaza ahora a una cámara del castillo de Edo adonde me llevaron y donde encontré a un anciano sentado en una silla tapizada de terciopelo. Edo es una ciudad tan bien organizada como cualquiera de las de Occidente.

Largas cercas negras caracterizaban las residencias de los daimyos y los guerreros, y oscuros canales rodeaban el majestuoso castillo de muchos pisos que nos contemplaba amenazadoramente. En su interior, el castillo era muy diferente de los palacios opulentos de Madrid: consistía en una sucesión de traicioneros pasillos tenebrosos y de puertas correderas recubiertas con pan de oro empañado por el tiempo. Después de atravesar un laberinto de pasillos, vimos a un anciano de estatura mediana, de unos sesenta años de edad, sentado en una silla de terciopelo. El anciano conversaba con el señor más poderoso del Japón, aunque éste estaba postrado en el suelo como un esclavo y se retiró de la habitación inclinándose tanto que parecía besar el suelo. El anciano nos miró y casi no pronunció palabra. Quien hacía las preguntas era un secretario sentado a unos cincuenta pasos del rey. Por él supimos que el rey no sólo deseaba comerciar con las Filipinas sino también con Nueva España, y esperaba que se enviaran misioneros españoles al Japón. La delegación se comprometió a estudiar estos asuntos en Manila.

Después de consultar a varios sacerdotes y monjes de la orden franciscana que ya estaban en el Japón, permanecí en Edo cuando los emisarios partieron. Mi pretexto era que necesitaba ocuparme de algunos cabos sueltos dejados por la delegación y que serviría como intérprete de cualquier emisario extranjero que visitara el Japón en el futuro. Como los japoneses sabían que yo era un sacerdote cristiano, el secretario me recordó severamente la carta que había enviado el rey a Manila en 1602. En ella se daba permiso a los extranjeros para residir en el Japón, pero se les prohibía difundir su religión.

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