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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (46 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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Andy vuelve a su hosco silencio. Stormont mira al vacío. Sin embargo Maltby, siempre tan atento, se siente obligado a pronunciar también él unas palabras de consuelo.

—Mi querido amigo, no puedes quedarte todo el pastel, ¿no, Nigel? En mi embajada repartimos las cosas a partes iguales, ¿no, Nigel? Nadie va a quitarte tus espías. Seguirás al frente de tu red: supervisarás, manejarás la información, pagarás, etcétera. Sólo queremos tu Oposición Silenciosa. ¿No es justo acaso?

Aun así, para bochorno de Fran, Andy se niega a aceptar la mano que el embajador le tiende cortésmente. Sus ojos chispeantes se posan en Maltby, después en Stormont y tras un instante de nuevo en Maltby. Masculla algo que nadie entiende, y mejor así posiblemente. Esboza una amarga sonrisa y mueve la cabeza en el gesto de un hombre que se siente cruelmente engañado.

Queda todavía una última ceremonia simbólica. Mellors se pone en pie, se agacha bajo la mesa, reaparece con dos bolsas negras de piel de las que utilizan los emisarios reales y se cuelga una en cada hombro.

—Andrew, tenga la bondad de abrirnos la cámara acorazada —ordena.

Todos están ya de pie. Fran se levanta también. Shepherd se dirige hacia la cámara acorazada, quita el cerrojo de la reja con una larga llave, y la abre, franqueando el paso a una sólida puerta de acero con un disco negro en el centro. A indicación de Mellors, Andy se adelanta y, con una expresión de rencor contenido que Fran se alegra de no haber visto en su rostro hasta ese momento, hace girar el disco a un lado y a otro hasta que se oye el chasquido del pasador. Incluso entonces es precisa una palabra de aliento de Maltby para que Andy tire de la puerta y, con una burlona reverencia, invite a entrar a su embajador y el ministro consejero. Todavía de pie junto a la mesa, Fran distingue, al lado de un enorme teléfono rojo unido a una especie de aspiradora reconstruida, una caja fuerte con dos cerraduras. Su padre el juez tiene una idéntica en su vestidor.

—Ahora una para cada uno —oye decir a Mellors con voz trémula.

Por un momento Fran se encuentra en la capilla de su antiguo colegio, arrodillada en el primer banco, observando a un grupo de sacerdotes jóvenes y atractivos que le vuelven la espalda castamente y empiezan a ejecutar una serie de apasionantes tareas, parte de los preparativos para darle la primera comunión. Gradualmente su campo visual se despeja, y ve a Andy que, bajo la paternal mirada de Mellors, entrega a Maltby y Stormont sendas llaves con baño de plata y astil largo. Risas, en las que Andy no participa, cuando cada uno introduce su llave en el ojo equivocado. Un instante después Maltby deja escapar un jubiloso «¡Ahora!». y la puerta de la caja fuerte se abre.

Pero Fran no mira ya la caja. Concentra su atención en Andy, que contempla ensimismado los lingotes de oro mientras Mellors los saca uno por uno de las bolsas negras y se los pasa a Shepherd, que va amontonándolos cruzados dentro de la caja. Y es el rostro abatido de Andy el que la atrapa por última vez en su hechizo, porque le revela todo lo que antes quería o no quería saber acerca de él. Sabe de pronto que lo han descubierto, y también casi con toda seguridad en qué lo han descubierto, aunque ignora si quienes lo han descubierto son conscientes de ello. Sabe que es un embustero, con o sin la licencia de su profesión. Adivina la procedencia de los cincuenta mil dólares que apostó al rojo: la caja fuerte con la puerta abierta que hay ante ella. Comprende su ira por verse obligado a entregar las llaves. Después de eso no puede seguir mirando, en parte porque se le han humedecido los ojos a causa de la humillación y la rabia, y en parte porque la desgarbada figura de Maltby se cierne sobre ella con una sonrisa de pirata para preguntarle si consideraría una ofensa contra la Creación que la invitase a tomar unos huevos fritos en El Pavo Real.

—Phoebe ha decidido abandonarme —explica con orgullo—. Vamos a divorciarnos de inmediato. Nigel está reuniendo valor para decírselo. Nunca lo creería si le comunicase yo la noticia.

Fran tardó en contestar, porque su primer impulso fue estremecerse y rechazar la invitación. Sólo cuando se paró a pensar comprendió unas cuantas cosas que debería haber comprendido antes. En concreto que desde hacía meses la conmovía la devoción de Maltby hacia ella y agradecía la presencia de un hombre en su vida que ansiaba su compañía tan desesperadamente. Y que la tímida adoración de Maltby se había convertido en un inestimable apoyo en su lucha con la idea de que compartía su vida con un individuo amoral cuya falta de escrúpulos la había atraído en un primer momento pero ahora le repelía, cuyo interés en ella había sido meramente carnal y oportunista, y cuyo efecto final había consistido en suscitarle un claro anhelo por la torpe devoción de su embajador.

Y tras llegar racionalmente a esta conclusión, Fran decidió que hacía tiempo que una invitación no la complacía tanto.

Marta estaba acurrucada en el banco de trabajo del taller de acabados, contemplando el fajo de billetes que Harry la había obligado a aceptar y pensando en lo que acababa de ocurrir. Su amigo Mickie ha muerto. Harry cree que lo ha matado él, y quizá sea así. La policía investiga sus actividades, pero quiere que yo me quede sentada en una playa de Miami, disfrute el bufé del Grand Bay, me compre ropa y espere su visita. Y que sea feliz, confíe en él, me ponga morena y vaya a arreglarme la cara. Y que de paso encuentre un chico si puedo, porque le gustaría que tuviese un chico guapo al lado, un representante de Harry Pendel que me haga el amor por él mientras él permanece fielmente junto a Louisa. Así es Harry, y puede parecerte complicado o puede parecerte muy sencillo. Harry tiene un sueño para todo el mundo. Harry sueña nuestras vidas por nosotros, y siempre nos las echa a perder. Porque, primero, no quiero irme de Panamá. Quiero quedarme aquí y mentir a la policía por él y sentarme junto a su cama tal como él se sentó junto a la mía y averiguar qué le pasa y solucionarlo. Quiero decirle que se levante y renquee por la habitación, porque si te quedas tendido no piensas más que en recibir otra paliza. En cambio, si te levantas, vuelves a ser un
mensch
, que es como él llama a la dignidad. Y segundo, no puedo irme de Panamá porque la policía me ha retirado el pasaporte para animarme a espiarlo.

Siete mil dólares.

Los había contado en la mesa de trabajo bajo la escasa luz que entraba por la claraboya. Siete mil dólares que había sacado del bolsillo del pantalón y le había entregado como si le quemase al enterarse de la muerte de Mickie: ten, cógelo, es dinero de Osnard, dinero de Judas, dinero de Mickie, y ahora es tuyo. Cabía esperar que un hombre que hacía lo que Harry llevase dinero en el bolsillo para cualquier eventualidad. Dinero para la funeraria. Dinero para la policía. Dinero para su
chiquilla
. Pero Harry apenas había colgado el auricular cuando se sacó el dinero del bolsillo, deseando desprenderse hasta del último dólar sucio. «¿De dónde procede ese dinero?», le había preguntado la policía.

—Tú no eres tonta, Marta. Lees, estudias, fabricas bombas, alborotas, encabezas manifestaciones. ¿Quién le da ese dinero? ¿Abraxas? ¿Trabaja para Abraxas, y Abraxas trabaja para los ingleses? ¿Qué le da Pendel a Abraxas a cambio?

—No lo sé. Mi jefe no me cuenta nada. Márchense de mi casa.

—Pero folla contigo, ¿no?

—No, no folla conmigo. Viene a verme porque tengo dolores de cabeza y vómitos y es mi jefe y estaba conmigo cuando me pegaron. Es un buen hombre y está felizmente casado.

No, no folla conmigo. Eso al menos era verdad, aunque le había costado más decir esta verdad que cualquier mentira fácil. No, agente, no folla conmigo. No, agente, no se lo pido. Nos echamos en la cama, y yo apoyo la mano en su bragueta pero sólo por fuera, y él me mete la mano bajo la blusa pero sólo se permite tocarme un pecho aunque sabe que puede tener todo mi cuerpo cuando quiera porque en realidad ya soy suya; pero la culpabilidad se lo impide, tiene más culpabilidad que pecados. Y yo le cuento cómo podrían ser las cosas si fuéramos otra vez jóvenes y valientes como antes de que me destrozasen la cara con sus bates. Y eso es el amor.

A Marta le palpitaba otra vez la cabeza y sentía náuseas. Se puso en pie, aferrando el dinero con las dos manos. No podía quedarse un segundo más en el taller de las mujeres kunas. Salió al pasillo y se dirigió a su despacho. Al llegar se quedó ante la puerta abierta, miró el interior y, como un guía turístico de un siglo posterior, se ofreció a sí misma el comentario sobre aquel lugar: Aquí se sentaba y llevaba las cuentas para el sastre Pendel la mestiza Marta. Allí, en las estanterías, podemos ver los libros de sociología e historia que Marta leía en su tiempo libre en un esfuerzo por aumentar de nivel social y realizar los sueños de su padre carpintero. Como autodidacto, el sastre Pendel se preocupaba de que todos sus empleados, y en particular la mestiza Marta, desarrollasen plenamente su potencial. A ese lado está la cocina, donde Marta preparaba sus famosos sándwiches. Los más eminentes hombres de Panamá hablaban con fervor de los sándwiches de Marta, incluido Mickie Abraxas, el célebre espía que se quitó la vida. Su especialidad eran los sándwiches de atún, aunque en el fondo de su corazón deseaba envenenarlos a todos salvo a Mickie y su jefe, Pendel. Y allí, en el rincón, detrás de la mesa, vemos el lugar exacto donde en 1989 el sastre Pendel, tras cerrar la puerta, reunió valor suficiente para tomar a Marta entre sus brazos y declararle amor eterno. El sastre Pendel propuso ir a una casa de citas, pero Marta prefirió llevarlo a su apartamento, y fue de camino hacia allí cuando Marta sufrió las heridas faciales que la dejarían marcada para toda la vida, tras lo cual su compañero de estudios Abraxas sobornó al cobarde médico que dejaría su huella indeleble en el rostro de Marta, pues en su terror por perder a su rica clientela dicho médico fue incapaz de controlar el temblor de las manos. Más tarde este mismo médico tuvo la prudencia de informar sobre la conducta de Abraxas, hecho que lo condujo a la destrucción.

Encerrando a su yo pasado y difunto en el despacho, Marta siguió por el pasillo hasta el taller de corte de Pendel. Dejaré el dinero en el primer cajón de su mesa. La puerta estaba entreabierta y las luces encendidas. Poco tiempo atrás Harry era un hombre de una disciplina sobrehumana, pero en las últimas semanas la necesidad de hilvanar todas sus vidas en una lo había desbordado. Empujó la puerta. Ahora nos hallamos en el taller de corte del sastre Pendel, conocido entre sus clientes y empleados como el sanctasanctórum. No se permitía entrar a nadie sin llamar antes, y estaba absolutamente prohibido en su ausencia… salvo al parecer para su esposa, Louisa, que estaba sentada en ese momento tras la mesa de su marido con las gafas puestas y había extendido ante sí los cuadernos viejos, lápices, un libro de pedidos y un aerosol de insecticida abierto por la base, y mientras observaba este despliegue, jugueteaba con el ornamentado encendedor que un árabe rico había regalado a Harry, según decía él, pese a que P & B no contaba con ningún árabe rico entre su clientela.

Vestía un fino salto de cama rojo de algodón y al parecer nada más, pues al inclinarse reveló sus pechos por completo. Encendía y apagaba el encendedor con un suave chasquido y sonreía a Marta a través de la llama.

—¿Dónde está mi marido? —preguntó Louisa.

Chasquido.

—Ha ido a Guararé —contestó Marta—. Mickie Abraxas se ha suicidado mientras lanzaban los fuegos artificiales.

—Lo siento.

—Y yo. Y también su marido.

—Sin embargo no era imprevisible. Venía anunciándolo desde hace unos cinco años —señaló Louisa no sin razón.

Chasquido.

—Estaba horrorizado —dijo Marta.

—¿Mickie?

—Su marido —aclaró Marta.

—¿Por qué guarda mi marido las facturas del señor Osnard en un libro aparte?

Chasquido.

—No lo sé. A mí también me extraña.

—¿Eres su querida?

—No.

—¿Tiene alguna querida?

Chasquido.

—No —repitió Marta.

—¿Ese dinero que llevas en la mano es de mi marido?

—Sí.

—¿Por qué lo tienes tú?

Chasquido.

—Me lo ha dado él —dijo Marta.

—¿Por follar?

—Para guardarlo en lugar seguro. Lo llevaba en el bolsillo cuando ha recibido la noticia.

—¿De dónde ha salido?

Chasquido, y la llama iluminó el ojo izquierdo de Louisa, desde tan cerca que Marta se preguntó por qué no se le prendía la ceja y con ella el ligero salto de cama rojo.

—No lo sé —respondió Marta—. Algunos clientes pagan en efectivo, y su marido no siempre sabe qué hacer con el dinero. La quiere. Quiere a su familia más que a nada en el mundo. También quería a Mickie.

—¿Quiere a alguien más?

—Sí.

—¿A quién?

—A mí.

Louisa examinaba una hoja de papel.

—¿Es ésta la dirección correcta del señor Osnard? ¿Torre del Mar? ¿Punta Paitilla? Chasquido.

—Sí —dijo Marta.

La conversación ya había concluido, pero Marta no se dio cuenta de inmediato porque Louisa seguía pulsando el mecanismo del encendedor y sonriendo a la llama. Y sólo después de unos cuantos chasquidos y sonrisas más notó Marta que Louisa se hallaba en un estado de ebriedad idéntico al de su hermano cuando bebía porque la vida era superior a sus fuerzas. A su hermano no le daba por cantar o echarse a temblar, sino que entraba en un estado de extrema lucidez y visión perfecta. Y en ese estado se encontraba ella. Embriagada por todo lo que sabía y había intentado olvidar con la bebida. Y totalmente desnuda bajo el salto de cama.

Capítulo 21

Era la una y veinte de aquella misma madrugada cuando sonó el timbre de la puerta en el apartamento de Osnard. Desde hacía una hora se encontraba en un estado de avanzada sobriedad. En un primer momento, iracundo aún por su derrota, se había deleitado en imaginar métodos violentos para deshacerse de su abominable invitado: tirarlo por el balcón para que cayese en el tejado del club Unión, doce pisos más abajo, lo atravesase y le aguase la fiesta a la concurrencia; ahogarlo en la bañera; echarle desinfectante en el whisky —«Ah, bien, Andrew, si insiste; pero apenas un insignificante dedo, por favor»—, y aspiración dental a la vez que exhala el último aliento. Su rabia no se restringía a Luxmore.

¡Maltby!
¡Santo Dios, mi embajador y compañero de golf! ¡El condenado representante de la reina, la flor marchita del condenado cuerpo diplomático británico, y me la ha pegado como un profesional!

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