—Gracias. ¿Por qué será que siempre que busco una metáfora moderna me equivoco? Debo de haberme imaginado un tanque. Uno de los de Gully, pagado con lingotes de oro.
—Es posible.
Maltby alzó la voz como para hacerse oír por el público congregado en torno a la glorieta, pero no había nadie.
—Así pues, en este espíritu de franca colaboración, propuse a Londres, y sin duda me darás la razón, que Andrew Osnard, al margen de sus inestimables virtudes, es demasiado inexperto para manejar importantes sumas de dinero, ya sea en efectivo o en oro. Y que lo más correcto, tanto por él como por los destinatarios del dinero, es que esos fondos dependan de un administrador. Como embajador suyo, me he ofrecido desinteresadamente para desempeñar ese papel. A Londres le ha parecido una medida sensata. Dudo mucho que Osnard piense lo mismo, pero pocos argumentos puede esgrimir en contra, sobre todo considerando que en su momento nosotros, tú y yo, actuaremos de enlaces con la Oposición Silenciosa y los estudiantes. Como todo el mundo sabe, es difícil pedir cuentas sobre el dinero procedente de fondos reservados, y totalmente imposible recuperarlo una vez que ha caído en malas manos. Razón de más para administrarlo escrupulosamente mientras se encuentre en nuestro poder. He solicitado para la embajada una caja fuerte semejante a la que Osnard tiene en su cámara acorazada. El oro, y lo que sea, quedará guardado allí, y tú y yo seremos titulares conjuntos de las llaves. Si Osnard decide que necesita una gran cantidad de dinero, deberá dirigirse a nosotros y exponer las causas. En el supuesto de que la suma se ajuste a las directrices acordadas, tú y yo conjuntamente sacaremos el dinero y lo pondremos en las manos oportunas. ¿Eres rico, Nigel?
—No.
—Yo tampoco. ¿Y el divorcio te empobreció definitivamente?
—Sí.
—Lo imaginaba. Y yo no correré mejor suerte. Phoebe no se contenta con cualquier cosa. —Maltby miró a Stormont buscando la confirmación de lo que acababa de decir, pero Stormont, vuelto hacia el Pacífico, permaneció inexpresivo, y Maltby optó por desviar la conversación hacia el campo de las trivialidades—. La vida es injusta. Ya ves nuestro caso. Dos hombres de mediana edad, sanos y con apetitos saludables. Cometemos unos cuantos errores, los afrontamos, aprendemos la lección. Y nos quedan aún unos años preciosos hasta la senilidad. Sólo un detalle echa a perder una perspectiva por lo demás perfecta. Estamos en la ruina.
Stormont había alzado la vista y contemplaba unas nubes de algodón que se habían formado sobre las islas lejanas. Y tuvo la impresión de que veía nieve en ellas, y a Paddy, curada ya de la tos, subiendo alegremente hacia el chalet cargada con la compra.
—Quieren que sondee a los americanos —informó con voz mecánica.
—¿Quiénes? —se apresuró a preguntar Maltby.
—Londres —contestó Stormont.
—¿Con qué objeto?
—Averiguar qué saben. Sobre la Oposición Silenciosa, los estudiantes, las reuniones secretas con los japoneses. Debo tantear el terreno y no revelar nada. Tentar la ropa, seguir la pista. En fin, esas necedades que piden los que están apoltronados en sus despachos de Londres. Al parecer, ni el Departamento de Estado ni la CIA han visto el material de Osnard. Debo averiguar si tienen alguna fuente de información independiente.
—O sea, si saben algo.
—Si prefiere decirlo así —repuso Stormont.
Maltby estaba indignado.
—Detesto a los americanos. Esperan que todos nos vayamos al infierno a la misma velocidad que ellos. Llegar debidamente es una tarea de siglos. Nosotros somos la muestra.
—Supongamos que no saben nada. Supongamos que están en blanco.
—Supongamos que no hay nada que saber, lo cual es mucho más probable.
—Una parte podría ser verdad —replicó Stormont con una especie de obstinada cortesía.
—Si partimos de la base de que un reloj parado da bien la hora dos veces al día, sí, lo acepto, una parte podría ser verdad —dijo Maltby con desdén.
—Y supongamos que los americanos se lo creen, sea o no verdad —prosiguió Stormont tenazmente—. Caen en el engaño, si lo prefiere. Al fin y al cabo, Londres ha caído.
—¿
Qué
Londres? No el
nuestro
, eso desde luego. Y los americanos no se lo creerán. Al menos los verdaderos americanos. Sus sistemas son incomparablemente superiores a los nuestros. Demostrarán que todo son patrañas, nos darán las gracias, dirán que han tomado buena nota y tirarán la nota a la papelera.
Stormont no cejó.
—La gente no confía en sus propios sistemas. Los servicios de inteligencia son como los exámenes: uno siempre piensa que el compañero de al lado sabe más.
—Nigel —dijo Maltby tajantemente, con toda la autoridad de su cargo—. Permíteme que te recuerde que no nos corresponde a nosotros evaluar. La vida nos ha proporcionado una rara oportunidad de realizarnos en nuestro trabajo y ser útiles a quienes merecen nuestro respeto. Un futuro dorado se extiende ante nosotros. En tales casos, la indecisión es un delito.
Aún con la vista al frente pero sin el consuelo de las nubes, Stormont ve su futuro hasta la fecha. Paddy consumida por la tos. Obligados a acudir a la deteriorada seguridad social británica debido a su lamentable situación económica. Una jubilación anticipada en Sussex con una pensión de miseria. El adiós a todos los sueños que alguna vez ha acariciado. Y la Inglaterra que antes amaba a dos metros bajo tierra.
Yacían en el suelo del taller de acabados, sobre un montón de alfombras que las mujeres kunas guardaban allí para la multitud de primos, tíos y tías que a veces bajaban a visitarlas desde San Blas. Sobre ellos pendían varias hileras de trajes en espera de ojales. No había más luz que la que penetraba por la claraboya, teñida de rosa por el resplandor nocturno de la ciudad. Sólo se oía el tráfico de vía España y los susurros de Marta al oído de Pendel. Estaban vestidos. Marta ocultaba su rostro maltrecho en el cuello de Pendel. Temblaba. Los dos temblaban. Formaban un único cuerpo aterido y asustado. Eran niños en una casa vacía.
—Dijeron que defraudabas al fisco —explicaba Marta—. Contesté que pagabas puntualmente tus impuestos. «Yo llevo las cuentas», dije. «Lo sé». —Se interrumpió por si Pendel deseaba hacer algún comentario, pero él no tenía nada que decir—. Te acusaron de quedarte la cuota de empresa a la seguridad social. «Yo me encargo de abonar la cuota de empresa», dije, «y estamos al día». No me permitieron preguntar nada. Me amenazaron con incluir en el expediente que tenía fotos de Castro y el Che Guevara en la pared de mi habitación. Me acusaron de andar otra vez en compañía de estudiantes radicales. Lo desmentí, porque no es verdad. Dijeron que eras espía. Y también Mickie. Me aseguraron que sus borracheras eran sólo un truco para enmascarar su verdadera ocupación. Están locos.
Había terminado su relato, pero Pendel no se dio cuenta de inmediato, así que tardó unos segundos en inclinarse sobre ella y, cogiéndole la cabeza con las dos manos, apretar su mejilla contra la de él, fundiéndose sus caras en una sola.
—¿Dijeron qué clase de espía?
—¿Acaso hay otras clases?
—Los auténticos.
Sonó el teléfono.
Sonaba sobre sus cabezas, cosa poco habitual en los teléfonos que sonaban en la vida de Pendel. Era un aparato que siempre confundía con un interfono hasta que recordaba que las mujeres kunas vivían pendientes del teléfono, expresaban a través de él su júbilo y su tristeza, absorbían todas y cada una de las palabras que salían del auricular mientras al otro lado de la línea hablaban sus maridos, sus amantes, sus padres, sus hijos, sus caciques y una lista infinita de parientes con irresolubles problemas vitales. Y cuando el teléfono hubo sonado un rato —eternamente en la arbitraria medida de su existencia personal, pero cuatro veces para el resto del mundo—, Pendel advirtió que Marta no se hallaba ya entre sus brazos sino de pie, abrochándose la blusa por pudor antes de descolgar. Y deseaba saber si Pendel estaba o no en la sastrería, pregunta que siempre le hacía si intuía que la llamada podía ser inoportuna. Pero una repentina obstinación asaltó a Pendel, y también él se levantó, como consecuencia de lo cual volvieron a estar muy juntos, como habían estado mientras yacían.
—Yo estoy, y tú no —le susurró Pendel taxativamente al oído.
No era una estratagema, no era una pose; era sólo su instinto protector brotando directamente del corazón. Como precaución, se interpuso entre Marta y el teléfono, y bajo la luz rosada procedente de la claraboya —unas cuantas estrellas se habían abierto paso a través de la bruma— contempló el aparato mientras seguía sonando e intentó adivinar su propósito. «Piensa primero en las peores amenazas», había aconsejado Osnard en las sesiones de adiestramiento. Así pues, pensó en ellas, y la peor amenaza se le antojó el propio Osnard, así que pensó en Osnard. Luego pensó en el Oso. Después en la policía. Y por último, puesto que en realidad había pensado en ella desde el principio, pensó en Louisa.
Pero Louisa no era una amenaza. Era una víctima que él mismo había causado hacía muchos años, en colaboración con sus padres, Braithwaite, el tío Benny, las hermanas de la Caridad, y toda la demás gente que había contribuido a crear el personaje en que él se había convertido. Y no representaba tanto una amenaza como un recordatorio de la falsedad de su relación, y del desastroso rumbo que había tomado pese a sus denodados esfuerzos por configurarla, que era precisamente, había concluido, donde estribaba el error: no deberíamos configurar las relaciones, pero si no lo hacemos, ¿qué nos queda?
Por fin, cuando no había ya nada más en qué pensar, Pendel descolgó el auricular, y casi al mismo tiempo Marta le cogió la otra mano y se llevó sus nudillos a la boca para acariciárselos con ligeros, rápidos y alentadores mordiscos. Y en cierto modo este gesto lo enardeció, pues ya con el auricular en el oído se irguió en lugar de
aplanarse
y habló en español con una voz clara, audaz y casi burlona para demostrar que aún podía presentar batalla, que no estaba dispuesto a rendirse una y otra vez a las circunstancias.
—¡Pendel Braithwaite! Buenas noches. ¿En qué podemos servirle?
Sin embargo, si con su alegre ánimo pretendía arrancarle el aguijón a su atacante, fracasó lamentablemente porque el tiroteo ya había comenzado. Los primeros disparos le llegaron cuando aún no había terminado de hablar: una serie de detonaciones aisladas a un ritmo calculado y ascendente, y entre una y otra el tableteo de las metralletas, los estallidos de las granadas y el zumbido breve y triunfal de las balas al rebotar. Por un instante Pendel dio por sentado que la invasión había empezado de nuevo, salvo que en esta ocasión había decidido quedarse al lado de Marta en El Chorrillo, y por eso ella le besaba la mano. De pronto entre el ruido de las armas se alzaron los previsibles gemidos de las víctimas, resonando en algún refugio improvisado, estranguladas por el terror y la indignación, acusando y protestando y maldiciendo y reclamando e implorando de todo, desde compensaciones hasta el perdón de Dios, hasta que gradualmente las numerosas voces se convirtieron en una sola, que era la voz de Ana, la
chiquilla
de Mickie Abraxas, amiga de la infancia de Marta y la única mujer en Panamá que lo toleraba, lo lavaba cuando vomitaba a causa de alguno de sus excesos, y escuchaba sus delirios.
Y en el momento en que Pendel reconoció la voz de Ana supo exactamente qué estaba diciéndole a pesar de que, como todo buen narrador, reservó lo mejor para el final. Por eso no le entregó el auricular a Marta, por eso se lo quedó él y recibió los golpes en su cuerpo en lugar de permitir que los encajase ella, como había ocurrido irremediablemente cuando los dignobates no se dejaron disuadir por sus ruegos y siguieron maltratándola.
No obstante el monólogo de Ana se dividía en incontables caminos, y Pendel casi necesitó un mapa para orientarse.
—Ni siquiera es la casa de mi padre. Mi padre me la prestó a regañadientes porque le mentí. Le prometí que no traería aquí a nadie más que a mi amiga Estella, que era mentira, y mucho menos a Mickie. La casa es de un encargado de una fábrica pirotécnica que se llama La Negra Vieja. En Guararé se fabrican los fuegos artificiales para todas las fiestas de Panamá, pero esta vez eran las fiestas de Guararé, y mi padre es amigo del encargado y fue su padrino de boda, y el encargado le dijo: «Ten las llaves de mi casa y quédate allí durante las fiestas mientras yo estoy de luna de miel en Aruba». Pero a mi padre no le gustan los fuegos artificiales, así que me dejó a mí la casa siempre que no trajese al golfo de Mickie, y yo le mentí, le dije que traería sólo a mi amiga Estella, que conozco desde el colegio de monjas y ahora es la
chiquilla
de un comerciante maderero de David. Porque en estas fechas, durante cinco días, hay en Guararé corridas de toros, baile y fuegos artificiales como no los hay en ningún lugar de Panamá ni del mundo entero. Pero no traje a Estella; traje a Mickie, y Mickie me necesitaba realmente. Estaba asustado, deprimido y al mismo tiempo sobreexcitado. Decía que los policías eran unos imbéciles, que lo habían amenazado y acusado de espiar para los ingleses como en la época de Noriega, y todo porque de joven pasó un par de trimestres borracho en Oxford y luego accedió a dirigir no sé qué club inglés aquí en Panamá.
Y en este punto Ana empezó a reír con tales carcajadas que Pendel sólo consiguió comprender, y a fuerza de mucha paciencia, algunos fragmentos del relato, pero el hilo central era sobradamente claro, a saber, que nunca había visto a Mickie tan animado y abatido a la vez, tan pronto sollozando como alegre y alocado, y Dios santo, ¿por qué lo había hecho? Y Dios santo de nuevo, ¿qué iba a decirle a su padre? ¿Quién iba a limpiar las paredes y el techo? Por suerte el suelo era de baldosas, no de parquet. Al menos Mickie había tenido la delicadeza de hacerlo en la cocina. Mil dólares por una capa de pintura calculando por lo bajo. Y su padre era un católico estricto, con firmes opiniones sobre el suicidio y la herejía. Sí, Mickie había bebido, pero como todo el mundo, ni más ni menos. ¿Para qué iba uno a unas fiestas si no era para beber, bailar, follar y ver los fuegos artificiales? Y esto último hacía Ana cuando oyó la detonación a sus espaldas. ¿De dónde la había sacado? Nunca llevaba pistola pese a lo mucho que hablaba de volarse los sesos. Debía de haberla comprado después de la visita de la policía, que lo acusó de ser un gran espía y le recordó lo que había ocurrido durante la temporada que pasó en la cárcel, asegurándole que ellos se ocuparían de que volviese a ocurrir, por más que no fuese ya un chico joven y apuesto, los reclusos viejos tenían pocas manías. Y ella gritó, rió, agachó la cabeza y cerró los ojos, y sólo cuando se volvió para ver quién había lanzado el cohete o lo que fuese, advirtió las manchas, algunas en su vestido nuevo, y el cuerpo de Mickie tendido del revés en el suelo.