El sastre de Panamá (52 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
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—Llévatelo de aquí —balbuceó Ana desde la silla de mimbre. Y alzando mucho más la voz, añadió—: Mi padre me matará. Llévatelo. Es un espía inglés. Eso dijeron. Y tú también lo eres.

—Cállate —ordenó Pendel, sorprendiéndose a sí mismo.

Y de pronto Harry Pendel cambió. No era otro hombre sino que por fin era él, un hombre pletórico de fuerza y dueño de sí mismo. Alumbrado por la extraordinaria luz de la revelación vio, más allá de la melancolía, la muerte y la pasividad, la reválida de su vida como artista, un acto de simetría y desafío, venganza y reconciliación, un salto majestuoso al reino en que las frustrantes limitaciones de la realidad quedan eclipsadas por la verdad superior del sueño del creador.

Y algún indicio de la resurrección de Pendel debió de trascender a Ana, porque tras tomar unos sorbos de café dejó la taza y fue a ayudarlo en las tareas de limpieza: primero llenar de agua una palangana y añadir desinfectante, luego buscar una escoba, una fregona, rollos de toallas de papel, paños de cocina, detergente y un cepillo de fregar, después encender una vela y colocarla a baja altura para que la llama no se viese desde la plaza, donde un nuevo despliegue de fuegos artificiales, esta vez lanzados al aire y no a los gringos que pasaban, anunciaba la elección de la reina de la belleza, y al cabo de un momento ésta apareció en su carroza con su
mantilla
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blanca, su corona de flores blancas, sus hombros blancos y una mirada radiante y orgullosa, una muchacha de una vitalidad y una hermosura tan refulgentes que primero Ana y luego Pendel interrumpieron sus tareas para verla pasar con su séquito de princesas y saltimbanquis y flores suficientes para mil funerales de Mickie.

Reanudaron el trabajo. Restregaron y fregaron hasta que el agua de la palangana pareció negra en la penumbra y tuvieron que cambiarla y luego cambiarla otra vez, pero Ana trabajaba con el ahínco que Mickie siempre le atribuía —una buena compañera, decía, tan insaciable en la cama como en el restaurante—, y pronto el restregar y fregar se convirtió en una catarsis para ella y empezó a parlotear alegremente como si Mickie sólo se hubiese marchado un momento a comprar otra botella o a tomar un whisky con un vecino en alguno de los porches iluminados, donde en ese mismo instante la gente aplaudía y jaleaba a la reina de la belleza, en lugar de yacer boca abajo en medio del suelo con una colcha en la cabeza, el trasero en alto y la mano extendida aún hacia la pistola que Pendel, sin que Ana lo notase, había guardado en un cajón para usarla más tarde.

—Mira, mira, es el párroco —dijo Ana, que no dejaba de hablar.

Un grupo de hombres eminentes ataviados con
panabrisas
blancas acababa de llegar al centro de la plaza, rodeado por otro grupo de hombres con gafas de sol. Así lo haré, pensó Pendel. Le daré un carácter oficial.

—Necesitaremos vendas —dijo—. Busca un botiquín.

No había botiquín, así que cortaron en tiras una sábana.

—También tendré que comprar una colcha nueva —comentó Ana.

El esmoquin magenta de Mickie colgaba del respaldo de una silla. Pendel alargó el brazo, sacó la cartera de Mickie y le entregó a Ana un fajo de billetes, suficiente para una colcha nueva y un poco de diversión.

—¿Cómo está Marta? —preguntó Ana, guardándose el dinero en el escote.

—Muy bien —contestó Pendel efusivamente.

—¿Y tu esposa?

—Bien, gracias.

Para vendarle la cabeza a Mickie tuvieron que sentarlo en la silla de mimbre donde había estado Ana un rato antes. Primero cubrieron la silla con toallas, luego Pendel volvió cara arriba a Mickie, y Ana llegó al lavabo justo a tiempo de vomitar, sin poder siquiera cerrar la puerta, levantando una mano con los dedos extendidos en un delicado gesto. Mientras Ana vomitaba, Pendel se inclinó sobre Mickie y recordó de nuevo a Spider, y cómo le había practicado el boca a boca sabiendo que no conseguiría reanimarlo ni insuflándole en los pulmones todo el aire del mundo, por más que los carceleros culpables lo alentasen a seguir intentándolo.

Pero Spider nunca había sido amigo suyo en la misma medida que Mickie, ni su primer cliente, ni un esclavo del pasado de su padre, ni un preso de conciencia en las cárceles de Noriega, ni le habían arrancado la conciencia a golpes durante su condena. Spider nunca había pasado de mano en mano por la cárcel como carne nueva para disfrute de psicópatas. Spider había enloquecido porque estaba acostumbrado a follarse a dos mujeres por día y tres los domingos, y la perspectiva de cinco años sin un solo polvo equivalía para él a morir lentamente de inanición. Y Spider se había ahorcado y se había ensuciado los pantalones y la lengua le había asomado entre los labios, lo cual hizo aún más ridículo el boca a boca, mientras que Mickie se había destrozado la cara, dejándose un lado entero, si uno pasaba por alto el orificio negro, y el otro tan hecho trizas que uno no podía pasar nada por alto.

Pero como compañero de celda y víctima de la traición de Pendel, Mickie se resistió con la obstinación de su corpulencia. Cuando Pendel lo cogió por debajo de las axilas, Mickie hizo valer más aún su peso, y a Pendel le representó un esfuerzo colosal levantarlo y otro no menor evitar que se desplomase de nuevo cuando lo tenía ya casi en la silla. Y darle a su cabeza una forma vagamente regular requirió una considerable cantidad de relleno y vendas. Pero de algún modo Pendel obtuvo un resultado satisfactorio, y cuando Ana regresó, le pidió que sujetase a Mickie la nariz con dos dedos para poder pasar la venda por encima y por debajo de ella, dejándole así espacio para respirar, esfuerzo tan inútil como tratar de devolver la respiración a Spider, pero al menos en el caso de Mickie tenía un objetivo. Y colocando la venda oblicuamente, logró asimismo dejarle un ojo al descubierto para que pudiese ver, ya que Mickie, hiciera lo que hiciese mientras apretaba el gatillo, había acabado con aquel único ojo muy abierto, e incluso se advertía en él una expresión de perplejidad. Así que Pendel vendó alrededor, y cuando hubo terminado, solicitó la ayuda de Ana para arrastrar a Mickie y la silla lo más cerca de la puerta posible.

—En mi pueblo la gente tiene un serio problema —le confió Ana, necesitando obviamente una sensación de intimidad—. El cura es homosexual, y lo odian; en cambio, el cura del pueblo de al lado se folla a todas las chicas y lo adoran. En los pueblos pequeños se plantean esa clase de problemas humanos. —Se detuvo para tomar aliento y recuperar fuerzas—. Mi tía es muy estricta. Escribió al obispo para decirle que los sacerdotes que follan no son buenos sacerdotes. —Dejó escapar una risa encantadora—. El obispo le contestó: «Dígale eso a mis feligreses y verá lo que le hacen».

Pendel rió también.

—Parece un buen obispo —comentó.

—¿Te verías capaz de ser sacerdote? —preguntó Ana, empujando de nuevo—. Mi hermano sí que es muy creyente. «Ana —me dice—, creo que voy a ordenarme sacerdote». Y yo le digo: «Estás loco». Nunca ha salido con una chica, ése es su problema. Quizá también sea homosexual.

—Cierra la puerta con llave cuando salga y no abras hasta que regrese —indicó Pendel—. ¿Entendido?

—Entendido. Cierro con llave.

—Daré tres golpes suaves y uno fuerte. ¿Entendido?

—No sé si me acordaré de eso.

—Claro que te acordarás.

Después, viéndola mucho más alegre, Pendel pensó que conseguiría la curación completa sugiriéndole que se volviese y admirase su gran obra: las paredes, el suelo y los muebles limpios, y en lugar de un amante muerto, una baja más de los fuegos artificiales de Guararé con un vendaje improvisado, sentado estoicamente ante la puerta en espera de que su viejo amigo pase a recogerlo con el todoterreno.

Pendel había circulado a paso de caracol entre los ángeles, y los ángeles le habían dado palmadas al todoterreno como si fuese la grupa de un caballo, habían gritado «¡Arre, gringo!», y habían lanzado petardos bajo el chasis, y un par de chicos se habían encaramado al parachoques trasero, e incluso habían intentado en vano que una princesa de la belleza se sentase en el capó, pero la chica no quería ensuciarse la blusa blanca, y Pendel no la alentó porque no era momento de dar paseos a nadie. Por lo demás había sido un recorrido sin incidentes, lo cual le había permitido ajustar algunos detalles de su plan porque, como Osnard había recalcado en las sesiones de adiestramiento, el tiempo destinado a los preparativos nunca es tiempo perdido, siendo el secreto del éxito analizar una operación clandestina desde los puntos de vista de todos los implicados y preguntarse: ¿Qué hará él? ¿Qué hará ella? ¿Adónde irá cada uno cuando esto acabe? Y así sucesivamente.

Dio tres golpes suaves y uno fuerte pero no hubo respuesta. Repitió la maniobra y oyó un alegre «¡Ya voy!». Cuando Ana abrió la puerta —sólo parcialmente porque Mickie estaba detrás—, Pendel vio, bajo el tenue resplandor de la plaza, que se había peinado y se había puesto una blusa limpia que le dejaba los hombros al descubierto como las que llevaban todos los demás ángeles, y que las ventanas del porche estaban abiertas para dar entrada al olor de la pólvora y alejar el de la sangre y el desinfectante.

—En tu habitación hay un escritorio —dijo Pendel.

—¿Y?

—Busca una hoja de papel. Y también un lápiz o un bolígrafo. Hazme un cartel donde diga ambulancia para ponerlo en el salpicadero del todoterreno.

—¿Vas a hacer ver que eres una ambulancia? Genial.

Como una adolescente en una fiesta, desapareció en la habitación, y entretanto Pendel sacó la pistola de Mickie del cajón y se la guardó en el bolsillo de los pantalones. No sabía nada de armas y aquélla no parecía demasiado grande, pero debía de tener un buen calibre, como atestiguaba el orificio en la cabeza de Mickie. De pronto se le ocurrió coger también un cuchillo de sierra de un cajón de la cocina y lo envolvió en una toalla de papel antes de esconderlo. Ana regresó con expresión triunfal: había encontrado el cuaderno de dibujo de un niño y lápices de colores. El único problema era que, en su entusiasmo, se había olvidado la «I» en la última sílaba de la palabra, de modo que el cartel rezaba: ambulanca. Pero por lo demás era un buen cartel, así que lo cogió, fue a colocarlo en el salpicadero del todoterreno y encendió las luces intermitentes de emergencia para acallar los bocinazos de los vehículos parados detrás del suyo.

Una vez más el humor acudió en auxilio de Pendel, pues cuando empezaba a subir por los peldaños del porche, se volvió hacia los indignados conductores y con una sonrisa juntó las manos en un gesto de súplica para obtener su indulgencia y luego alzó un dedo pidiéndoles un minuto. A continuación abrió la puerta de la casa y encendió la luz del recibidor, revelando a Mickie con la cabeza vendada y un solo ojo, tras lo cual los bocinazos y los gritos remitieron casi por completo.

—Ponle el esmoquin sobre los hombros cuando lo levante —dijo a Ana—. Todavía no. Espera.

Entonces Pendel se acuclilló en la postura de un levantador de pesas y recordó que era fuerte, además de traidor y asesino, y que su fuerza residía en los muslos, las nalgas, el vientre y los hombros, y que en el pasado ya había tenido que llevar a Mickie a su casa en muchas ocasiones y aquélla no era distinta, salvo por el hecho de que Mickie no sudaba, ni amenazaba con vomitar, ni rogaba que lo devolviesen a la cárcel, refiriéndose a su esposa.

Con todo esto en la mente, Pendel rodeó la espalda de Mickie con un brazo y lo puso en pie, pero aquellas piernas no proporcionaban gran sostén, y peor aún, ningún equilibrio, porque en aquel calor húmedo Mickie apenas se había puesto rígido. Así que Pendel tuvo que aportar la rigidez necesaria mientras ayudaba a su amigo a salir y, con un brazo en la balaustrada de hierro y toda la fuerza que le habían otorgado sus dioses, a descender por los cuatro peldaños hasta el todoterreno. La cabeza de Mickie descansaba ahora sobre el hombro de Pendel, y éste percibía el olor de la sangre a través de los jirones de sábana. Ana le había colgado el esmoquin de los hombros, y Pendel no sabía con certeza por qué se lo había pedido, a no ser porque era un buen esmoquin y no resistía la idea de que Ana se lo regalase al primer mendigo que pasase por la calle; quería que el esmoquin desempeñase algún papel en la gloria póstuma de Mickie, porque ahí es a donde vamos, Mickie —tercer peldaño—, vamos hacia nuestra gloria, y tú serás el más elegante de la fiesta, el héroe mejor vestido que las chicas han visto jamás.

—Adelántate y abre la puerta del coche —indicó a Ana, y en ese preciso instante Mickie, en una de sus habituales e imprevisibles reafirmaciones de su voluntad, decidió acelerar la marcha, en esta ocasión lanzándose hacia el todoterreno en caída libre desde el último peldaño. Pero Pendel no tenía por qué preocuparse. Dos muchachos lo esperaban con los brazos abiertos, atraídos por Ana; era una de esas chicas que congregan una corte de admiradores con sólo salir a la calle.

—Id con cuidado —les ordenó severamente—. Puede que se haya desmayado.

—Tiene los ojos abiertos —observó uno de los muchachos, incurriendo en la errónea aunque harto corriente suposición de que si uno ve un ojo, el otro tiene que estar también ahí.

—Echadle la cabeza hacia atrás —dijo Pendel.

Pero Mickie la echó atrás él mismo mientras los muchachos lo miraban alarmados. Pendel graduó el reposacabezas del asiento del acompañante y acomodó en él la cabeza de Mickie, extendió el cinturón de seguridad en torno a su enorme abdomen y lo abrochó, cerró la puerta, dio las gracias a los muchachos, expresó su gratitud con un gesto a los conductores que esperaban tras él, y se sentó al volante.

—Diviértete en las fiestas —dijo Pendel, pero ya no era un mandato.

Ana volvía a ser la de siempre y lloraba desconsoladamente, insistiendo en que Mickie no había hecho nada en toda su vida que mereciese la persecución de la policía.

Condujo despacio, pues así se lo exigía su ánimo. Y Mickie, como habría dicho el tío Benny, merecía un respeto. La cabeza de Mickie se ladeaba en las curvas y se sacudía en los baches, y sólo el cinturón de seguridad impedía que cayese sobre Pendel, que era poco más o menos como se había comportado Mickie en el viaje de ida, salvo que Pendel no lo había imaginado con un ojo abierto. Siguió los indicadores que señalaban el camino al hospital, manteniendo encendidas las luces de emergencia y sentándose muy erguido, en la misma actitud que adoptaban los conductores de las ambulancias que pasaban a toda velocidad por Leman Street. Ni siquiera se inclinaban en las curvas.

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