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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (32 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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—Nunca lo haría.

—¿Por qué no?

—Tiene principios.

—Los compraremos.

—No están en venta. Es como su madre. Cuanto más la presionas, más se resiste.

—¿Qué necesidad hay de presionarla? ¿Por qué no dejar que actúe por propia voluntad?

—Muy gracioso.

Osnard adoptó una actitud declamatoria. Extendió un brazo y se llevó la otra mano al pecho.

—«¡Soy un héroe, Louisa! ¡Tú también puedes serlo! ¡Marcha junto a mí! ¡Únete a nuestra cruzada! ¡Salva el Canal! ¡Salva a Delgado! ¡Denuncia la corrupción!». ¿Quieres que la tantee yo por ti?

—No. Y no te recomiendo que lo intentes.

—¿Por qué?

—No le gustan los ingleses, la verdad. A mí me tolera porque soy un caso aparte. Pero en lo que se refiere a las clases altas inglesas opina, como su padre, que son todos, del primero al último, un hatajo de farsantes sin escrúpulos.

—A mí me pareció que le caía bien.

—Además, no espiaría a su jefe jamás.

—¿Ni siquiera por un buen pellizco? ¿Tú crees?

—No le interesa el dinero, en serio —aseguró Pendel, todavía con voz mecánica—. Cree que ya tenemos suficiente, y además una parte de ella piensa que el dinero es algo perverso y debería abolirse.

—Pues le pagaremos su sueldo a su adorado marido. Contante y sonante. No es necesario que lo utilices para amortizar el préstamo. Tú te ocupas de la economía, y ella pone el altruismo. Ni siquiera tiene por qué enterarse.

Pero Pendel no respondió a este feliz retrato de la pareja de espías. Miraba la pared con rostro inexpresivo, preparándose para una larga condena.

En la pantalla de televisión el vaquero vacía de espaldas sobre una manta de ensillar. Las vaqueras, que conservaban sólo los sombreros y las botas, se hallaban de pie y lo contemplaban cada una desde un extremo, como si pensasen hacia qué lado envolverlo. Pero Osnard estaba demasiado ocupado revolviendo en el interior de su cartera para prestarles atención, y Pendel seguía con la mirada fija en la pared.

—¡Dios, casi me olvidaba! —exclamó Osnard.

Y extrajo un fajo de dólares, luego otro y otro, hasta que los siete mil dólares quedaron amontonados junto al insecticida, el paquete de papel carbón y el encendedor.

—Las primas. Perdona el retraso. Es culpa de los payasos del Departamento de Transferencias.

No sin cierto esfuerzo, Pendel dirigió la mirada hacia la cama.

—Yo no tenía ninguna prima pendiente de cobro. Y los demás tampoco.

—Te equivocas. A Sabina por el nivel de organización entre los estudiantes de cursos superiores. A Alfa por los tratos privados de Delgado con los japoneses. A Marco por las citas nocturnas del presidente. Premio para los tres.

Pendel movió la cabeza en un gesto de perplejidad.

—Tres estrellas para Sabina, otras tres para Alfa y una más para Marco —precisó Osnard—. Cuéntalo.

—No es necesario.

Osnard le tendió un recibo y un bolígrafo.

—Diez de los grandes: siete en mano para distribuir y otros tres para tu fondo de viudas y huérfanos, como de costumbre.

Desde algún lugar en las profundidades de su alma, Pendel firmó. Pero dejó el dinero en la cama, mirar y no tocar, mientras Osnard, cegado por la codicia, reanudó su campaña para el reclutamiento de Louisa. Pendel retornó a las sombras de sus íntimas reflexiones.

—Le gusta el marisco, ¿no?

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¿No sueles llevarla a algún restaurante en particular para vuestras celebraciones?

—La Casa del Marisco. Langostinos con salsa de queso y halibut. Nunca varía.

—Hay bastante espacio entre las mesas, ¿no? ¿intimidad suficiente?

—Vamos a esa marisquería en los aniversarios y los cumpleaños.

—¿Alguna mesa en especial?

—En una esquina, junto a la ventana.

Osnard interpretó el papel de marido afectuoso, las cejas enarcadas, la cabeza seductoramente ladeada.

—«Tengo que anunciarte una cosa, cariño. He pensado que ya es hora de que lo sepas. Un servicio público. Comunicar la verdad a quienes tienen el poder para intervenir». ¿Resulta convincente?

—Quizá. En un muelle antes de zarpar hacia el frente.

—«Para que tu querido padre no se revuelva en su tumba. Ni tu madre. Por tus ideales. Los ideales de Mickie. Y también los míos, aunque haya tenido que mantenerlos ocultos por razones de seguridad».

—¿Y qué le digo acerca de los niños?

—De ello depende su porvenir.

—Bonito porvenir les espera, con su padre y su madre en chirona. ¿Has visto los brazos asomando en las ventanas de la cárcel? Una vez los conté. Uno hace esas cosas cuando ha estado dentro. Veinticuatro por ventana, y hay una ventana por celda.

Osnard exhaló un suspiro, como si lo que venía a continuación fuese a dolerle más a él que a Pendel.

—Estás obligándome a plantearlo de una manera más drástica, Harry.

—Yo no te obligo a nada. Nadie te obliga.

—No deseo hacerte esto, Harry.

—Pues no lo hagas.

—He intentado convencerte por las buenas, Harry. No ha dado resultado, así que iremos al fondo de la cuestión.

—No lo hay, contigo no existe fondo.

—Las escrituras están a nombre de los dos, tuyo y de Louisa. Estáis en el mismo saco. Si quieres recuperar las escrituras, la de la sastrería y la del arrozal, Londres exigirá a cambio una aportación sólida de los dos. Si no la obtienen, se enturbiarán las relaciones y cortarán el grifo del dinero, dejándote contra las cuerdas. La sastrería, el arrozal, los palos de golf, el todoterreno, los niños, y la catástrofe completa.

Pendel tardó unos instantes en alzar la cabeza, como si le hubiese costado asimilar el fallo del juez.

—Eso es chantaje, ¿no, Andy?

—Las fuerzas del mercado, amigo mío.

Pendel se levantó lentamente y permaneció inmóvil unos segundos, los pies juntos, la cabeza gacha, contemplando los fajos de billetes, antes de meterlos en el sobre y guardar el sobre en la cartera con el paquete de papel carbón y el insecticida.

—Necesitaré unos días. —Hablaba al suelo—. Tendré que convencerla, ¿no?

—La solución está en tus manos, Harry.

Pendel se dirigió hacia la puerta arrastrando los pies, sin alzar la cabeza.

—Ya nos veremos, Harry. En la fecha y el lugar previstos, ¿de acuerdo? Que vaya bien. Buena suerte.

Pendel se detuvo y se dio media vuelta. Su rostro revelaba sólo una pasiva aceptación del castigo.

—Igualmente, Andy. Y gracias por las primas, el whisky y las sugerencias respecto a Mickie y mi esposa.

—No hay de qué, Harry.

—Y no te olvides de pasar por la sastrería a probarte la chaqueta de tweed. Es lo que yo llamo recia pero elegante. Ya es hora de que hagamos de ti otro hombre.

Una hora más tarde, encerrado en el cubículo situado al fondo de la cámara acorazada, Osnard hablaba por el enorme auricular del teléfono secreto e imaginaba sus palabras recomponiéndose digitalmente en la velluda oreja de Luxmore. En Londres, Luxmore había ido temprano al despacho a fin de atender la llamada de Osnard.

—Le puse la zanahoria ante los ojos, señor, y luego le enseñé la vara —informó con la voz de joven héroe que reservaba para su superior—. De manera bastante enérgica, diría. Pero no acaba de decidirse. Mi esposa aceptará, no aceptará, ya veremos. No ha dado una respuesta definitiva.

—¡Maldito sea!

—Eso mismo he pensado yo.

—Así que exige aún más dinero, ¿no?

—Eso parece.

—No le sorprenda que un miserable actúe como tal, Andrew.

—Dice que necesita tiempo para convencerla —añadió Osnard.

—¡El muy zorro! Tiempo para convencernos a nosotros, más probablemente. ¿Por cuánto está dispuesta a venderse? Dígamelo sin rodeos. ¡Santo Dios, después de esto vamos a tirar de la rienda!

—No ha dado una cifra concreta, señor.

—Claro que no. Es un negociador. Nos tiene bien cogidos y lo sabe. ¿Cuál es su estimación, Andrew? Usted lo conoce. ¿Cuál es su cálculo más pesimista?

Osnard guardó un instante de silencio que denotaba una detenida reflexión.

—Es inflexible —dijo con cautela.

—¡Ya sé que es inflexible! ¡Todos lo son! ¡Usted sabe que es inflexible! Nuestros superiores saben que es inflexible. Geoff sabe que es inflexible. Ciertos inversores privados amigos míos saben que es inflexible. Ha sido inflexible desde el primer día. Y lo será cada vez más. ¡Dios, si tuviéramos otra opción, no me lo pensaría dos veces! En la contienda de las islas Falkland nos encontramos con un individuo que nos costó una fortuna y no nos dio nada.

—Tenemos que pactar una cifra según los resultados —propuso Osnard.

—Siga.

—Un sueldo fijo sólo servirá para que se apoltrone.

—Coincido plenamente con usted. Se reiría de nosotros. Es lo que suelen hacer. Nos chupan la sangre y se ríen de nosotros.

—En cambio, a mayores primas, mayor entusiasmo muestra. Ya lo habíamos observado antes y ha vuelto a quedar claro esta noche.

—¡Que si lo habíamos observado! —exclamó Luxmore.

—Tendría que haberlo visto meter los billetes en la bolsa.

—¡Santo cielo!

—Por otro lado, hay que reconocer que nos ha traído a Alfa y Beta y los estudiantes, tiene al Oso en una situación de semiconocimiento,
ha
reclutado a Abraxas hasta cierto punto, y ha reclutado a Marco.

—Y hemos pagado por todas y cada una de sus aportaciones. Generosamente. ¿Y qué hemos recibido a cambio hasta la fecha? Promesas. Migajas. «Lo grande está al caer». Me pone enfermo, Andrew. Enfermo.

—He sido tajante a ese respecto, señor, si me permite decirlo.

Luxmore adoptó de inmediato un tono menos severo.

—No lo dudo, Andrew. Si ha dado esa impresión, le pido que me disculpe. Siga, por favor.

—Mi convicción
personal
… —continuó Osnard con afectada inseguridad.

—¡Que es la única que cuenta, Andrew!

—… es que debemos trabajar sólo con arreglo a incentivos. Si entrega material, pagamos. Y lo mismo reza, según él, en el caso de que nos proporcione a su esposa.

—¡Virgen santísima, Andrew! ¿Eso ha dicho? ¿Ha vendido a su esposa?

—Todavía no, pero está en venta.

—En veinte años de servicio, Andrew, no he conocido a un solo hombre que vendiese a su esposa por dinero.

Osnard hablaba de un modo especial cuando trataba cuestiones económicas, con un ronroneo suave y fluido.

—Propongo que le paguemos una prima fija por cada subinformador que reclute, incluida su esposa, determinando la prima en función del sueldo percibido por el subinformador. Una cuota proporcional. Si ella obtiene una prima, él se lleva una parte.

—¿Adicional?

—Naturalmente. Queda por decidir asimismo la cantidad que Sabina debe pagar a sus estudiantes.

—¡No los mime demasiado, Andrew! ¿Y qué hay de Abraxas?

—Cuando la organización de Abraxas nos informe de la conspiración, si es que eso ocurre, Pendel recibirá la misma comisión, un veinticinco por ciento de lo que paguemos a Abraxas y su grupo en concepto de primas.

En esta ocasión fue Luxmore quien guardó un instante de silencio.

—«Si es que eso ocurre». ¿He oído bien? ¿Qué significa eso exactamente, Andrew?

—Lo siento, señor, pero no puedo evitar preguntarme si Abraxas no nos estará tomando el pelo. O el propio Pendel. Discúlpeme. Es ya un poco tarde.

—Andrew.

—Sí, señor.

—Atienda, Andrew. Es una orden.
Hay
una conspiración. No se desanime sólo por cansancio.
Claro
que hay una conspiración. Usted lo cree, yo lo creo. Uno de los mayores forjadores de opinión del mundo lo cree también. Íntimamente. Profundamente.

Las mentes más preclaras de Fleet Street lo creen, o pronto lo creerán. Existe una conspiración en marcha, pergeñada por un perverso núcleo de la élite panameña, centrada en el Canal, y la descubriremos. ¿Andrew? —Súbitamente alarmado—. ¡Andrew!

—¿Señor?

—Llámeme Scottie, si no le importa. Apéeme ya el tratamiento. ¿Lo inquieta algo, Andrew? ¿Lo han desbordado las presiones? ¿Se encuentra a gusto? Santo Dios, yo me siento como un ogro por no haberme interesado por su bienestar personal en medio de todo esto. No carezco de influencias en los pasillos de los pisos superiores, y tampoco al otro lado del río. Me entristece que un joven leal y diligente no pida nada para sí en este mundo materialista.

Osnard rió con la risa pudorosa de un joven leal y diligente cuando se siente abochornado.

—No me vendrían mal unas horas de sueño si eso está a su alcance.

—Vaya y duerma, Andrew. Ahora mismo. Tanto como desee. Es una orden. Lo necesitamos.

—Lo haré, señor. Buenas noches.

—Buenos días, Andrew. Hágame caso, vaya a descansar ahora mismo, y cuando despierte, esa conspiración volverá a resonar en sus oídos como el toque de un cuerno de caza, y saltará usted de la cama e irá a su encuentro. Me consta; yo también he pasado por eso. Yo también lo he oído. Por eso fuimos a la guerra.

—Buenas noches, señor.

Pero la jornada del diligente y joven espía aún no había concluido ni mucho menos. «Consígnalo todo mientras aún tienes la información fresca en la memoria», le habían repetido sus instructores hasta la saciedad. Regresó a la sala acorazada, abrió el extraño cofre metálico del que únicamente él poseía la combinación y extrajo un volumen rojo encuadernado a mano similar en peso e imponente apariencia a un cuaderno de bitácora, y circundado por una especie de cinturón de castidad cuyos extremos se unían en un cerrojo que Osnard también abrió. Volvió a su despacho, dejó el libro en la mesa junto a la lámpara, a corta distancia de la botella de whisky, y sacó sus anotaciones y la grabadora de la ajada cartera.

Aquel libro rojo era el instrumento indispensable para la redacción de informes creativos. En sus secretas páginas, las amplias áreas de información ajenas al conocimiento de la central, conocidas comúnmente como «los agujeros negros de los analistas», quedaban consignadas para uso del servicio de inteligencia. Y lo que los analistas ignoraban, según la elemental lógica de Osnard, no lo podían verificar. Y lo que no podían verificar, tampoco lo podían censurar. Osnard, como muchos escritores noveles, descubrió que era inesperadamente sensible a las críticas. Durante dos horas modificó, pulió, matizó y reescribió sin descanso hasta que el último informe BUCHAN para el servicio de inteligencia se ajustó como estacas hechas a medida a los agujeros negros de los analistas. Un tono lapidario, un alerta escepticismo y alguna que otra duda contribuían a darle un aire de mayor autenticidad. Por fin, satisfecho de su trabajo, telefoneó a Shepherd, su criptógrafo, le pidió que acudiese en el acto a la embajada y, partiendo de la idea de que los mensajes despachados a horas intempestivas impresionan más que los enviados en horas de oficina, le entregó un telegrama codificado a piano y encabezado con el rótulo información reservada/BUCHAN para su inmediata transmisión.

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