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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (27 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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¿Y qué clase de alquimia practicaba Andy cuando le entregaban en la puerta un sobre marrón de aspecto corriente y se encerraba con él en el cuarto de baño durante media hora, dejando al salir un olor de alcanfor o quizá, formaldehído? ¿Qué veía Andy cuando salía del armario de la limpieza con una tira de película húmeda no más ancha que una tenia y se sentaba ante su escritorio para pasarla a través de un editor en miniatura?

—¿No deberías hacer eso en la embajada? —preguntó Fran un día.

—Allí no tengo cuarto oscuro ni te tengo a ti —respondió con la, voz desdeñosa que ella tan irresistible encontraba. ¡Qué zafio resultaba en comparación con Edgar! Tan furtivo, tan inmoderado, tan audaz…

En las reuniones BUCHAN de la embajada se recreaba observándolo: el jefe bucanero, poderosamente repantigado al extremo de la larga mesa, cierto aire soñador fruto de un mechón de pelo que le caía sobre el ojo derecho mientras repartía sus carpetas de colores chillones, y luego la mirada en el vacío mientras todos excepto él leían los informes, el Panamá de BUCHAN sorprendido in fraganti:

Antonio Tal y Tal, del Ministerio de Asuntos Exteriores, se declaró recientemente tan enamorado de su amante cubana que se propone emplear sus buenos oficios para mejorar las relaciones entre Panamá y Cuba, haciendo caso omiso de las objeciones de Estados Unidos…

¿Se declaró ante quién? ¿Ante su amante cubana? ¿Y ella se lo transmitió a BUCHAN? ¿O quizá se lo transmitió directamente a Andy, en la cama? Recordó de nuevo el perfume e imaginó que cuerpos desnudos lo habían impregnado en su piel. ¿Es Andy BUCHAN? No había nada imposible.

Tal y Tal deposita su otra lealtad en la mafia libanesa de Colón, que según se dice ha pagado veinte millones de dólares por la «condición de nación favorecida» dentro de la comunidad criminal de Colón…

Y de las amantes cubanas y los maleantes libaneses BUCHAN salta al Canal:

El caos en la recién constituida Autoridad del Canal aumenta diariamente a medida que los antiguos empleados son sustituidos por personal poco cualificado cuya designación se lleva a cabo por mero nepotismo, para desesperación de Ernesto Delgado. El ejemplo más flagrante ha sido el nombramiento de José María Fernández como director de Servicios Generales después de haber adquirido un treinta por ciento de las acciones de la cadena china de establecimientos de comida rápida Lee Lothus, de la cual poseen un cuarenta por ciento las empresas ligadas al cartel de la cocaína de Rodríguez, en Brasil…

—¿Es ése el Fernández que me hizo proposiciones deshonestas en la celebración del Día Nacional? —preguntó Fran a Andy con rostro inexpresivo durante una sesión de los bucaneros en el despacho de Maltby.

Había almorzado con él en su apartamento, y habían hecho el amor toda la tarde. Su pregunta se inspiraba tanto en la curiosidad como en los rescoldos de su tórrida sobremesa.

—Un fulano calvo y patizambo —respondió Andy despreocupadamente—. Gafas, pecas, olor a sobacos y mal aliento.

—Es él. Quería llevarme en su avión a los festejos de David.

—¿Cuándo sales?

—Andy, estás muy equivocado —reprendió Nigel Stormont sin levantar la vista del informe, y Fran apenas pudo reprimir la risa.

Y cuando las sesiones concluían, Fran, de reojo, lo observaba apilar las carpetas y retirarse con ellas a su reino secreto tras la nueva puerta blindada del pasillo este, seguido por su repelente secretario, que llevaba chalecos de punto y el pelo engominado; Shepherd se llamaba, y siempre tenía algo en las manos, una llave inglesa, un destornillador, un trozo de cable.

—¿En qué demonios te ayuda ese Shepherd?

—Limpia los cristales de las ventanas.

—Con su estatura, lo dudo.

—Lo aúpo yo.

Con idénticas expectativas de obtener respuesta, Fran le preguntó una noche por qué se vestía una vez más cuando todo el mundo intentaba conciliar el sueño.

—He de hablar de un perro con un tipo —contestó lacónicamente. Había estado irritable toda la tarde.

—¿Un galgo?

No obtuvo respuesta.

—Es un perro muy
noctámbulo
—bromeó ella, recurriendo al humor para arrancarlo de su introspección.

No obtuvo respuesta.

—Supongo que es el mismo perro que figuraba tan llamativamente en el telegrama codificado que has recibido esta tarde.

Osnard, que estaba poniéndose la camisa, se quedó inmóvil.

—¿Cómo te has enterado de eso? —preguntó con un tono no precisamente amable.

—Me he encontrado con Shepherd en el ascensor cuando salía de la embajada. Me ha preguntado si tú aún estabas, y naturalmente le he sonsacado lo que he podido. Me ha dicho que traía una caliente para ti, pero que tendrías que desabotonártela tú mismo. De entrada me he ruborizado, pero luego he comprendido que se refería a una comunicación urgente. ¿No vas a coger tu Beretta de cachas nacaradas?

No obtuvo respuesta.

—¿Dónde vas a encontrarte con ella?

—En un burdel —replicó Osnard, dirigiéndose hacia la puerta.

—¿Te he ofendido?

—Todavía no. Pero vas por el buen camino.

—Quizá tú me has ofendido a mí. Puede que vuelva a casa. Necesito dormir.

Pero se quedó, con el olor de su cuerpo hábil y redondo impregnado aún en su piel, su silueta dibujada aún en las sábanas junto a ella, y el recuerdo de sus ojos alertas brillando aún en la penumbra. Incluso sus arrebatos de cólera la excitaban. Como también su lado oscuro, en las raras ocasiones en que lo mostraba: mientras hacían el amor, cuando jugueteaban y ella lo llevaba al borde de la violencia, y su cabeza húmeda se alzaba como para atacar, antes, un poco antes, de recobrar la compostura. O en las reuniones BUCHAN cuando Maltby, con su acostumbrada perversidad, decidía zaherirlo por algún informe —«¿Es tu informador analfabeto además de omnisciente, Andrew? ¿O este uso de los gerundios debemos agradecértelo a ti?»—, y gradualmente las facciones de su fluido rostro se endurecían y la luz de peligro se encendía en el fondo de sus ojos, y Fran comprendía por qué había llamado
Castigo Divino
a su galgo.

Estoy perdiendo el control, pensó. No sobre él, pues nunca lo he tenido. Sobre mí. Y más alarmante aún para la hija de un lord irremediablemente pomposo y la ex compañera del inmaculado Edgar: estaba descubriéndose un claro apetito por lo abominable.

Capítulo 12

Osnard aparcó su coche con distintivo diplomático frente al complejo comercial, al pie del alto edificio, saludó a los guardias de seguridad y subió a la cuarta planta. Bajo la molesta luz de los fluorescentes el león y el unicornio contendían eternamente. Pulsó la combinación, entró en el vestíbulo de la embajada, abrió con llave una puerta de cristal antibalas, ascendió por una escalera, abrió con llave una reja y entró en su propio reino. Quedaba aún una última puerta cerrada, y era de acero. Seleccionando una larga llave de astil tubular, la insertó torcida en la cerradura, maldijo, la sacó y volvió a insertarla correctamente. Cuando se hallaba solo no se movía como cuando lo observaban. En todos sus gestos se advertía cierta precipitación. Con la mandíbula caída, los hombros encorvados, las cejas más bajas, parecía a punto de arremeter contra un enemigo invisible.

La cámara acorazada abarcaba los dos últimos metros de pasillo, convertidos en una especie de despensa. A la derecha de Osnard había casilleros; a su izquierda, entre diversos objetos inconexos tales como insecticida y papel higiénico, una caja fuerte de color verde. Frente a él, sobre una columna de controles eléctricos, reposaba un enorme teléfono rojo. En la jerga, se lo conocía como el «enlace digital con Dios». En la base, un letrero rezaba: «Hablar a través de este aparato cuesta 50 libras por minuto». Osnard había escrito debajo: «Buen provecho». Con este mismo espíritu, levantó el auricular y, haciendo caso omiso de la voz grabada que le ordenaba pulsar ciertos botones y atenerse al procedimiento de rutina, marcó el número de su corredor de apuestas en Londres, y por mediación de él apostó a un par de galgos, a razón de quinientas libras por cabeza, cuyos nombres y posiciones de salida conocía tan bien como a su corredor de apuestas.

—No, estúpido, como ganadores —dijo. ¿Cuándo había puesto Osnard dinero en un perro para otras posiciones que no fuesen la de cabeza?

A continuación se resignó a los rigores de su oficio. Tras extraer una carpeta corriente de una casilla marcada con el rótulo BUCHAN información reservada, entró en su despacho, encendió las luces, se sentó ante el escritorio, eructó, apoyó la cabeza en las manos y empezó a leer una vez más las cuatro hojas de instrucciones que había recibido esa tarde de parte de Luxmore, su director regional en Londres, y había descifrado a mano él mismo en un derroche de paciencia. Imitando aceptablemente el dejo escocés de Luxmore, leyó el texto en voz alta:

—Joven señor Osnard, memorice las siguientes instrucciones. —Aspiración dental—. Este mensaje no debe reproducirse ni archivarse, y será destruido a las setenta y dos horas de su recepción… Expresará a BUCHAN de inmediato las siguientes recomendaciones… —Aspiración dental—. Puede comprometerse con BUCHAN sólo con arreglo a las siguientes condiciones… Transmita la seria advertencia siguiente… ¡Sí, claro!

Con un gruñido de exasperación, volvió a plegar el telegrama, sacó un sobre blanco del cajón de su escritorio, guardó dentro el telegrama y se lo metió en el bolsillo posterior derecho de su pantalón de Pendel Braithwaite, cuya factura había cargado a Londres como gasto necesario de la operación. Tras regresar a la cámara acorazada, cogió una raída cartera de piel que intencionadamente no guardaba el menor parecido con un maletín oficial, la dejó sobre un estante y, separando otra llave del llavero, abrió la caja fuerte empotrada de color verde, que contenía un libro de contabilidad con el lomo rígido y gruesos fajos de billetes de cincuenta dólares; a los billetes de cien, como él mismo había advertido a Londres, no era posible darles curso sin despertar sospechas.

Bajo la luz del techo, pasó las hojas del libro de contabilidad hasta llegar a los últimos movimientos consignados. La página se dividía en tres columnas de cifras escritas a mano. Una H de Harry encabezaba la columna de la izquierda, y una A de Andy la de la derecha. La columna central, que contenía las sumas mayores, tenía por encabezamiento la palabra «Ingresos». Precisas líneas y círculos de los que tanto gustan a los sexólogos dirigían sus recursos a derecha e izquierda. Después de estudiar las tres columnas en resentido silencio, se sacó un lápiz del bolsillo y a regañadientes anotó un 7 en la columna central, lo encerró en un círculo y desde éste trazó una línea hacia la izquierda, adjudicándoselo a la columna H de Harry. A continuación anotó un 3 y, más contento, lo dirigió hacia la columna A de Andy. Con un murmullo contó siete mil dólares y los introdujo en la cartera. Luego metió también, encima del dinero, el insecticida y otros varios objetos del estante. Con desdén. Como si los despreciase, y en efecto así era. Cerró la cartera, la caja fuerte, luego la cámara acorazada y por último la puerta de entrada.

La luna llena le sonrió cuando salió a la calle. El cielo estrellado formaba un arco sobre la bahía, y las luces de los barcos en espera de tránsito alineados sobre el horizonte negro parecían su reflejo. Levantó la mano para parar un destartalado taxi Pontiac y dio la dirección al conductor. En cuestión de minutos avanzaban ya por la carretera del aeropuerto, y Osnard observó con cierta ansiedad el Cupido de neón malva que lanzaba su fálica flecha hacia los nidos de amor cuya existencia anunciaba a los automovilistas. Iluminadas por los faros de un coche que circulaba en sentido contrario, sus facciones se endurecieron. Sus ojos pequeños y oscuros, atentos a los retrovisores, se encendían con cada luz que pasaba. «La suerte favorece sólo a la mente preparada», recitó para sí. Era la máxima preferida de uno de sus profesores de ciencias del colegio, quien tras darle una brutal paliza sugirió que resolviesen sus diferencias quitándose la ropa.

En algún lugar cercano a Watford, al norte de Londres, existe una Casa Osnard. Se llega hasta allí por una transitada carretera de circunvalación y luego, tras un brusco giro, a través de las calles de una ruinosa urbanización de viviendas protegidas llamada Olmeda en recuerdo de los olmos que en otro tiempo poblaban aquel lugar. La casa ha tenido más vidas en los últimos cincuenta años que en los cuatro siglos anteriores: residencia para ancianos, correccional de menores, establo para galgos, y más recientemente, bajo la dirección de Lindsay, el taciturno hermano mayor de Osnard, un santuario para la meditación de los adeptos de una secta oriental.

Durante un tiempo, a través de cada una de estas transformaciones, los Osnard, desde lugares tan lejanos como la India o Argentina, se repartieron los ingresos en concepto de alquiler, y discutieron sobre el mantenimiento y si una niñera superviviente debía o no percibir una pensión. Pero gradualmente, como la casa que los había visto nacer, fueron deteriorándose o simplemente renunciaron a luchar por la supervivencia. Un tío se llevó su parte a Kenia y la perdió. Un primo pensó que podía establecerse en Australia como un patriarca, compró un criadero de avestruces, y lo pagó caro. Otro Osnard, abogado y fideicomisario de la familia, robó la parte de la herencia que aún no había dilapidado a fuerza de pésimas inversiones y luego se pegó un tiro. Y los Osnard que no se habían hundido con el
Titanic
, se hundieron con Lloyd’s. El taciturno Lindsay, hombre de extremos, se vistió el hábito azafranado de los monjes budistas y se colgó del único cerezo que quedaba incólume en el jardín tapiado.

Sólo los padres de Osnard, empobrecidos, se aferraban exasperadamente a la vida: su padre en una finca hipotecada que la familia tenía en España, estirando los exiguos restos de su fortuna y sacando cuanto podía de sus parientes españoles; su madre en Brighton, donde sobrellevaba dignamente la miseria, compartiéndola con un chihuahua y una botella de ginebra.

Otros, ante una perspectiva tan cosmopolita de la vida, se habrían marchado en busca de nuevos pastos o por lo menos del sol de España. Pero el joven Andrew desde muy temprana edad había decidido que el estaba hecho para Inglaterra, o más exactamente que Inglaterra estaba hecha para él. Una infancia de privaciones y la huella indeleble dejada en él por los aborrecibles internados lo llevaron a la convicción, a los veinte años, de que ya había pagado a Inglaterra una cuota mucho más alta de lo que cualquier país razonable estaba autorizado a esperar de él, y que a partir de ese momento dejaría de pagar y empezaría a recaudar.

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