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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (41 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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—Eh, Dirk, ¿cómo está Van? —preguntó Hatry jovialmente.

Ben Hatry había dejado salir su legendario encanto. Nadie podía resistirse a él. Después de tanto tiempo en las sombras, su sonrisa resplandecía de un modo especial. Al coronel se le iluminó el rostro de inmediato. También Cavendish advirtió con satisfacción el súbito cambio de humor de su jefe.

—Señor —bramó el coronel como si declarase ante un consejo de guerra—. El general Van le envía saludos y desea expresar su agradecimiento a usted, Ben, y a sus colaboradores por el inestimable apoyo práctico y moral que le han ofrecido en los últimos meses y hasta el presente.

Hombros atrás, mentón hundido. Señor.

—Bien, pues dile que nos ha decepcionado por no presentarse a las elecciones a presidente —dijo Hatry, conservando la sonrisa—. Es una lástima que el único hombre válido de Estados Unidos no haya tenido cojones para hacer campaña.

El coronel no se inmutó por las provocaciones en broma de Hatry. Ya las conocía de reuniones anteriores.

—El general Van tiene a su favor la juventud, señor. El general ve las cosas con perspectiva. El general posee una mente en extremo estratégica. —Visiblemente inquieto, hablaba en un susurro y asentía con la cabeza entre cada frase, manteniendo los ojos muy abiertos y la mirada vulnerable—. El general lee mucho. Es profundo. Sabe esperar. A estas alturas otros hombres habrían agotado ya su munición. Pero no así el general. No,
señor
. Cuando llegue el momento de convencer al presidente, el general estará allí para convencerlo. En mi opinión, es el único hombre de Estados Unidos capaz de hacerlo. Sí, señor.

Obedezco, decían sus ojos de spaniel, pero su mandíbula decía, apártate de mi camino. Viéndolo allí, sentado en posición de firmes, costaba recordar que no llevaba uniforme. Costaba preguntarse si no estaba un poco loco. O si no lo estaban todos ellos. De pronto concluyeron las formalidades. Elliot miró su reloj y, enarcando las cejas, apremió a Tug Kirby sin la menor delicadeza. El coronel se quitó la servilleta del cuello, se limpió los labios remilgadamente y la dejó en la mesa como un ramillete de flores desechado para que Cavendish la recogiese junto con todo lo demás, Kirby encendió un puro.

—Por favor, Tug, ¿te importaría apagar esa mierda? —preguntó Hatry cortésmente.

Kirby aplastó la punta del puro en un cenicero. A veces se olvidaba de las manías de Hatry. Cavendish preguntaba quién añadía azúcar al café y si alguien lo tomaba con leche. Por fin era una reunión y no un banquete. Eran cinco hombres que se detestaban cordialmente, sentados en torno a una lustrosa mesa del siglo xviii y unidos por un gran ideal.

—¿Vais a intervenir o no? —dijo Ben Hatry, que no se distinguía por sus preámbulos.

—Nos
gustaría
, Ben —contestó Elliot, su rostro tan herméticamente cerrado como las puertas de una esclusa.

—¿Y qué os lo impide, joder? Tenéis pruebas de sobra. Controláis el país. ¿A qué esperáis?

—Van querría intervenir. Y también Dirk, ¿no, Dirk? Está todo a punto, ¿no, Dirk?

—Desde luego —murmuró el coronel, moviendo la cabeza en un gesto de desolación y mirándose las manos cruzadas.

—¡Pues intervenid ya de una vez, por Dios! —exclamó Kirby.

Elliot fingió no haberlo oído.

—El
pueblo
norteamericano desearía que interviniésemos —declaró—. Quizá no lo sepan todavía, pero pronto lo sabrán. El pueblo norteamericano querrá recuperar lo que es suyo por derecho y nunca debería haberse entregado. Nadie nos
detiene
, Ben. Contamos con el Pentágono, tenemos la voluntad de hacerlo, los hombres adecuados, la tecnología. Contamos con el Senado y el Congreso. Con el Partido Republicano. Nosotros dictamos la política exterior. En estado de guerra controlamos los medios de comunicación. La última vez nuestro control fue absoluto, y ésta lo será más si cabe. Nadie nos detiene salvo nosotros mismos, Ben. Nadie, y eso es así.

Se produjo un instante de silencio, que rompió Kirby.

—Siempre requiere un poco de valor dar el salto —dijo con aspereza—. Margaret Thatcher no vaciló ni un segundo. Otros no hacen otra cosa que vacilar.

Volvió el silencio.

—Y así es como se pierden los canales, probablemente —comentó Cavendish, pero nadie rió y volvió a imponerse el silencio.

—¿Sabes qué me dijo Van el otro día, Geoff? —preguntó Elliot.

—¿Qué te dijo?

—Fuera de Estados Unidos todos le adjudican un papel a este país. En su mayoría son gente que no encuentra su propio papel. En su mayoría son unos pajilleros.

—El general Van es un hombre profundo —repitió el coronel.

—Adelante —instó Hatry—. ¿Qué más tenéis que decir?

—Ben, no tenemos
base sólida
—admitió, como de periodista a periodista—. No hay a qué
agarrarse
. Tenemos una
coyuntura
. No se ha disparado una sola arma. No hay una sola monja norteamericana violada. No hay un solo niño norteamericano muerto. Únicamente tenemos rumores. Tenemos especulaciones. Tenemos los informes de vuestros espías, que
nuestros
servicios secretos todavía no han corroborado, y eso es una condición ineludible. No estamos ante una situación en la que baste con enardecer a los defensores de causas perdidas del Departamento de Estado o poner pancartas con el lema «¡Quita de ahí tus manos, Panamá!». Estamos ante una situación que exige una acción drástica, y la adaptación retrospectiva de la conciencia nacional. En cuanto a la conciencia nacional, nosotros nos ocuparemos. Podemos contribuir. También usted puede ayudar, Ben.

—Dije que lo haría, y lo haré.

—Pero no puede darnos una base sólida —prosiguió Elliot—. No puede violar monjas ni matar niños.

Kirby lanzó una inoportuna carcajada.

—No estés tan seguro de eso, Elliot —bromeó—. No conoces bien a Ben.

Sin embargo no obtuvo más aplauso que una mirada de consternación por parte del coronel.

—¿Cómo que no hay una base sólida? ¡Joder, claro que la hay! —replicó Ben Hatry, irritado.

—¿Cuál? —preguntó Elliot.

—¡Los desmentidos, joder!

—¿Qué desmentidos? —insistió Elliot.

—Los de todo el mundo. Los panameños lo niegan, los gabachos lo niegan, los amarillos lo niegan. O sea que mienten, como mintió Castro. Castro negó que hubiese misiles rusos en la isla, y Estados Unidos actuó. Los conspiradores del Canal niegan la conspiración, así que volved a actuar.

—Ben, esos misiles estaban
allí
—replicó Elliot—. Teníamos el arma humeante. En este caso no la tenemos. El pueblo norteamericano quiere saber que se hace justicia. Las palabras por sí solas no sirven de nada. Nunca han servido. Necesitamos un arma humeante. El presidente necesita un arma humeante. Si no la hay, no accederá.

—No tendremos por casualidad un par de fotos de ingenieros japoneses con barba excavando un segundo canal a la luz de una linterna, ¿verdad, Ben? —preguntó Cavendish con tono sarcástico.

—No, no tenemos ni una jodida foto —repuso Hatry, que nunca levantaba la voz pero tampoco lo necesitaba—. ¿Y qué vais a hacer, Elliot? ¿Esperar a que los amarillos os envíen una jodida foto para la prensa a la hora de comer del 31 de diciembre de 1999?

Elliot no se inmutó.

—Ben, no disponemos de argumentos emotivos que mostrar por televisión. La última vez tuvimos suerte. Los batallones de la dignidad de Noriega maltrataron a mujeres norteamericanas en las calles de Ciudad de Panamá. Hasta ese momento estuvimos atados de manos. Teníamos las drogas, así que escribimos largo y tendido sobre el narcotráfico. Teníamos su fealdad, así que escribimos largo y tendido sobre eso. Para mucha gente la fealdad es inmoral, y lo explotamos. Teníamos su sexualidad y su vudú jugamos la baza de Castro. Pero hasta que unos irrespetuosos soldados hispanos acosaron a unas norteamericanas decentes en nombre de la dignidad, el presidente no se sintió en la obligación de enviar a las tropas para enseñarles buenos modales.

—He oído decir que eso estaba preparado —comentó Hatry.

—En cualquier caso, no surtiría efecto una segunda vez —contestó Elliot, descartando la sugerencia como si no viniese al caso.

Ben Hatry implosionó. Una prueba nuclear subterránea. No hubo explosión, todo estaba perfectamente ocluido. Sólo un siseo de alta presión cuando expulsó aire, frustración y rabia en un mismo soplido.

—¡Por Dios bendito, Elliot, ese jodido Canal es vuestro!

—También la India fue de Gran Bretaña en una época, Ben.

Hatry no se molestó en responder. Se quedó inmóvil, mirando a través de las cortinas cerradas de la ventana hacia nada que mereciese su tiempo.

—Necesitamos una base sólida —repitió Elliot—. Si no hay base sólida, no hay guerra. El presidente no accederá. Punto.

Correspondió a Geoff Cavendish, con su lustre y su robusta apostura, devolver la luz y la alegría a la reunión.

—Bien, caballeros, me da la impresión de que tenemos muchos puntos de acuerdo. Es el general Van quien debe elegir el momento oportuno para la acción. Eso nadie lo pone en duda. Podríamos soslayar esa cuestión y hablar de otras cosas. Tug, veo que tienes algo que decir.

Hatry se había apropiado de las cortinas. La perspectiva de escuchar a Kirby sirvió sólo para aumentar su abatimiento.

—En cuanto a esa Oposición Silenciosa —dijo Kirby—, el grupo de Abraxas, ¿has hecho ya alguna lectura, Elliot?

—¿Acaso debería?

—¿Y Van?

—Le caen bien.

—Un poco raro, ¿no? —comentó Kirby—. Teniendo en cuenta que Abraxas es antinorteamericano.

—Abraxas no es un títere, no es un cliente —respondió Elliot con ecuanimidad—. Si buscamos un gobierno panameño provisional hasta que la situación permita unas nuevas elecciones, Abraxas tiene muchos puntos a su favor. Los liberales no podrían acusarnos de colonialismo, y tampoco los panameños.

—Y si no funciona, siempre se puede volar su avión —dijo Hatry con malévola intención.

—Sin embargo Elliot —volvía a hablar Kirby— Abraxas es nuestro hombre. No vuestro. Es
nuestro
por decisión
suya
. Con lo cual su oposición es también nuestra. Y por tanto nos toca a nosotros supervisar, aconsejar y aprovisionar. Es importante que lo recordemos. Y en especial que lo recuerde Van. El general Van no quedaría en muy buen lugar si se supiese que Abraxas se ha embolsado los dólares del Tío Sam. O que sus hombres han sido equipados con armamento norteamericano. No conviene que el pobre tipo tenga que cargar con el estigma de colaboracionista yanqui desde el principio, ¿no?

El coronel tuvo una idea. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y resplandecieron. En sus labios apareció una sonrisa de satisfacción.

—¡Escucha, Tug! ¡Podemos presentarlo bajo una bandera falsa! ¡Tenemos
activos
en la zona! Podemos simular que Abraxas recibe el material de Perú, Guatemala o la Cuba de Castro. Tenemos donde elegir. No representaría el menor problema.

Tug Kirby nunca abordaba más de un asunto a la vez.

—Nosotros localizamos a Abraxas, y nosotros lo equiparemos —dijo, inmutable—. El encargado administrativo de la embajada es un especialista en aprovisionamiento. Si queréis poner dinero, será bien recibido. Pero lo ponéis a través de nosotros. Sin ninguna aportación local directa. Nosotros supervisamos a Abraxas, nosotros lo abastecemos. Es nuestro. El y sus estudiantes, sus pescadores y toda su gente. Los abastecemos a todos desde aquí —concluyó, y tamborileó con los nudillos en la mesa del siglo xviii por si no había quedado bastante claro.

—Eso si llega el caso —dijo Elliot al cabo de un rato.

—¿A qué te refieres?

—Si intervenimos —precisó Elliot.

De pronto Hatry desvió la mirada de las cortinas y se volvió hacia Elliot.

—Quiero la exclusiva —exigió—. Mis cámaras y mis periodistas en primera línea, mis chicos corriendo al lado de los estudiantes y los pescadores, en exclusiva. Y todos los demás en el furgón de cola con los repuestos.

Elliot esbozó una irónica sonrisa.

—Quizá su gente debería organizar la invasión por nosotros, Ben. Quizá eso les allanaría el camino de las próximas elecciones. ¿Qué tal una operación de rescate para proteger a los expatriados británicos? Debe de haber por lo menos un par de ellos en Panamá.

—Me alegra que hayas sacado el tema a relucir, Elliot —dijo Kirby.

Un eje de atención distinto. Kirby muy tenso y todas las miradas puestas en él, incluso la de Hatry.

—¿Y eso por qué, Tug? —preguntó Elliot.

—Porque ya es momento de que planteemos qué va a sacar nuestro hombre de esto —contestó Kirby, sonrojándose. Con «nuestro hombre» se refería a nuestro líder, nuestro títere, nuestra mascota.

—¿Lo quieres en la sala de mando del Pentágono sentado junto a Van, Tug? —sugirió Elliot con sarcasmo.

—No seas imbécil.

—¿Quieres enviar tropas británicas en barcos de guerra norteamericanos? Cuenta con ello.

—No, gracias. Eso es vuestro patio trasero. Pero queremos sacar provecho.

—¿Cuánto, Tug? He oído decir que eres un negociador implacable.

—No hablo de dinero. Sacar provecho moral.

Elliot sonrió. Hatry también. La moralidad, daban a entender sus rostros, también era negociable.

—Nuestro hombre debe estar en primer plano —anunció Kirby, enumerando las condiciones con sus enormes dedos—. Nuestro hombre se llevará todos los honores, y entretanto vuestro hombre aplaudirá. Todo el mérito para Gran Bretaña, y que se joda Bruselas. La especial relación entre nuestros países debe airearse bien, ¿no, Ben? Visitas a Washington, un tratamiento preferente, apretones de manos, palabras amables para nuestro hombre. Y vuestro hombre debe venir a Londres en cuanto lo hayáis convencido. Está en deuda y tiene que notarse. El papel del servicio de inteligencia británico debe filtrarse a la prensa respetable. Os daremos el texto, ¿no, Ben? El resto de Europa quedará fuera y los gabachos desacreditados, como de costumbre.

—Déjame eso a mí —dijo Hatry—. El no vende periódicos; yo sí.

Se despidieron como amantes irreconciliados, preocupados por haber dicho lo que no debían, por no haber dicho lo que debían, por no haberse hecho entender. Pondrían al corriente al general Van en cuanto llegasen, dijo Elliot. A ver qué opinaba. El general Van se tomaba su tiempo, dijo el coronel. El general Van era un auténtico visionario. El general Van miraba al horizonte. El general Van sabía esperar.

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