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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (47 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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¡Stormont!
¡La honradez en persona, el perdedor nato, el último hombre intachable, el fiel perro faldero de Maltby con dolor de estómago, azuzando a su señor con gruñidos y gestos de asentimiento mientras su ilustrísima, el obispo Luxmore, les da a los dos la bendición!

¿Era una conspiración o simple cerrilismo?, se preguntaba Osnard una y otra vez. ¿Había acaso una velada insinuación en las palabras de Maltby al decir «no puedes quedarte todo el pastel» y «repartimos las cosas a partes iguales»? ¿Había pensado
Maltby
, ese pedante de falsa sonrisa, meter la mano en la caja? El muy hijo de puta no sabría ni por dónde empezar. No. Imposible. No le des más vueltas. Y hasta cierto punto Osnard había dejado de pensar en ello. Se reafirmó en su natural pragmatismo, renunció a todo afán de venganza y se concentró en salvar los restos de su gran empresa. El barco hace aguas pero no se ha hundido, se dijo. Sigo siendo quien paga a BUCHAN. Maltby tiene razón.

—¿Le apetece otra cosa, señor, o quiere continuar con el whisky de malta?

—Andrew, llámeme Scottie, se lo ruego.

—Lo intentaré —prometió Osnard, y volviendo al comedor, le sirvió a Luxmore otro whisky de tamaño industrial y salió de nuevo al balcón. El vuelo intercontinental, el alcohol y el insomnio empezaban a pasarle factura, concluyó Osnard, examinando con objetividad clínica la figura semiyacente de su superior en la hamaca. Y también la humedad ambiental: la camisa de franela empapada, regueros de sudor en la barba. Y también el terror de sentirse aislado en territorio enemigo sin una esposa que cuidase de él, como se advertía en su mirada de angustia cada vez que un ruido de pisadas, una sirena de la policía o los gritos de algún juerguista reverberaban en los artificiosos desfiladeros de punta Paitilla. El cielo estaba claro como el agua y salpicado de adamantinas estrellas. Una luna idónea para la caza furtiva estampaba una senda de luz entre los barcos anclados ante la bocana del Canal, pero del mar no llegaba ni un soplo de brisa, ni en ese momento ni casi nunca.

—Me preguntó una vez, señor, si la central podía hacer algo para mejorar la situación de este puesto de operaciones —recordó Osnard a Luxmore tímidamente.

—¿Eso dije, Andrew? ¡Vaya! —Luxmore se incorporó, sobresaltado—. Adelante, Andrew, adelante. Aunque me complace ver que se ha instalado aquí muy cómodamente —agregó, no tan complacido, abarcando con un impreciso gesto la vista y el lujoso apartamento—. No crea que es una crítica, nada más lejos. Brindo por usted. Por sus agallas. Por su perspicacia. Por su juventud. Cualidades que todos admiramos. ¡Salud! —Sorbió ruidosamente—. Tiene por delante un gran porvenir, Andrew. Corren tiempos más propicios que en mi época, debo añadir. El colchón es más blando. ¿Sabe cuánto cuesta esto ahora en Inglaterra? Si le devuelven a uno cambio de veinte libras, puede considerarse afortunado.

—Me refiero a la casa franca de que le hablé —le recordó Osnard con el tono de un heredero angustiado ante el lecho de muerte de su padre—. Ya va siendo hora de que abandonemos las casas de citas. Una de esas casas rehabilitadas del casco viejo nos proporcionaría mayores posibilidades operativas.

Sin embargo Luxmore se hallaba en modo de transmisión, no de recepción.

—Hay que ver cómo le ha respaldado esa pandilla de estirados esta noche, Andrew. ¡Santo cielo, no se da con frecuencia que un hombre de su edad reciba tales muestras de respeto! Cuando esto termine, hay una medalla esperándole en algún lugar. Cierta damisela del otro lado del río no tendrá más remedio que reconocer sus méritos. —Un paréntesis mientras contemplaba con perplejidad la bahía, confundiéndola al parecer con el Támesis. De repente despertó—. ¡Andrew!

—¿Señor?

—Ese tipo… Stormont.

—Sí. ¿Qué le pasa?

—Tuvo un serio desliz en Madrid. Un lío con una mujer, una casquivana. Se casó con ella si no recuerdo mal. Tenga cuidado con él.

—Lo tendré.

—Y con ella, Andrew.

—Lo tendré.

—¿Tiene por aquí alguna mujer? —Escudriñó en broma alrededor, bajo el sofá, tras las cortinas, en un alarde de simpatía—. ¿Alguna hispana calentona bien escondida en algún rincón? No me conteste. ¡Salud de nuevo! Guárdeselo para usted. Un joven sensato.

—En realidad he estado muy ocupado para esas cosas, señor —confesó Osnard con una sonrisa apesadumbrada. Pero no se dio por vencido. Tenía la sensación de que sus palabras quedaban grabadas en la memoria subliminal de Luxmore, y más tarde da— rían el fruto deseado—. En mi modesta opinión, y aunque sea una idea utópica, deberíamos aspirar a dos casas francas. Una para la red, que por supuesto sería responsabilidad única y exclusivamente mía… el holding de las islas Caimán es la mejor solución… y otra de acceso muy restringido y estilo más suntuoso con fines representativos para uso del equipo de Abraxas y a la larga, siempre y cuando pueda evitarse la interconcienciación, cosa que en esta etapa considero bastante improbable, de los estudiantes. Y a mi juicio
quizá
también debería ocuparme yo de ésa, al menos en lo que atañe a la adquisición y las cuestiones de seguridad, aunque al final quede en manos del embajador y Stormont. Sinceramente, dudo mucho que posean nuestra pericia. Sería un riesgo que no tenemos por qué correr. Me encantaría conocer su opinión al respecto, señor. No ahora necesariamente. En otro momento. —Una tardía aspiración dental indicó a Osnard que su jefe regional seguía con él, aunque mínimamente. Alargando el brazo, Osnard le quitó a Luxmore el vaso vacío de la mano y lo dejó en la mesa de cerámica—. Así pues, ¿qué me dice, señor? ¿Un apartamento como éste para la oposición, moderno, anónimo, cerca de la comunidad financiera, nadie tendría que salir de su elemento, y una
segunda
casa en el casco viejo, supervisadas conjuntamente? —Osnard venía pensando desde hacía un tiempo en tantear el boyante mercado inmobiliario de Panamá—. En el casco viejo, por norma, las cosas cuestan lo que valen. Lo importante es la situación. En estos momentos un piso restaurado aceptable, por ejemplo un buen dúplex rediseñado por un arquitecto, sale por cincuenta de los grandes, mil arriba, mil abajo. Y en la franja alta, por una mansión con doce habitaciones, un poco de jardín, acceso posterior y vistas al mar, si uno ofrece medio millón, no se lo piensan dos veces. Y en un par de años el valor se habrá doblado, siempre y cuando nadie tome alguna medida drástica respecto al antiguo edificio del club Unión, que Torrijos convirtió en un club para la tropa en venganza por no haber sido admitido en su día. Habría que informarse bien antes. De eso puedo encargarme yo.

—¡Andrew!

—Aquí me tiene. Aspiración dental. Ojos cerrados, y reabiertos súbitamente.

—Dígame una cosa, Andrew.

—Si está en mis manos, Scottie.

Luxmore giró lentamente la cabeza hasta hallarse mirando cara a cara a su subordinado.

—Esa remilgada virgen sajona de mirada insinuante y grandes apéndices delanteros que ha honrado con su presencia la reunión de esta noche…

—¿Sí, señor?

—¿Es acaso lo que en mi juventud llamábamos una calientabraguetas? Porque si alguna vez he visto a una joven que requiriese la plena atención de un tipo de dos metros… ¡Por el amor de Dios, Andrew! ¿Quién demonios puede ser a estas horas de la noche?

Luxmore nunca llegó a enunciar íntegramente su tesis acerca de Fran. El timbre de la puerta se convirtió primero en un repique y luego en una explosión. Como un roedor asustado, Luxmore y su barba retrocedieron a un rincón de la hamaca.

Los instructores de Osnard no se habían equivocado al elogiar su extraordinaria aptitud para la magia negra. Unos cuantos whiskys de malta no bastaban para mermar su capacidad de reacción, y la perspectiva de vengarse de Fran la potenciaba más aún. Si había ido hasta allí para darle un beso y hacer las paces, no había elegido ni el hombre ni el momento oportunos. Cosa que Osnard se proponía dejar bien clara mediante breves y sonoras palabras. Y más le valía quitar el dedo del timbre de una jodida vez.

Innecesariamente, indicó a Luxmore que no se moviese de donde estaba, y acto seguido se encaminó con actitud resuelta hacia el recibidor, cerrando puertas a su paso, y echó un vistazo por la mirilla. La lente estaba empañada. Sacó un pañuelo del bolsillo y la limpió. Miró de nuevo y vio un ojo borroso, de sexo ambiguo, que lo miraba a él desde el otro lado mientras el timbre seguía sonando como una alarma contra incendios. De pronto el ojo se apartó, y Osnard reconoció a Louisa Pendel, que llevaba unas gafas de concha y poco más. Haciendo equilibrios sobre un solo pie, se disponía a quitarse un zapato con la obvia intención de aporrear la puerta.

Louisa no recordaba qué gota había hecho rebosar el vaso, ni le importaba. Al regresar de su partido de squash se había encontrado la casa vacía. Los niños estaban en casa de los Rudd y pasarían allí la noche. Consideraba a Ramón uno de los personajes más incalificables de Panamá y le horrorizaba la sola idea de que sus hijos se acercasen a él. Su aversión no se debía tanto a la misoginia de Ramón como al modo en que insinuaba que conocía más detalles sobre la vida de Harry que ella, y todos reprobables. Y al modo en que se cerraba en banda, igual que Harry, cada vez que ella hablaba del arrozal, pese a que se había comprado con su dinero.

Pero nada de esto justificaba la sensación de malestar que la había invadido al llegar a casa después del squash, ni su repentino e infundado llanto, siendo que en los últimos diez años había tenido con frecuencia motivos para llorar y siempre se había contenido. Así que supuso que la causa era una especie de desesperación acumulada, unida a un generoso vodka con hielo que se había tomado antes de la ducha porque le apetecía. Después de ducharse observó en el espejo del dormitorio su cuerpo desnudo, aquel metro ochenta de mujer.

Objetivamente. Olvidando por un momento mi estatura. Olvidando a mi preciosa hermana con su cabellera dorada, su culo y sus tetas de póster central de
Playboy
, y su lista de conquistas, más larga que el listín telefónico de Ciudad de Panamá. ¿Querría o no querría acostarme con esta mujer si fuese un hombre? Supuso que sí, pero ¿basándose en qué? No tenía más referencia que Harry.

Planteó la pregunta de otro modo. Si fuese Harry, ¿desearía aún acostarse con esta mujer después de doce años de matrimonio? Y la respuesta a eso, basándose en su experiencia reciente, era no. Demasiado cansado. Demasiado tarde. Demasiado conciliatorio. Demasiado culpabilizado por algo. Sí, en realidad siempre se sentía culpable. Era su especialidad. Pero últimamente lo utilizaba como pancarta: estoy confiscado, soy intocable, soy culpable, no te merezco, buenas noches.

Enjugándose las lágrimas con una mano y aferrándose al vaso con la otra, continuó desfilando ante el espejo, examinándose, contrayendo esta parte e hinchando aquélla, y pensando en lo fácil que le resultaba todo a Emily: tanto si jugaba al tenis, como si montaba a caballo o nadaba, no ejecutaba un solo movimiento sin gracia ni proponiéndoselo. Contemplándola, incluso otra mujer se ponía al borde del orgasmo. Louisa se contorsionó obscenamente, la peor ramera sobre la faz de la tierra. Un desastre. Demasiado huesuda. Sin soltura. Cadera rígida. Demasiado vieja. Siempre lo he sido. Demasiado alta. Desesperada, volvió a la cocina y, todavía desnuda, se sirvió sin vacilar un segundo vodka, esta vez sin hielo.

Y fue una auténtica copa, no un «quizá me vendría bien una copa», porque tuvo que abrir otra botella y buscar antes un cuchillo para cortar el precinto, que no era lo que una haría al servirse con indiferencia, casi por accidente, un poco de algo para levantar el ánimo mientras su marido andaba por ahí follándose a su querida.

—¡Que se vaya a la mierda! —exclamó.

La botella procedía de las nuevas reservas de Harry para invitados. Reembolsable, había dicho Harry.

—Reembolsable ¿por quién? —había preguntado Louisa.

—Hacienda.

—Harry, no quiero que mi casa se convierta en un bar libre de impuestos.

Una sonrisa culpable. Lo siento, Lou. Así es la vida. No era mi intención molestarte. No lo volveré a hacer. Alejándose encogido, arrastrando los pies.

—¡Que se vaya a la mierda! —repitió, y eso le proporcionó cierto desahogo.

Y que se vaya a la mierda Emily también, pensó, porque de no haber tenido que competir con Emily nunca habría seguido el elevado camino de la moral, nunca habría fingido estar en desacuerdo con todo, nunca habría conservado la virginidad tanto tiempo que acabé batiendo la plusmarca mundial sólo para demostrar a los demás lo pura y formal que era en contraste con mi jodida y preciosa hermanita. Nunca me habría enamorado de todos los pastores de menos de noventa años que subían al púlpito de Balboa y nos instaban a arrepentirnos de nuestros pecados, en especial los de Emily; nunca me habría mostrado como una devota Doña Perfecta y juez del mal comportamiento ajeno cuando sólo deseaba que me tocasen, admirasen, mimasen y follasen como a cualquier otra chica.

Y a la mierda también el arrozal.
Mi
arrozal, al que Harry no me llevará nunca más porque ha instalado allí a su condenada
chiquilla
: Quédate aquí, cariño, esperándome asomada a la ventana hasta que vuelva. A la mierda. Un trago de vodka. Otro trago. Después otra más grande que llegue a las partes que realmente cuentan. Así fortalecida, regresó al dormitorio para reanudar sus piruetas con mayor abandono: ¿Es esto erótico? ¡Vamos, dímelo! ¿Y esto? ¿No? Bien, pues ¿qué me dices de esto otro? Pero no había nadie para contestarle. Nadie para aplaudir, reír o ponerse cachondo. Nadie para beber con ella, cocinar para ella, besarle el cuello y hacerla callar. Nadie. Tampoco Harry.

Así y todo, los pechos no están mal para una mujer de cuarenta años. Mejor que los de Jo-Ann cuando se desnuda. No los tengo como los de Emily, pero ¿quién los tiene como ella? Y ahora un brindis por ellos. Un brindis por mis tetas. Tetas, erguíos, estamos bebiendo a vuestra salud. De pronto se dejó caer en la cama y se quedó sentada con la barbilla apoyada en las manos, observando el teléfono de la mesilla de Harry, que había empezado a sonar.

—Vete a la mierda —le aconsejó. Y por si no había quedado bastante claro, levantó el auricular un par de centímetros y gritó—: ¡Vete a la mierda! —Luego volvió a colgar.

Pero cuando una tiene hijos, siempre acaba por descolgar.

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