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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (36 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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Y a la mañana siguiente un informe para Osnard entregado en mano.

La vida social de la propia Louisa lo fascina casi tanto como la de Delgado. Los apáticos encuentros con otros residentes de la Zona, ahora exiliados en su propia tierra, su pertenencia a cierto Foro Radical que hasta el momento le ha parecido a Pendel tan radical como una cerveza tibia, su asistencia, por lealtad a su madre, a las reuniones a una congregación de cristianos cooperativos, todo ello reclama ahora la atención de Pendel y su cuaderno, donde queda consignado en un impenetrable código de su invención, una mezcla de abreviaturas, iniciales e intencionada mala letra que sólo un ojo adiestrado en criptografía podría interpretar. Pues aunque Louisa lo ignore, su vida se halla ahora inseparablemente entrelazada con la de Mickie. En la mente de Pendel, los destinos de la esposa y el amigo se unen a medida que la Oposición Silenciosa extiende sus clandestinas fronteras para englobar a estudiantes disidentes, la conciencia cristiana, y los panameños de buena fe que viven al otro lado del puente. Se funda en el máximo secreto una logia de antiguos residentes de la Zona, que se reúnen en Balboa al anochecer en grupos de dos o tres.

Pendel nunca se ha sentido tan cerca de ella cuando están separados, ni tan distante cuando están juntos. A veces descubre con asombro que se siente superior a ella, pero enseguida comprende que es lo más natural habida cuenta de que conoce más aspectos de su vida que ella misma, siendo de hecho el único observador de su otra personalidad mágica como intrépida agente secreta infiltrada en el cuartel general del enemigo con la misión de desentrañar la monstruosa conspiración cuya clave posee la Oposición Silenciosa con su red de abnegados agentes.

En ocasiones, es cierto, la máscara de Pendel cae y la vanidad mística se adueña de él. Entonces se convence de que está haciéndole un favor al tocar todos sus actos con la varita mágica de su secreta creatividad. De que está salvándola. Echándose al hombro su carga. Protegiéndola física y moralmente del engaño y sus peligrosas consecuencias. Impidiendo su encarcelamiento. Ahorrándole las cotidianas arduidades de la dispersión del pensamiento. Dejando a su mente y sus actos la libertad de conectarse en una vida conjunta y saludable, en lugar de desarrollarse penosamente en cámaras estancas como ocurre a la mente y los actos de Pendel, que se comunican entre sí rara vez y sólo en susurros. Pero cuando la máscara vuelve a su sitio, ahí está ella, su intrépida agente, su compañera de armas, desesperadamente comprometida con la salvaguardia de la civilización tal como la conocemos, recurriendo si es necesario a métodos ilícitos, por no decir deshonestos.

Invadido por una abrumadora sensación de estar en deuda con Louisa, Pendel la convence de que pida a Delgado un día libre entre semana y se marchan de excursión una mañana temprano: nosotros solos, Lou, mano a mano, como antes de nacer los niños. Se pone de acuerdo con los Oakley para que acompañen a Mark y Hannah al colegio, y lleva a Louisa a Gamboa, a lo alto de una colina llamada Plantation Loop, muy querida por ambos desde su época en Calidonia. Forma parte de una serranía que se alza entre los océanos Atlántico y Pacífico, y se llega hasta allí por una sinuosa carretera abierta por el ejército norteamericano entre el denso bosque. Pendel es consciente del simbolismo de su elección: todo el istmo ante nuestros ojos, el pequeño Panamá bajo nuestra sagrada tutela. Es un lugar sobrenatural y cambiante, barrido por vientos contrarios y más cerca del Paraíso Terrenal que del siglo xxi, pese a la mugrienta antena esférica de veinte metros de altura y color crema a la cual debe su existencia la carretera; plantada allí para escuchar a los chinos, los rusos, los japoneses, los nicaragüenses o los colombianos, pero ahora oficialmente sorda, a menos, claro está, que movida por un último rescoldo de su instinto para la intriga recupere su capacidad auditiva en presencia de dos espías ingleses que han acudido allí huyendo de la tensión de su diario sacrificio.

Sobre ellos, los buitres y las águilas surcan en bandadas un cielo quieto e incoloro. A través de una brecha entre los árboles ven un valle de verdes laderas que desciende hasta la bahía de Panamá. Son sólo las ocho de la mañana, pero sudan ya copiosamente cuando regresan al todoterreno para tomar té helado y unas tortas de frutos secos que Pendel preparó anoche, los preferidos de Louisa.

—Es la mejor vida, Lou —asegura Pendel con tono solemne mientras descansan cogidos de la mano en los asientos delanteros del todoterreno, con el motor en marcha y la refrigeración al máximo.

—¿Cuál?

—Ésta. La nuestra. Todo lo que hemos hecho ha merecido la pena. Los niños. Nosotros. ¿Qué más se puede pedir?

—Si tú estás contento, Harry…

Pendel decide que ha llegado el momento de abordar su gran plan.

—El otro día oí un comentario curioso en la sastrería —dice con un tono de divertida reminiscencia—. Acerca del Canal. Según me contaron, aquel viejo proyecto de los japoneses está de nuevo sobre el tapete. ¿No habrás oído tú algo al respecto en la Comisión?

—¿Qué proyecto japonés?

—Abrir un nuevo canal. A nivel del mar. Aprovechando el estuario del Caimito. Se barajan cifras de alrededor de cien mil millones de dólares, no sé si estaré en lo cierto.

A Louisa no le satisface el nuevo rumbo de la conversación.

—Harry, no entiendo por qué me traes a lo alto de un monte para hablarme de ciertos rumores sobre un nuevo canal japonés. Ese es un proyecto inmoral, catastrófico para la ecología, y además es antiamericano y vulnera los tratados. Así que espero que vayas a quien te ha dicho semejante sandez y le aconsejes que no propague rumores destinados a dificultar más aún la adaptación del Canal a las necesidades futuras.

Por un instante lo embarga una terrible sensación de fracaso y casi rompe a llorar. A eso sigue una súbita indignación. Intentaba llevarla conmigo y se negaba a venir. Prefería su rutina. ¿No se da cuenta de que el matrimonio es cosa de dos? O apoyas al otro o te derrumbas. Adopta un tono altivo.

—Esta vez, por lo que he oído, se lo llevan muy callado, así que no me sorprende que no sepas nada. Esta implicada la cúpula panameña, pero se mantienen
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y se reúnen en secreto. Esos japoneses no se atienen a razones, al menos en lo que se refiere al Canal. Participa el mismísimo Ernie Delgado, dicen, lo cual no me extraña tanto como debiera, supongo. Ernie nunca me ha inspirado tanta simpatía como a ti. Y el presi también está metido hasta el cuello. Eso explica sus horas muertas durante la gira por Extremo Oriente.

Un largo silencio. Más largo que de costumbre. En un primer momento Pendel piensa que Louisa está reflexionando sobre el alcance de su información.

—¿El
presi
? —repite.

—El presidente.

—¿De
Panamá
?

—No va a ser el de Estados Unidos, ¿no, cariño?

—¿Por qué lo llamas
presi
? Así es como lo llama el señor Osnard. Harry, no entiendo por qué imitas al señor Osnard.

—Está casi a punto —informó Pendel por teléfono esa misma noche, hablando en un susurro por si la línea estaba intervenida—. Es un asunto serio. Se pregunta si será capaz. Ocurren cosas allí que no desearía saber.

—¿Qué clase de cosas?

—No lo ha dicho, Andy. Tiene que pensarlo. Le preocupa Ernie.

—¿Teme que la descubra?

—Teme descubrirlo a
él
. Ernie extiende la mano como todos los demás, Andy. Esa imagen suya de hombre intachable es pura tachada. «Una parte de mí preferiría no enterarse», me ha dicho. Palabras textuales. Está reuniendo valor.

A la noche siguiente, conforme al consejo de Osnard, la llevó a cenar a La Casa del Marisco, en la mesa del rincón, junto a la ventana. Louisa, para sorpresa de Pendel, pidió langosta termidor.

—Harry, no soy de piedra. Tengo mis estados de ánimo. Varío. Soy un ser humano sensible. ¿Quieres que coma langostinos y halibut?

—Lou, yo sólo quiero que amplíes tus experiencias como mejor te plazca.

Ya está preparada, decidió Pendel, observándola mientras hundía el tenedor en la langosta. Ha entrado en el papel.

—Señor Osnard, me complace decirle que tengo ya ese segundo traje que aguardaba con impaciencia —anunció Pendel a la mañana siguiente, esta vez telefoneando desde el taller de corte—. Está ya plegado y envuelto en papel de seda dentro de su caja. Espero recibir su cheque en breve.

—Estupendo. ¿Cuándo podemos reunirnos todos? Me encantaría probármelo.

—No podemos, sintiéndolo mucho. O al menos no todos. Eso no forma parte de la oferta. Como ya le dije. Yo mido, corto, pruebo. Me ocupo de todo personalmente.

—¿Qué demonios significa eso?

—Significa que yo me encargo también de la entrega. No interviene nadie más, No en ese sentido. Queda entre usted y yo, sin participación directa de terceras partes. He intentado convencerlos, pero no ceden, O soy yo el mediador, o no hay trato. Es su política, nos guste o no.

Se reunieron en el Coco’s Bar de El Panamá. Pendel tenía que gritar para hacerse oír por encima de la música.

—Es su sentido ético, Andy, como te dije. Sobre ese punto se ha mostrado inflexible. Te tiene respeto y simpatía. Pero no está dispuesta a tratar contigo; ahí ha trazado la raya. Honrar y obedecer a su marido es una cosa; espiar a sus jefes para un diplomático inglés, siendo ella norteamericana, es otra muy distinta, por más que su jefe haya defraudado una confianza sagrada. Llámalo hipocresía, llámalo ideas de mujeres. «No vuelvas a nombrar al señor Osnard», ha dicho, y eso es definitivo. «No lo traigas a esta casa; no le permitas hablar con mis hijos, los corrompería, nunca le digas que he accedido a la monstruosidad que me pides, ni que me he unido a la Oposición Silenciosa». Te lo cuente tal como ha sido, Andy, por doloroso que resulte. Cuando Louisa toma una decisión, no hay quien la haga cambiar de idea.

Osnard cogió un puñado de anacardos, echó atrás la cabeza, bostezó y se los metió en la boca.

—Eso no va a gustar en Londres.

—Pues tendrán que aguantarse, ¿no, Andy?

Osnard reflexionó mientras masticaba.

—Sí —concedió—. Que se aguanten.

—Y no está dispuesta a pasar información por escrito —agregó Pendel, como si acabase de acordarse—. Mickie tampoco.

—Una chica sensata —dijo Osnard, todavía masticando—. Le pagaremos este mes ya completo. Y no te olvides de añadir sus gastos. Coche, gas, luz, todo. ¿Pedimos más de esto, o te apetece otra cosa?

Louisa había sido reclutada.

A la mañana siguiente Harry Pendel se despertó con una sensación de su propia diversidad más intensa que nunca antes en sus muchos años de esfuerzos y fabulaciones. Nunca había sido tantas personas a la vez. Algunas eran desconocidas; otras eran celadores y presos de confianza que había conocido en anteriores condenas. Pero ahora todos estaban de su lado, marchando con él en la misma dirección, compartiendo su misma visión global.

—Por lo que se ve, la semana que viene se presenta bastante ajetreada, Lou —dijo a su esposa a través de la cortina de la ducha, iniciando su nueva campaña—. Muchas visitas a domicilio, nuevos pedidos pendientes. —Louisa estaba lavándose el cabello. Últimamente se lo lavaba mucho, hasta dos veces al día. Y se cepillaba los dientes por lo menos cinco veces—. ¿Tienes squash esta noche, cariño? —preguntó con extrema naturalidad.

Louisa cerró el grifo.

—Decía que si esta noche vas a jugar al squash, cariño.

—¿Quieres que vaya?

—Es jueves. Noche de reunión en la sastrería. Creía que jugabas al squash todos los jueves, que tú y Jo-Ann habíais fijado ese día.

—¿
Quieres
que vaya a jugar al squash con Jo-Ann? —dijo Louisa.

—Sólo es una pregunta, Lou. No un deseo. Una pregunta. Te gusta mantenerte en forma, ya lo sabemos. Y se nota el resultado.

Contó hasta cinco. Dos veces.

—Si, Harry, esta noche tengo previsto ir a jugar al squash con Jo-Ann.

—Bien. Estupendo.

—Saldré de la oficina temprano, vendré a casa a cambiarme, e iré al club a jugar al squash con Jo-Ann. Hemos reservado una pista de siete a ocho.

—Salúdala de mi parte. Es una mujer encantadora.

—A Jo-Ann le gusta jugar dos períodos de media hora consecutivos. El primero para practicar el revés, y el segundo para practicar el golpe de derecha. Para su compañero de juego lógicamente el orden se invierte, a menos que sea zurdo, que no es mi caso.

—Comprendo.

—Y los niños irán a casa de los Oakley —añadió Louisa, a modo de suplemento del anterior boletín informativo—. Comerán patatas fritas ricas en grasas, beberán cola dañina para los dientes y acamparán en el insalubre suelo de los Oakley por el bien de la reconciliación entre las dos familias.

—De acuerdo, pues. Gracias.

—De nada.

Louisa abrió de nuevo la ducha y volvió a enjabonarse el cabello. Cerró la ducha.

—Y después del squash, como todos los jueves, me concentraré en mi trabajo, planificando y sintetizando los compromisos del señor Delgado para la próxima semana.

—Ya me lo comentaste. Y tiene una agenda muy apretada, según he oído. Estoy impresionado.

Descorre la cortina de un tirón. Prométele que serás completamente real a partir de ahora. Pero la realidad ya no era parte del mundo de Pendel, si es que alguna vez lo había sido. Camino del colegio, cantó entero
My object all sublime
, y los niños pensaron que estaba alborozadamente loco. Al entrar en la sastrería, se convirtió en un desconocido hechizado. Las nuevas alfombras azules y los elegantes muebles lo desconcertaron, al igual que descubrir el Rincón del Deportista encajonado en el cubículo de cristal de Marta y el reluciente marco que contenía ahora el retrato de Braithwaite. ¿Quién demonios ha hecho esto? Yo. Complacido, percibió el aroma del café de Marta, procedente de la sala de reuniones, y con igual satisfacción advirtió la presencia en el cajón de su mesa de trabajo de un nuevo boletín sobre las protestas estudiantiles. A las diez sonó por primera vez el timbre, con augurios de inspiración.

El primero en reclamar su atención fue el encargado de negocios de la embajada de Estados Unidos, acompañado de su pálido asesor, que acudía a probarse un esmoquin. Aparcado frente a la sastrería se hallaba su Lincoln Continental blindado, que conducía un robusto chófer con el pelo cortado al rape. El encargado de negocios era un chistoso y adinerado bostoniano que se había pasado la vida leyendo a Proust y jugando al cróquet. Habló del controvertido tema de la barbacoa y los fuegos artificiales del día de Acción de Gracias para las familias norteamericanas, motivo de permanente inquietud para Louisa.

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