El Santuario y otras historias de fantasmas (7 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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Su jardín no era sino una parcela delimitada por paredes de ladrillo viejo, cuyo espacio disponible había sabido aprovechar con cierta originalidad. Nunca había sido aquella cuadrícula de hierba, que apenas merecía el calificativo de césped, excesivamente espaciosa. Ahora, el estudio al aire libre, siete por nueve metros, había ocupado la mayor parte del mismo. A un lado tenía una pared de madera sólida, y dos vallas mirando hacia el sur y el este, que varias plantas trepadoras estaban empezando a revestir, cubiertas en la parte interior por colgantes sirios y orientales. Aquí, durante los veranos, pasaba la mayor parte de los días, pintando u holgazaneando, y viviendo una existencia al aire libre. El suelo, que en una ocasión había sido de hierba, la cual se había marchitado al quedar cubierta por un techo, estaba tapado por alfombras persas; también había un escritorio y una mesa de comedor, una estantería repleta de amigos cercanos y media docena de sillas de mimbre. Una esquina había sido cedida a los asuntos del jardín, y allí reposaban una cortadora de césped, una manguera para regar, tijeras de podar y una pala. Y es que, como muchas personas nerviosas, Dick descubrió que en la jardinería, ese incesante proceso de planear y diseñar a la medida de las plantas, haciéndolas espléndidas en color, altura y crecimiento, había un maravillosos remanso de paz, un refugio para el cerebro que había sido sacudido por el mar de las emociones. Las plantas, además, se mostraban totalmente receptivas a la amabilidad; el tiempo dedicado a ellas nunca era tiempo perdido, y regresar ahora, tras un mes de ausencia en Londres, era asegurarse una sorpresa y un placer en cada centímetro de jardín. Allí estaba la clemátide púrpura para recompensarle con regia generosidad los cuidados dedicados. Cada flor demostraría su gratitud de una forma práctica sirviendo de modelo para el fondo de su cuadro.

La tarde fue muy cálida; no cálida con ese bochorno que presagia tormenta, sino con el calor limpio y despejado del verano, y Dick cenó a solas en su refugio, sirviéndose de las llamaradas del crepúsculo a modo de lámpara. Éstas se desvanecieron lentamente en un cielo de azul aterciopelado, pero él se demoró con el café, mirando hacia el norte a través del jardín, hacia la hilera de árboles que le impedían ver la casa que había detrás. Eran acacias, la más femenina y grácil de todas las cosas que crecen, exhibiendo su follaje veraniego pero conservando aún algunas hojas frescas. Bajo ellas corría un pequeño bancal de césped y, más cercanos, los lechos del amado jardín; las matas de guisantes proporcionaban una inimitable fragancia, y los lechos de rosas aparecían repletos de los matices rojizos que mostraban las
Baroness Rothschild
y
La France y
de los cobrizos propios de las
Beauté inconstante
y las
Richardson.
Más cerca aún, se encontraba la valla verde, espumeante de púrpura.

Seguía allí sentado, apenas mirando con atención, pero inconscientemente empapándose de aquel gran festival de color, cuando su ojo se vio arrastrado por una forma oscura y sigilosa que surgió de entre las rosas dirigiéndole súbitamente dos orbes luminosos y brillantes. Dick se levantó bruscamente sin causar la más mínima perturbación en el animal, el cual avanzó hacia él ronroneando, arqueando el lomo y estirando el rabo, como si esperara una caricia. A medida que se acercaba, Dick notó que le asaltaba aquella debilidad temblorosa que a menudo le afectaba al encontrarse en presencia de algún felino, por lo que empezó a palmear con las manos y a pisar con fuerza el suelo. El gato se volvió rápidamente, se abalanzó por encima de la pared del jardín convertido en una sombra oscura y desapareció. Su presencia le había arruinado el dulce hechizo del anochecer, de modo que entró en la casa.

La siguiente mañana fue auténticamente veraniega: soplaba un débil viento del norte y un sol digno de iluminar las islas griegas inundaba el cielo. Un sueño largo (según sus parámetros) y reparador había eliminado de la mente de Dick el desagradable incidente con el gato, de modo que procedió a colocar el lienzo frente a la valla y la clemátide púrpura con una poderosa sensación de éxtasis inminente. También el jardín, que hasta el momento sólo había contemplado a la mágica luz de la puesta del sol, resultaba gloriosamente gratificante y brillaba con colorido. Y aunque la vida (era la primera vez en meses que pensaba en esto) no le había sido demasiado propicia, encarnándose su desgracia en la forma de Lady Madingley, se dijo a sí mismo que un hombre debería ser de muy pobre carácter si, manteniendo una pasión por las plantas y por el arte, fuera incapaz de imaginarse una vida repleta de alegría. De modo que, una vez hubo terminado su desayuno y con su modelo preparada y resplandeciente de belleza, abocetó con rapidez las flores y el follaje y empezó a pintar.

Púrpura y verde, verde y púrpura: ¿hubo alguna vez un festín semejante para la vista? Como si de un
gourmet
se tratase, y con la misma avaricia, se hallaba completamente absorto en él. Además, tenía razón: tan pronto como puso el primer brochazo de color supo que tenía razón. Eran aquellos divinos y violentos colores los que conseguirían que la figura surgiera del cuadro; era aquella pálida franja de cielo la que atraería la mirada sobre ella, era aquella tira de césped verde y gris bajo sus pies la que impediría, o eso parecería, que se saliese del lienzo. Y con rápidos y ansiosos movimientos del pincel, sin prisa pero sin pausa, se sumergió en su trabajo.

Al rato se detuvo poseído por el sentimiento de hallarse sin aliento, sintiéndose como si de repente hubiera sido llamado a regresar desde una larguísima y lejana distancia. Debía de llevar trabajando unas tres horas, ya que su criado estaba sirviendo la mesa para el almuerzo, pero le parecía que la mañana había transcurrido en un instante. El progreso que había conseguido era extraordinario, lo que le llevó a contemplar su cuadro durante largo tiempo. Después, sus ojos resbalaron de la brillantez del lienzo a la brillantez del jardín. Allí, justo en frente de un lecho de guisantes, apenas a dos metros de él, había una enorme gata gris, observándole.

La presencia de un felino era algo que habitualmente producía en Dick una sensación de mortal debilidad. Sin embargo, en aquel momento, mientras miraba a la gata y la gata le miraba a él, no fue consciente de ella, y atribuyó su ausencia al hecho de que se encontraba al aire libre y no en la cargada atmósfera de una habitación cerrada. Sin embargo, la noche anterior, la gata le había hecho sentirse débil. Pero él apenas pensó en eso, ya que lo que ocupaba su mente era que acababa de ver en la amistosa y curiosa mirada del animal la misma expresión que tanto le había desconcertado al retratar a Lady Madingley. De modo que, lentamente, y sin realizar movimientos bruscos que pudieran asustar a la gata, alcanzó con la mano la paleta que acababa de dejar y, en una esquina del lienzo que aún no estaba pintada, abocetó en media docena de trazos rápidos e intuitivos lo que quería. Incluso a la luz diurna bajo la que estaba el animal, sus ojos parecían iluminarse desde el interior al igual que lo hacían desde el exterior: era exactamente así como lo hacían los de Lady Madingley. Tendría que poner el color muy diluido sobre el blanco…

Durante más o menos cinco minutos pintó con brochazos impacientes, colocando el color muy difuso sobre un fondo blanco, y después miró durante un buen rato el boceto del ojo para ver si había conseguido lo que quería. Entonces volvió a mirar a la gata, que tan encantadoramente había posado para él. Pero allí no había ninguna gata. Aquello, en todo caso, y dado que los detestaba y que aquella en particular ya había servido a su propósito, no era motivo de lamentaciones, de modo que sencillamente se asombró por lo súbito de su desaparición. Pero el legado que había dejado sobre el lienzo no podía desvanecerse, pues era suyo: su posesión, su logro. Realmente aquel iba a ser un retrato que superaría claramente todo lo que había realizado anteriormente. Una mujer, real, viva, mostrando su alma a través de los ojos, permanecería allí, rodeada para siempre de un estallido estival.

Disfrutó de una extraordinaria claridad de visión a lo largo de todo el día, y también de una botella de whisky que estaba vacía hacia la puesta de sol. Pero aquel atardecer fue consciente por primera vez de dos sentimientos, uno físico, otro mental, completamente ajenos a él: el primero era la impresión de que había bebido todo lo que era posible antes de empezar a perjudicarse; el segundo era una especie de eco en su mente de aquellas torturas que había padecido durante el otoño, cuando había sido abandonado, como un guante viejo, por la joven a la que había entregado su alma.

El atardecer, además, contradijo la brillantez del día y, a eso de las seis, espesas nubes habían empezado a oscurecer el cielo, a la vez que el cristalino calor veraniego había dado paso a un calor no menos intenso pero repleto de amenazas de tormenta. Un par de gruesas y cálidas gotas de lluvia también contribuyeron a advertirle, por lo que Dick puso el caballete a cubierto y dio órdenes de que cenaría en el interior de la casa. Como solía ser habitual cuando estaba trabajando en algo, rehuía la influencia distractora de cualquier tipo de compañía, de modo que cenó a solas. Una vez cenado, se retiró al salón dispuesto a disfrutar de una noche solitaria. El criado le trajo una bandeja y se retiró, de modo que nadie le volvería a molestar hasta que se fuera a acostar. En el exterior la tormenta se acercaba cada vez más, la reverberación del trueno, aunque aún no era cercana, mantenía un crecimiento continuo: en cualquier momento podía aparecer y estallar en un torbellino de ruido y fuego.

Dick leyó un libro durante un rato, pero sus pensamientos divagaban. El patetismo de sus problemas durante el otoño, los cuales pensaba haber superado para siempre, reaparecieron de manera súbita y extraña, acentuados. También notaba la cabeza embotada, quizá por la tormenta, pero más probablemente debido a lo que había bebido. De modo que, pretendiendo irse a la cama para dormir su inquietud, cerró el libro y se dirigió a la ventana con la intención de cerrarla también. Pero a mitad de camino se detuvo: sobre el sofá situado bajo ésta se sentaba una enorme gata gris de ojos amarillos y llameantes. Entre sus fauces se debatía un joven zorzal, todavía vivo.

Entonces el horror se despertó en su interior: se sintió invadido por aquel sentimiento de desmayo y mareo, y odió, a la vez que se sintió aterrorizado por él, a aquel espantoso felino que se regocijaba en la tortura de su presa: un regocijo tal que prefería posponer el momento de su alimentación antes que reducir el presente. Pero, por encima de todo, la semejanza entre los ojos de aquella gata y los del retrato se le reveló de repente como algo infernal. Durante un momento todo esto le inmovilizó, como si sufriera de parálisis. Al siguiente no pudo seguir soportando los escalofríos y le arrojó a la gata el vaso que llevaba entre las manos, fallando. Durante un segundo el animal se detuvo contemplándole con una intensa y atroz hostilidad; después salió de un salto por la ventana abierta. Dick la cerró con un golpe tan violento que se asustó a sí mismo, y después registró el sofá y el suelo en busca del pájaro, pensando que el gato lo habría soltado. En una o dos ocasiones incluso le pareció oírlo aleteando débilmente, pero debió de tratarse de una ilusión, ya que no pudo encontrarlo.

Todo aquello le había puesto francamente nervioso, de modo que antes de irse a la cama intentó calmarse con un último trago. Afuera habían cesado los truenos, pero la lluvia había comenzado a golpear sibilante sobre la hierba. Entonces otro sonido vino a entremezclarse con el anterior, el del maullido de un gato; no esos chillidos y lloros, arrastrados y mantenidos, que les son habituales a los felinos, sino la llamada lastimera del animal que quiere ser admitido en su propia casa. La persiana estaba echada, pero tras un rato no pudo resistirse más y echó un vistazo. Allí, sobre el alféizar de la ventana, se sentaba la enorme gata gris. Aunque estaba lloviendo a cántaros, su piel parecía mantenerse seca, ya que permanecía esponjosa y sin apelmazarse al cuerpo. Cuando le vio le bufó, arañando con ira el cristal antes de desaparecer.

Lady Madingiey… Cielos… ¡Cómo la había amado! Y, pese a lo infernalmente mal que le había tratado, ¡cómo volvía a desearla apasionadamente! Entonces, ¿iban a comenzar de nuevo sus problemas? ¿Había vuelto aquella pesadilla a amanecer? Era culpa de la gata: eran los ojos de la gata quienes lo habían provocado. Sin embargo, en aquel momento, su deseo se veía adormecido por la pesadez de su cerebro, que resultaba tan inexplicable como el resurgir de su deseo. Durante meses había estado bebiendo mucho más de lo que había bebido a lo largo de aquel día, y la tarde le había recibido con la cabeza completamente despejada, aguda, en pleno control de sus facultades, gozando de la libertad que había conseguido y de la tranquilidad de su visión creativa. Aquella noche, sin embargo, tropezaba y se tambaleaba alrededor de la habitación.

La luz neutra del amanecer le despertó, y Dick se levantó de inmediato, sintiéndose aún bastante soñoliento, pero como si respondiera a una silenciosa e imperativa llamada. La tormenta ya había pasado, y una joya de estrella de la mañana colgaba de un cielo despejado. Su habitación le parecía extrañamente ajena, incluso sus sensaciones le parecían ajenas. Había una imprecisión sobre las cosas, una barrera entre él y el mundo. Tan sólo un deseo le dominaba: terminar el retrato. Todo lo demás, o así lo sentía, podía quedar al azar o a cualesquiera que fuesen las leyes que regulaban el mundo: aquellas leyes que permitían que un determinado zorzal fuese atrapado por una determinada gata y que escogían una cabeza de turco entre mil, permitiendo que el resto quedaran libres.

Dos horas más tarde, su criado fue a llamarle y descubrió que ya no estaba en la habitación. Dado lo avanzado de la mañana, fue a llevarle el desayuno a su estudio. El retrato estaba allí, había vuelto a ser colocado en posición frente a las clemátides, pero aparecía cubierto de extraños arañazos, como si las garras de un animal furioso, o quizá las uñas de un hombre, se hubieran ensañado con él. Dick Alingham también estaba allí, completamente inmóvil frente al lienzo desfigurado. También había sido atacado por garras o uñas, su garganta estaba horriblemente destrozada. Sus manos, por otra parte, aparecían cubiertas de pintura. Las uñas de sus dedos también estaban empapadas con ella.

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