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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (28 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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El problema era cómo. No tenía oficio ni beneficio, y sus aptitudes se restringían al campo de golf y la alcoba. El área que mejor conocía era la podredumbre inglesa, y necesitaba por tanto una institución corrompida que le devolviese lo que otras instituciones corrompidas le habían arrebatado. Pensó primero en Fleet Street. Era un hombre relativamente instruido, e inmoderado por principio. Tenía un ajuste de cuentas pendiente. En apariencia, pues, era el candidato idóneo para unirse a la nueva y boyante clase de los comunicadores de masas. Pero tras dos prometedores años como aprendiz de periodista en el
Loughborough Evening Messenger
su carrera se truncó de pronto cuando corrió la voz de que un calenturiento artículo titulado «Aberraciones sexuales de nuestros mayores» estaba basado en las confesiones de alcoba de la esposa del director.

Después lo aceptó una importante organización benéfica dedicada a la defensa de los animales, y durante un tiempo Osnard creyó que había encontrado su verdadera vocación. En un magnífico edificio situado a un paso de teatros y restaurantes se discutían las necesidades de los animales en Gran Bretaña con vehemente entrega. No había gala, cena de etiqueta o viaje al extranjero para observar a los animales de otras naciones que los bien remunerados directivos de la organización no pudiesen acometer por falta de recursos. Y todo proyecto cristalizaba. La Fundación de Acción Inmediata para la Protección del Asno (organizador: A. Osnard) y el Proyecto de Fincas de Recreo para Galgos Veteranos (tesorero: A. Osnard) habían gozado del general aplauso de la organización hasta que dos de sus superiores fueron invitados a rendir cuentas ante el Departamento de Investigación de Actividades Fraudulentas.

Después de eso consideró durante una vertiginosa semana la posibilidad de ordenarse pastor de la Iglesia anglicana, que tradicionalmente ofrecía una promoción rápida a agnósticos con labia y sexualmente activos. Pero su devoción se esfumó cuando, tras ciertas indagaciones, averiguó que una política de inversiones calamitosa había sumido a la Iglesia en una inoportuna y cristiana pobreza. Desesperado, se embarcó en una serie de aventuras mal planeadas por el carril rápido de la vida. Todas duraron poco, todas terminaron en fracaso. Más que nunca, necesitaba una profesión.

—¿Y la BBC? —preguntó al secretario cuando visitó por quinta o decimoquinta vez la bolsa de trabajo de su universidad.

El secretario, que era un hombre canoso y prematuramente viejo, lo descartó.

—Esa vía ya está cerrada —respondió.

Osnard propuso el National Trust, el organismo encargado de velar por el patrimonio arquitectónico de Gran Bretaña.

—¿Te gustan los edificios antiguos? —preguntó el secretario, como si temiese que Osnard pudiese volarlos.

—Me encantan. Soy un verdadero adicto.

—Muy bien.

Con dedos trémulos el secretario levantó la esquina de una carpeta y echó un vistazo al interior.

—Supongo que te aceptarían. Tienes mala reputación. Y relativo encanto. Además, eres bilingüe, si es que les interesa el español. Nada perdemos con intentarlo, imagino.

—¿El National Trust?

—No, no. Los espías. Aquí está. Llévate esta solicitud a un rincón oscuro y rellénala con tinta invisible.

Osnard había encontrado su santo grial. Allí estaba por fin su Iglesia anglicana, su feudo corrompido con un holgado presupuesto. Allí, conservadas como en un museo, se guardaban las más íntimas plegarias de la nación. Allí estaban los escépticos, soñadores, fanáticos y abades locos. Y el dinero suficiente para convertirlo todo en realidad.

Pero su reclutamiento no era aún un hecho. Aquél era el nuevo servicio de inteligencia, libre de las ataduras del pasado, abierto a todas las clases en la mejor tradición republicana, compuesto de hombres y mujeres seleccionados democráticamente entre la población blanca, educada en colegios privados y procedente de barrios residenciales. Y Osnard tuvo que someterse al mismo proceso de selección que todos los demás.

—Y la trágica muerte de su hermano Lindsay, el suicidio, ¿cómo le afectó? —le preguntó un espiócrata de ojos hundidos con una temible mueca desde el otro lado de una lustrosa mesa.

Osnard siempre había detestado a Lindsay. Adoptó una expresión resuelta.

—Me dolió mucho.

—¿En qué forma? —Otra mueca.

—Esas cosas lo llevan a uno a preguntarse qué es lo verdaderamente valioso, qué le interesa en realidad, cuál es su misión en este mundo.

—¿Y ha llegado a la conclusión de que este servicio es la respuesta a esas preguntas?

—Sin duda.

—¿Y no tiene la impresión, después de haber rondado tanto por el planeta, con familia aquí, allá y más allá, doble nacionalidad, etcétera, de que es usted poco inglés para esta clase de servicio? ¿De que es un ciudadano del mundo más que uno de los
nuestros
?

El patriotismo era una cuestión espinosa. ¿Cómo la abordaría Osnard? ¿Reaccionaría a la defensiva? ¿Haría un comentario irrespetuoso? O peor aún, ¿se pondría sentimental? No tenían nada que temer. El sólo les pedía un lugar donde sacar provecho a su amoralidad.

—Es en Inglaterra donde guardo mi cepillo de dientes —respondió, arrancando para alivio suyo una carcajada a su interlocutor.

Empezaba a comprender el juego. No importaba qué decía sino cómo lo decía. ¿Tiene reflejos, el muchacho? ¿Se altera fácilmente? ¿Sabe salirse de un apuro? ¿Se deja intimidar? ¿Resulta convincente? ¿Puede pensar la mentira y decir la verdad? ¿Puede pensar la mentira y decirla?

—Hemos examinado su lista de «amigas especiales» en los últimos cinco años, joven señor Osnard —dijo un escocés con barba, entornando los párpados para causar mayor impresión de perspicacia—. Y es una lista… eh… un tanto larga —aspiración dental— para una vida relativamente corta.

Risas, a las que Osnard se sumó pero no muy efusivamente.

—A mi modo de ver, la mejor manera de juzgar una relación amorosa es por cómo termina —contestó con admirable modestia—. En mi caso, la mayoría han terminado bastante bien.

—¿Y las otras?

—En fin, todos nos hemos despertado alguna vez en la cama equivocada, ¿no?

Y dado que eso era a todas luces improbable para cualquiera de los seis rostros dispuestos en torno a la mesa, y en particular para su barbudo interrogador, Osnard se ganó de nuevo sus prudentes risas.

—Y es usted de la familia, ¿lo sabía? —dijo el jefe de personal, ofreciéndole un huesudo apretón de manos a modo de enhorabuena.

—Bueno, supongo que ahora sí lo soy —contestó Osnard.

—No, no, familia antigua. Una tía y un primo. ¿De verdad no lo sabía?

Para gran satisfacción del jefe de personal, Osnard no lo sabía. Y cuando se enteró de quiénes eran, una tumultuosa carcajada brotó de su interior, y sólo en el último instante consiguió reducirla a una agradable sonrisa de asombro.

—Me llamo Luxmore —anunció el escocés de la barba, dándole un apretón de manos curiosamente parecido al del jefe de personal—. Superviso las operaciones de la península Ibérica, América del Sur y un par de zonas afines. Puede que también oiga hablar de mí en relación con cierto asuntillo en las islas Falkland. Estaré esperándole tan pronto como se haya beneficiado de nuestro adiestramiento básico, joven señor Osnard.

—Me muero de impaciencia, señor —respondió Osnard con vivo entusiasmo.

De impaciencia no murió pero sí, casi, de aburrimiento. Tras la guerra fría, había observado, los espías disfrutaban de su mejor y su peor momento. El Servicio nadaba en dinero, pero ¿dónde podía gastarlo? Arrinconado en la llamada Bodega Española, que podría haber hecho las veces de departamento editorial del listín telefónico de Madrid, rodeado de debutantes de mediana edad con cintas en el pelo y un cigarrillo entre los labios permanentemente, el joven espía en período de prueba escribió una mordaz valoración de la posición de sus jefes en el mercado de Whitehall:

Irlanda la preferida:
Un ingreso regular, excelentes perspectivas a largo plazo, pero escasas ganancias cuando han de repartirse entre agencias rivales.

El Islam militante:
Ráfagas esporádicas; en términos generales, rendimiento pobre. Como sucedáneo del terror rojo, un total fracaso.

Armas a cambio de drogas, S. A.:
Un desastre. El Servicio no sabe si hacer de guardabosque o de cazador furtivo.

En cuanto a la tan cacareada materia prima de la era moderna, a saber, el espionaje industrial, Osnard consideraba que cuando se había descifrado unos cuantos mensajes en clave taiwaneses y sobornado unas cuantas mecanógrafas coreanas, ya no podía hacerse mucho más por la industria británica salvo compadecerla. O al menos eso pensaba hasta que Scottie Luxmore lo llamó a su lado.

—Panamá, joven señor Osnard —paseando de un lado a otro por la moqueta azul, chasqueando los dedos, levantando los codos, todo él en movimiento—, ése es el lugar indicado para un joven funcionario con su talento. De hecho, es el lugar indicado para todos nosotros, pero esos necios de Hacienda no ven más allá de sus narices. El mismo problema tuvimos con las islas Falkland, no tengo el menor reparo en admitirlo. Oídos sordos hasta el toque de alerta.

El despacho de Luxmore es amplio y está cerca del cielo. A través de los cristales tintados a prueba de bala se ve el palacio de Westminster, alzándose en todo su esplendor al otro lado del Támesis. Luxmore es un hombre menudo. Su barba afilada y su paso enérgico no consiguen aumentar su estatura. Es un anciano en un mundo de jóvenes, y su alternativa es correr o caer. O eso piensa Osnard. Luxmore se succiona los dientes delanteros al hablar como si siempre tuviese un caramelo en la boca.

—Pero las cosas van mejorando. La Junta de Comercio y el Banco de Inglaterra han puesto el grito en el cielo. El Foreign Office, aunque poco dado a la histeria, ha expresado su cauta preocupación. Recuerdo que expresaron un sentimiento semejante cuando tuve el placer de informarles de las intenciones del general Galtieri respecto a las mal llamadas Malvinas.

Las esperanzas de Osnard se desmoronan.

—Pero, señor… —objeta con la calculada voz de neófito perplejo que ha adoptado.

—¿Sí, Andrew?

—¿Cuáles son los
intereses británicos
en Panamá? ¿O es que soy estúpido?

La inocencia del muchacho complace a Luxmore. Moldear a los jóvenes para el servicio en puestos de vanguardia ha sido siempre una de sus mayores satisfacciones.

—No existen, Andrew. En Panamá como nación, los intereses británicos son nulos en todos los sentidos —responde con una sonrisa arqueada—. Unos cuantos marineros abandonados a su suerte, inversiones por valor de unos pocos cientos de millones, una decreciente colonia británica, un par de moribundos comités consultivos, y ahí terminan nuestros intereses en la República de Panamá.

—Entonces…

Luxmore lo interrumpe con un gesto. Se dirige a su propio reflejo en el cristal antibalas.

—Sin embargo, joven señor Osnard, si modifica usted ligeramente el enunciado de su pregunta, obtendrá una respuesta muy distinta. ¡Ah, sí!

—¿Cómo, señor?

—¿Cuáles son nuestros intereses geopolíticos en Panamá? Pregúnteselo. —Luxmore está en otra parte—. ¿Cuáles son nuestros intereses
vitales
? ¿Dónde reside el mayor riesgo para nuestra gran nación comercial? Si apuntamos nuestro catalejo hacia el bienestar futuro de estas islas, ¿dónde vemos formarse los más negros nubarrones, joven señor Osnard? —Ha alzado el vuelo—. ¿En qué lugar del globo adivinamos el próximo Hong Kong viviendo con tiempo prestado, el próximo desastre en ciernes? —Al otro lado del Támesis, por lo visto, donde mantenía fija su mirada visionaria—. Los bárbaros aguardan, joven señor Osnard. Depredadores de todos los rincones del planeta se ciernen sobre el pequeño Estado de Panamá. Allí ese gran reloj marca los minutos que faltan para el Apocalipsis. ¿Y acaso Hacienda presta atención al problema? No. Una vez más se tapan los oídos. ¿Quién se adueñará de la posesión más preciada del próximo milenio? ¿Serán los árabes? ¿Están los japoneses afilando sus
katanas
? ¡Claro que sí! ¿Serán los chinos, los tigres, o un consorcio panlatino sustentado en billones de dólares procedentes de la droga? ¿Será Europa sin nosotros? ¿Otra vez los alemanes, o esos astutos franceses? No serán los ingleses, Andrew, de eso puede estar seguro. No, no. No es nuestro hemisferio. No es nuestro canal. No tenemos intereses en Panamá. Panamá es un país atrasado, joven señor Osnard. ¡Panamá son dos hombres y un perro, y vámonos todos a llenarnos la tripa con una buena comida!

—Están locos —susurra Osnard.

—No, no lo están. Tienen razón. No se encuentra en nuestros dominios. Es el patio trasero.

Osnard no alcanza a comprender, pero de pronto ve la luz. ¡El patio trasero! ¿Cuántas veces oyó esa expresión en el curso de adiestramiento? ¡El pato trasero! ¡El Dorado de todo espiócrata británico! ¡Esa especial relación resucitada! ¡El retorno a la edad de oro en que los hijos de Yale y Oxford, con sus chaquetas de tweed, se sentaban juntos en las mismas salas revestidas de madera y compartían sus fantasías imperialistas! Luxmore ha vuelto a olvidar la presencia de Osnard y habla para su propia alma:

—Los americanos han tropezado de nuevo en la misma piedra. Ah, sí. Una asombrosa demostración de su inmadurez política. De su cobarde retirada de la responsabilidad internacional. De la omnipresente influencia de erróneas suspicacias liberales en los asuntos extranjeros. Le diré, entre nosotros, que en el embrollo de las islas Falkland nos enfrentamos con ese mismo problema. Ah, sí. —Un peculiar rictus aparece en sus labios cuando cruza las manos tras la nuca y se pone de puntillas—. Y los americanos no sólo han firmado un insensato tratado… han cedido el negocio, muchas gracias, señor Jimmy Carter… sino que además se proponen cumplir lo pactado. Por consiguiente, están dispuestos a dejar un vacío, para ellos y, peor aún, para sus aliados. Y nuestro trabajo consistirá en llenarlo. En convencerlos de que
ellos
lo llenen. En demostrarles su error. En recuperar la posición que nos corresponde en las más altas áreas de decisión. Es la historia de siempre, Andrew. Somos los últimos romanos. Nosotros tenemos el saber, pero ellos tienen el poder. —Una maliciosa mirada hacia Osnard, pero suficientemente amplia para abarcar también los rincones del despacho por temor a que se haya infiltrado furtivamente algún bárbaro—. Nuestra tarea, su tarea, joven señor Osnard, consistirá en proporcionar las
bases
, los
argumentos
, las
pruebas
necesarias para hacer entrar en razón a nuestros aliados americanos. ¿Entiende?

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