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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (49 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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—¿Harry? —grita a pleno pulmón para intimidarlo—. ¿Harry? ¿Dónde has metido las cartas de esa miserable zorra? Harry, quiero saberlo.

Libros sobre los tratados del Canal. Libros sobre la droga y «¿Hacia dónde va Latinoamérica?». La duda sería más bien hacia dónde coño va mi marido. Y hacia dónde el pobre Ernesto si de Harry depende. Louisa se sienta y habla a su marido con un tono sereno y razonable, un tono pensado para no dominarlo. Los gritos ya no sirven. Le habla como un ser humano maduro a otro desde la butaca con armazón de teca donde se acomodaba su padre cuando pretendía que ella se sentase en su regazo.

—Harry, no entiendo qué haces en tu estudio una noche tras otra llegues a casa a la hora que llegues y de dondequiera que vengas. Si estás escribiendo una novela sobre la corrupción, una autobiografía o una historia sobre el oficio de sastre a través de los tiempos, creo que deberías informarme, pues al fin y al cabo somos marido y mujer.

Harry se
aplasta
, que es como describe él su actitud cuando bromea sobre la falsa humildad de un sastre.

—Hago cuentas, Lou. Durante el día, con el timbre sonando a todas horas, no tengo la afluencia necesaria.

—¿Las cuentas del
arrozal
?

Louisa está dejándose llevar otra vez por su mal carácter. El arrozal es tema prohibido en las conversaciones familiares y en teoría ella debería respetar la norma: «Ramón está reestructurando las finanzas, Lou, y la labor de Ángel deja un poco que desear».

—De la sastrería —murmura Harry como un penitente.

—Harry, no soy una inútil. Sacaba muy buenas notas en matemáticas. Puedo ayudarte siempre que quieras.

Antes de que Louisa termine la frase, Harry niega ya con la cabeza.

—No se trata de esa clase de cuentas, Lou, ¿comprendes? Es más bien la parte creativa. Cuentas en el aire.

—¿Por eso has llenado de garabatos los márgenes de
Path Between the Seas
de McCullough? ¿Para que ya no pueda leerlo nadie más excepto tú?

Harry sonríe; es una sonrisa postiza.

—Ah, sí, en eso tienes razón, Lou, muy observadora. ¿Sabes?, estoy pensando en encargar ampliaciones de algunos de los grabados antiguos. Quizá unas cuantas imágenes del Canal y algún que otro objeto relacionado contribuirían a crear un ambiente más panameño en la sala de reuniones.

—Harry, siempre has dicho, y coincido contigo, que a los panameños, salvo algunas honrosas excepciones como Ernesto Delgado, les importa muy poco el Canal. No lo construyeron ellos. Lo construimos nosotros. Ni siquiera aportaron su trabajo. La mano de obra vino de China, África, Madagascar, el Caribe y la India. Y Ernesto es un buen hombre.

¡Dios mío!, pensó Louisa. ¿Por qué hablo de esa manera? ¿Por qué tengo que ser una bruja vocinglera y santurrona? Muy sencillo: porque Emily es una ramera.

Se quedó sentada ante el escritorio de Harry, con la cabeza entre las manos, arrepentida de haber forzado los cajones, arrepentida de haber gritado por teléfono a aquella pobre desdichada, arrepentida una vez más de haber concebido tan malignos pensamientos sobre su hermana. Nunca más hablaré a nadie en ese tono, decidió. No soy mi jodida madre ni mi jodido padre, y no soy tampoco una devota Doña Perfecta de la Zona. Y lamento mucho no haber sido capaz de contenerme y, en un momento de tensión y bajo la influencia del alcohol, haber insultado a otra pecadora como yo, aunque sea la querida de Harry, y si lo es, la mataré. Registrando otro cajón que hasta ese momento había pasado por alto, halló otra obra maestra inconclusa:

Andy, te alegrará saber que nuestro nuevo acuerdo ha sido bien acogido por todas las partes, especialmente la femenina. Pasando todo a través de mí, L no tendrá mala conciencia respecto al sinvergüenza de Ernie, y aparte el trato de uno a uno será más seguro por lo que se refiere a la familia.

Seguiré con esto en la sastrería.

Y yo también, pensó Louisa en la cocina, tomándose otro vodka para el camino. El alcohol ya no la afectaba, había descubierto. Sí la afectaba en cambio Andy, alias Andrew Osnard, que había sustituido a Sabina como objeto de su curiosidad tras la lectura de esa última nota.

Pero eso no era una novedad.

Había sentido curiosidad por el señor Osnard desde la excursión a la isla de Todo Tiempo, cuando llegó a la conclusión de que Harry quería que se acostase con él para apaciguar su conciencia, aunque por lo que Louisa sabía de la conciencia de Harry, un polvo difícilmente iba a resolver el problema.

Debía de haber pedido un taxi por teléfono, porque había uno frente a la puerta y acababa de sonar el timbre.

Osnard volvió la espalda a la mirilla y, cruzando el comedor, volvió al balcón, donde Luxmore seguía sentado en la misma postura semifetal, demasiado asustado para hablar o actuar. Tenía los ojos enrojecidos y muy abiertos, y el miedo le contraía el labio superior en una mueca de desdén, dejando a la vista dos dientes amarillentos entre el bigote y la barba que debían de ser los que succionaba cuando quería remarcar un giro afortunado en la frase.

—Acabo de recibir una visita imprevista de BUCHAN dos —informó Osnard en un susurro—. Nos encontramos ante una situación delicada. Será mejor que se marche cuanto antes.

—Andrew, soy un funcionario de alto rango. ¡Dios mío! ¿Qué son esos golpes? Va a despertar a los muertos.

—Métase en el guardarropa de la entrada. Cuando me oiga cerrar la puerta del comedor, baje al vestíbulo, déle un dólar al conserje y dígale que le pida un taxi para ir a El Panamá.

—¡Por Dios, Andrew!

—¿Qué?

—¿Está seguro de que no corre peligro? Escuche esos golpes. ¿Juraría que es la culata de una pistola? Deberíamos llamar a la policía. Andrew, sólo una cosa más.

—¿Qué?

—¿Puedo fiarme del taxista? Se oyen historias sobre algunos de esos tipos. Cadáveres flotando en el puerto. Yo no hablo español, Andrew.

Osnard ayudó a Luxmore a levantarse, lo llevó hasta el recibidor, lo metió a empujones en el guardarropa y cerró la puerta. A continuación se volvió hacia la puerta de entrada, quitó la cadena, descorrió los cerrojos, hizo girar la llave y abrió. Cesaron los golpes pero el timbre siguió sonando.

—Louisa —dijo, apartándole el dedo del botón—. ¡Cuánto me alegro! ¿Dónde está Harry? ¿Por qué no pasas?

Agarrándola de la muñeca, tiró de ella hacia dentro y cerró la puerta, pero sin echar la llave ni los cerrojos. Quedaron cara a cara y muy cerca, Osnard sujetándole a Louisa la mano en alto como si se dispusiesen a bailar un antiguo vals, y era la mano que sostenía el zapato. Louisa dejó caer el zapato. No emitía sonido alguno pero Osnard le olió el aliento, idéntico al de su madre cuando se obstinaba en darle un beso. Vestía una prenda muy fina. Los pechos y el prominente triángulo de vello púbico se dibujaban con toda claridad bajo la tela roja.

—¿A qué coño juegas con mi marido? —preguntó—. ¿Qué es toda esa mierda que te ha estado contando sobre Delgado, el soborno de los franceses y los contactos con los carteles colombianos? ¿Quién es Sabina? ¿Quién es Alfa?

Pese a la fuerza de sus palabras, hablaba de un modo vacilante, con una voz carente de la potencia y la convicción necesarias para penetrar en el guardarropa. Y Osnard, con su instintiva percepción de la debilidad ajena, advirtió de inmediato el temor de Louisa: temor a él, temor a Harry, temor a lo prohibido y, por encima de todo, temor a oír cosas tan horribles que su eco la persiguiese eternamente. Osnard, por su parte, acababa de oírlas. Con sus preguntas, Louisa había disipado ya todas las dudas que en las últimas semanas habían ido amontonándose como mensajes pendientes de lectura en los rincones secretos de su conciencia: no sabe nada; Harry no la ha reclutado; todo es un engaño.

Louisa estaba a punto de repetir su pregunta, ampliarla o formular otra, pero Osnard no podía arriesgarse a que Luxmore la oyese. Tapándole la boca con una mano, le bajó el brazo, se lo dobló tras la espalda, la obligó a darse media vuelta y la hizo entrar en el comedor a la vez que, con un pie, cerraba ruidosamente la puerta. Al llegar al centro del comedor, Osnard se detuvo y la atrajo contra sí. En el forcejeo dos de los botones del salto de cama se habían desabrochado, revelando sus pechos. Osnard notaba los latidos del corazón de Louisa en su antebrazo. Su respiración se había convertido en un profundo y lento jadeo. Oyó cerrarse la puerta de la entrada al salir Luxmore. Esperó y oyó la campanilla del ascensor y el suspiro asmático de las puertas eléctricas. Oyó descender el ascensor. Retiró la mano de la boca de Louisa y notó saliva en la palma. Ahuecó la mano en torno a un pecho desnudo y notó endurecerse el pezón bajo la palma. Todavía detrás de ella, le soltó el brazo y lo vio caer lánguidamente a un costado. La oyó susurrar algo mientras se descalzaba el otro zapato.

—¿Dónde está Harry? —preguntó Osnard, rodeando aún su cuerpo con un brazo.

—Ha ido a ver a Abraxas. Está muerto.

—¿Quién está muerto?

—Abraxas. ¿Quién coño va a ser? Si Harry estuviese muerto, no podría haber ido a verlo, ¿no?

—¿Dónde ha muerto?

—En Guararé. Dice Ana que se ha pegado un tiro.

—¿Quién es Ana?

—La amante de Mickie.

Osnard rodeó con la mano derecha el otro pecho de Louisa y fue invitado a saborear un bocado de áspero cabello castaño cuando ella echó atrás la cabeza y apretó el trasero contra sus ingles. La volvió parcialmente hacia sí y la besó en la sien y el pómulo, lamió el sudor que le corría por la cara, y notó aumentar su temblor hasta que ella misma buscó la boca de Osnard con sus labios y sus dientes y la exploró con su lengua. Osnard vio por un instante sus ojos firmemente cerrados y las lágrimas que rodaban de las comisuras de sus párpados y la oyó murmurar:

—Emily.

—¿Quién es Emily? —preguntó.

—Mi hermana. Te hablé de ella en la isla.

—¿Qué demonios sabe tu hermana de todo esto?

—Vive en Dayton, Ohio, y se tiró a todos mis amigos. ¿No sientes un poco de vergüenza?

—No. La perdí toda de niño.

A continuación Louisa le sacó a tirones los faldones de la camisa con una mano mientras con la otra hurgaba torpemente en la cintura de su pantalón de Pendel Braithwaite. A la vez susurraba frases que Osnard no alcanzaba a oír y que en cualquier caso no le interesaban. Osnard hizo ademán de desabrocharle el tercer botón, pero ella le apartó la mano con impaciencia y se quitó el salto de cama por la cabeza. Osnard se descalzó y se despojó simultáneamente del pantalón, el calzoncillo y los calcetines, dejándolo todo tirado en un único fardo de ropa. Luego se sacó la camisa sin desabotonársela. Desnudos y separados, se evaluaron mutuamente, luchadores a punto de entablar pelea. Osnard la atrajo hacia sí, la levantó en brazos sin aparente esfuerzo, cruzó con ella el umbral del dormitorio, y la echó en la cama, donde Louisa arremetió contra él en el acto con impetuosas embestidas.

—¡Espera, por Dios! —ordenó Osnard, apartándola.

Entonces empezó a hacerle el amor muy lentamente, empleando todas sus habilidades y las de ella. Para hacerla callar. Para sujetar a la cubierta un cañón suelto. Para tenerla en su bando en previsión de cualquier batalla que pudiese depararle el futuro inminente. Porque una de mis máximas es nunca rechazar una proposición razonable. Porque me atrae desde que la conozco. Porque follarse a las esposas de los amigos siempre es como mínimo interesante.

Louisa yacía de espaldas a él, con la cabeza bajo la almohada y las piernas encogidas para protegerse, tapada con la sábana hasta la nariz. Había cerrado los ojos, más para morir que para dormir. Tenía diez años de nuevo y se hallaba en su habitación de Gamboa, con las cortinas echadas. La habían enviado allí para arrepentirse de sus pecados después de hacer jirones una blusa de Emily con una tijera aduciendo que era muy atrevida. Deseaba levantarse de la cama, pedirle prestado el cepillo de dientes, vestirse, peinarse y salir de allí, pero para llevar a cabo cualquiera de esas acciones debía antes admitir la realidad del tiempo y el espacio y el cuerpo desnudo de Osnard tendido junto a ella y el hecho de que no tenía nada que ponerse salvo un ligero salto de cama rojo con los botones arrancados —y además, ¿dónde demonios estaba?— y un par de zapatos, llanos a fin de no aumentar su estatura, igualmente ilocalizables. Aparte, le dolía de tal modo la cabeza que quizá lo más sensato era rogarle que la llevase a un hospital, donde podría comenzar de nuevo desde el principio la noche anterior, sin vodka, sin forzar el escritorio de Harry si realmente lo había hecho, sin Marta, sin la visita a la sastrería, sin la muerte de Mickie, sin las calumnias de Harry sobre Delgado, y sin Osnard y todo aquello. En dos ocasiones había ido al baño, una para vomitar, pero las dos veces había vuelto a la cama e intentado deshacer todo lo que había ocurrido, y en ese momento Osnard hablaba por teléfono, y por más almohadas que se pusiese sobre la cabeza, no podía dejar de oír su detestable dejo inglés a medio metro de ella, ni el soñoliento y desconcertado acento escocés procedente del otro lado de la línea, como las últimas señales de una radio averiada.

—Han llegado noticias alarmantes, señor.

—¿Alarmantes? ¿A quién han alarmado? —preguntó la voz escocesa, despertando.

—Acerca de nuestro barco griego.

—¿
Barco
griego? ¿Qué barco griego? ¿De qué habla, Andrew?

—Nuestro buque insignia, señor. El buque insignia de las Líneas Marítimas Silenciosas.

Un largo silencio.

—¡Mensaje recibido, Andrew! ¡Dios mío, el griego! Queda claro. ¿Algo grave? ¿Qué ha pasado?

—Parece que se ha ido al fondo, señor.

—¿Al fondo? Al fondo ¿de qué? ¿Cómo?

—Ha naufragado. —Una pausa para dar tiempo a asimilar la noticia del naufragio—. Está fuera de servicio. Ha pasado a mejor vida. Las circunstancias aún no se conocen. He enviado a un escritor a investigar.

Otro silencio de perplejidad al otro lado de la línea, compartido por Louisa.

—¿Un escritor?

—Uno famoso.

—¡Mensaje recibido! Ya capto. El autor más leído de todos los tiempos. Perfecto. ¿Qué más, Andrew? ¿Cómo ha naufragado? ¿Ha sido un naufragio definitivo, quiere decir?

—Según los primeros informes, no navegará nunca más —corroboró Osnard.

—¡
Dios
santo! ¿Quién ha sido, Andrew? Esa mujer, estoy seguro. Después de la aparición de anoche, la creo capaz de cualquier cosa.

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