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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (30 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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—Por favor, señor.

El «señor», aunque reservado tradicionalmente al jefe del Servicio, es la aportación de Osnard al autopropulsado vuelo de Luxmore.

—Si tiene un mal escucha, joven señor Osnard, por más que lo ponga ante la caja fuerte del contrario con la combinación zumbándole aún en los oídos, volverá con las manos vacías. Lo sé. Me he visto en esa situación. Tuvimos unos así durante la conflagración de las islas Falkland. En cambio, a un
buen
escucha puede dejarlo en el desierto con los ojos vendados, y el olfato lo guiará a su objetivo en una semana. ¿Por qué? Porque tiene ese don, lo he visto muchas veces. Recuérdelo, Andrew. Si un escucha carece de ese don, no es nada.

—Lo recordaré —asegura Osnard.

Otro viraje. Se sienta de pronto ante su escritorio. Tiende la mano hacia el teléfono. La detiene.

—Llame al registro —ordena a Osnard—. Pídales un nombre en clave seleccionado al azar. Un nombre en clave revela la firmeza de un propósito. Redacte un informe. No más de una página. Nuestros superiores son gente ocupada. —Por fin coge el auricular. Marca un número—. Entretanto haré un par de llamadas particulares a uno o dos influyentes ciudadanos que han jurado máxima reserva y cuyos nombres no deben salir a la luz. —Aspiración—. Esos aficionados de Hacienda sólo harán que ponernos trabas. Piense en el Canal, Andrew. Todo gira en torno al Canal. —Se interrumpe, deja el auricular de nuevo en la horquilla. Dirige la mirada a las ventanas de cristales tintados, donde unos negros nubarrones amenazan a la Madre de Todos los Parlamentos—. Eso les diré, Andrew —susurra—. Todo gira en torno al Canal. Será nuestra consigna cuando tratemos la cuestión con gente de las distintas áreas de actividad.

Pero los pensamientos de Osnard siguen centrados en cuestiones terrenales.

—Tendremos que elaborar una complicada estructura de pagos para nuestro escucha, ¿no, señor?

—¿Por qué? Tonterías. Las normas están para transgredirlas. ¿No se lo han enseñado? Claro que no. Todos esos instructores viven aún en el pasado. Veo que le queda alguna duda. No se la guarde.

—Verá, señor…

—Sí, Andrew.

—Me gustaría investigar su actual situación económica. En Panamá. Si se gana bien la vida…

—¿Sí?

—Bueno, tendremos que ofrecerle una suma atractiva, ¿no? Si un tipo ingresa un cuarto de millón de dólares al año y le ofrecemos veinticinco mil, no es probable que se deje tentar. ¿Me explico?

—¿Y? —Una mirada maliciosa, incitando al muchacho a seguir.

—En fin, señor, me preguntaba si alguno de sus amigos de la City, con algún pretexto, podría ponerse en contacto con el banco de Pendel y averiguar su estado de cuentas.

Sin dilación, Luxmore coge el auricular, la mano libre extendida junto a la costura del pantalón.

—Miriam, querida. Localízame a Geoff Cavendish. Si no lo encuentras, ponme con Tug. Ah, Miriam, es urgente.

Pasaron otros cuatro días hasta que Luxmore solicitó de nuevo su presencia. El lamentable extracto de cuentas de Pendel se hallaba sobre su escritorio, por gentileza de Ramón Rudd. Luxmore permanecía inmóvil frente a la ventana, saboreando un momento histórico.

—Se ha apropiado de los ahorros de su esposa, Andrew. Hasta el último penique. No ha podido resistirse a la usura. Nunca pueden. Lo tenemos en nuestras manos.

Aguardó mientras Osnard examinaba el extracto.

—Así pues, no le bastará con un sueldo —comentó Osnard, que en cuestiones económicas era notablemente más perspicaz que su jefe.

—¿Y eso? ¿Por qué no?

—Un sueldo pasaría directamente al bolsillo del banquero. Vamos a tener que financiarlo desde el primer día.

—¿Cuánto?

A esas alturas Osnard tenía ya una cantidad en mente. La dobló, conociendo las ventajas de empezar de buen principio en la tónica en que se proponía seguir.

—¡Dios mío, Andrew! ¿Tanto?

—Podría ser incluso más, señor —dijo Osnard sin contemplaciones—. Está con el agua al cuello.

Luxmore buscó consuelo en el perfil de la City.

—¿Andrew?

—¿Señor?

—Ya le dije que una visión global se compone de distintos elementos.

—Sí, señor.

—Uno de ellos es la justa proporción. No me envíe basura. Nada de rumores. Nada de «Tenga, Scottie, tome estos cuatro chismes y a ver qué pueden hacer sus analistas». ¿Queda claro?

—No del todo, señor.

—Nuestros analistas son idiotas. No establecen conexiones. No ven formarse nuevas perspectivas en el horizonte. Uno debe recoger mientras siembra. ¿Me entiende? Un gran agente secreto atrapa la historia por sorpresa. No podemos esperar que un insignificante oficinista que trabaja en la tercera planta de nueve a cinco y está preocupado por su hipoteca atrape la historia por sorpresa. ¿No cree? Para eso se requiere un hombre de amplias miras. ¿O no?

—Haré lo que pueda, señor.

—No me falle, Andrew.

—Lo procuraré, señor.

Pero si Luxmore se hubiese vuelto en ese instante, habría advertido con asombro que la actitud de Osnard no mostraba la sumisión implícita en su tono de voz. Una sonrisa triunfal iluminaba su cándido y juvenil rostro, y chispas de codicia brillaban en sus ojos. Tras preparar el equipaje, vender el coche, jurar fidelidad a media docena de novias y llevar a cabo otras tareas menores relacionadas con su partida, Andrew Osnard hizo algo que normalmente no cabría esperar en un joven inglés a punto de emprender viaje para servir a la reina en tierras remotas. Por mediación de un pariente lejano que vivía en las Indias Occidentales abrió una cuenta numerada en Grand Cayman, asegurándose primero de que el banco elegido tenía una oficina en Ciudad de Panamá.

Capítulo 13

Osnard pagó al taxista del destartalado Pontiac y se adentró en la noche. El incómodo silencio y la exigua iluminación le recordaron el centro de adiestramiento. Sudaba, como casi siempre en aquel condenado clima. Los calzoncillos le pellizcaban la entrepierna. La camisa parecía un paño de cocina húmedo. No resistía aquella sensación. Coches con los faros apagados pasaban furtivamente junto a él por la calle mojada. Altos y cuidados setos proporcionaban una mayor discreción. Había dejado de llover no mucho antes. Cartera en mano, cruzó un patio asfaltado. Una Venus de plástico de dos metros de altura, iluminada desde el interior de la vulva, emitía un desagradable resplandor. Tropezó con una maceta, renegó, esta vez en español, y llegó a una hilera de garajes con cortinas hechas de cintas de plástico en los umbrales y bombillas de baja intensidad para alumbrar los números. Cuando se halló ante el número ocho, apartó las cintas de plástico, se acercó a un punto de luz roja situado en la pared del fondo y lo pulsó: el legendario botón. Una andrógina voz del más allá le dio las gracias por su visita.

—Me llamo Colombo. He reservado habitación.

—¿Prefiere una habitación especial, señor Colombo?

—Prefiero la que he reservado. Tres horas. ¿Cuánto es?

—¿Seguro que no desea cambiarla por una especial, señor Colombo? ¿El salvaje Oeste? ¿Las mil y una noches? ¿Tahití? Son sólo cincuenta dólares más.

—No.

—Ciento cinco dólares, por favor. Que tenga una feliz estancia.

—Déme un recibo por valor de trescientos —dijo Osnard.

Se oyó un zumbido, y un buzón iluminado se abrió a la altura de su codo. Depositó ciento veinte dólares en su boca roja, que se cerró de inmediato con un chasquido. Un momento de espera mientras los billetes pasaban por un detector, la propina debidamente registrada, el recibo falso preparado.

—Vuelva por aquí, señor Colombo.

Un haz de luz blanca casi lo cegó, un felpudo de color carmesí apareció ante sus pies, una puerta electrónica con el dintel arqueado se abrió. Un olor a desinfectante lo azotó como la vaharada de un horno. Una banda ausente interpretaba
O Sole Mio
. Empapado en sudor, echó un vistazo en torno buscando el aire acondicionado en el preciso momento en que oía ponerse en marcha el aparato. Espejos rosados en las paredes y el techo. Una congregación de Osnards cruzaba furibundas miradas. Un espejo en la cabecera de la cama, una colcha de terciopelo carmesí que resplandecía bajo la nauseabunda luz. Un neceser de regalo que contenía un peine, un cepillo de dientes, tres condones y dos tabletas de chocolate con leche. En una pantalla de televisión, dos matronas y un hombre latino con vello en el culo retozaban en una sala de estar. Buscó el interruptor para apagarla, pero el cable desaparecía en la pared.

¡Dios, qué típico!

Se sentó en la cama, abrió su ajada cartera y extendió el contenido sobre la colcha. Un paquete de papel carbón con el envoltorio de una marca panameña de holandesas para máquina de escribir. Seis carretes de película subminiatura ocultos en un aerosol de insecticida. ¿Por qué los dispositivos de camuflaje de la central parecían siempre comprados en los almacenes de excedentes rusos? Una grabadora subminiatura, sin disfraz. Una botella de whisky escocés, para consumo de los escuchas y sus supervisores. Siete mil dólares en billetes de veinte y cincuenta. Era una lástima despedirse de ellos pero había que considerarlo capital simiente. No obstante, optó finalmente por dejarlos en la cartera.

Y del bolsillo extrajo, en todo su incólume esplendor, el telegrama de cuatro hojas remitido por Luxmore, que Osnard dispuso hoja a hoja sobre la colcha para más fácil lectura. A continuación lo contempló con el entrecejo fruncido y la boca abierta, seleccionando párrafos, memorizando y desechando simultáneamente, del mismo modo que un actor de la escuela Stanislavsky-Strasberg podía aprenderse un papel: diré esto pero de manera distinta; eso otro no lo mencionaré siquiera; haré esto pero a mi modo, no al suyo. Oyó el motor de un coche que se detenía ante el garaje número ocho. Se puso en pie, se guardó el telegrama en el bolsillo y se quedó en el centro de la habitación. Oyó el golpe de una puerta pequeña y pensó: un todoterreno. Oyó acercarse unas pisadas y pensó: «Anda como un camarero», aguzando a la vez el oído para escuchar posibles sonidos no tan amistosos. ¿Harry se ha vendido y me ha delatado? ¿Ha traído una pandilla de gorilas para detenerme? Claro que no, pero sus instructores le habían enseñado que era prudente plantearse tales dudas, así que se las planteaba. Llamó a la puerta: tres golpes cortos y uno largo. Osnard quitó el pestillo y abrió, pero sólo parcialmente. En el pasillo estaba Pendel, aferrado a una elegante bolsa de viaje.

—¡Santo cielo, Andy! ¿A qué se dedican esos tres? Me recuerdan a los Tres Tolinos del circo de Bertram Mills, adonde me llevaba mi tío Benny.

—¡Por Dios, Harry! —susurró Osnard, obligándolo a entrar en la habitación—. ¿A quién se le ocurre traer una bolsa con el sello de P & B?

No había sillas, así que se sentaron en la cama. Pendel llevaba puesta una
panabrisa
. Una semana atrás había confiado a Osnard que las
panabrisas
iban a ser su ruina: frescas, elegantes y cómodas, Andy, y sólo cuestan cincuenta dólares; no sé por qué me tomo tantas molestias con los trajes. Osnard entró directamente en materia. Aquello no era un encuentro casual entre el sastre y su cliente. Era servicio activo del más alto nivel, llevado a cabo conforme al manual del espía.

—¿Has tenido algún problema para llegar hasta aquí?

—No, Andy, gracias; todo ha ido sobre ruedas. ¿Y tú?

—¿Llevas encima material que esté mejor en mis manos que en las tuyas?

Buscando a tientas en el bolsillo de su
panabrisa
, Pendel sacó primero el recargado encendedor y después una moneda, desatornilló la base y extrajo un cilindro negro que entregó a Osnard, sentado al otro lado de la cama.

—Sólo he gastado doce tomas, Andy, pero he pensado que mejor será que te las quedes. Cuando era joven, esperábamos a que se acabase el carrete para llevarlo a revelar.

—¿Nadie te ha seguido, te ha reconocido? ¿Una moto? ¿Un coche? ¿Alguien sospechoso?

Pendel negó con la cabeza.

—¿Qué harás si alguien nos sorprende?

—Te dejaré a ti las explicaciones, Andy. Me marcharé a la menor oportunidad y aconsejaré a mis subinformadores que se escondan o se tomen unas vacaciones en el extranjero, y tú esperarás a que me ponga en contacto contigo cuando se reanude el servicio normal.

—¿Cómo te pondrás en contacto conmigo? —preguntó Osnard.

—Por el procedimiento de emergencia. De cabina a cabina a las horas acordadas.

Osnard lo obligó a recitar las horas acordadas.

—¿Y si eso falla? —prosiguió Osnard.

—Bueno, siempre nos queda la sastrería, ¿no, Andy? Tenemos pendiente una cita allí para probarte la chaqueta de tweed, lo cual nos proporciona una excelente excusa. Por cierto, es una maravilla —añadió Pendel—. Distingo una chaqueta perfecta en cuanto la corto.

—¿Cuántas cartas me has enviado desde nuestro último encuentro?

—Sólo tres, Andy. No he podido escribir más. Estas últimas semanas no damos abasto. En mi opinión, la nueva sala de reuniones ha decantado realmente la balanza a mi favor.

—¿Qué contenían?

—Dos facturas y una invitación a la presentación de nuevos artículos en la tienda. Te han llegado bien, ¿no? A veces me preocupa.

—Tienes que apretar más al escribir. Parte de la letra se pierde en las copias. ¿Utilizas bolígrafo o lápiz?

—Lápiz, Andy, como me dijiste.

Osnard buscó en el fondo de la cartera y sacó un lápiz de madera corriente.

—Prueba éste la próxima vez. Tiene una punta del cuatro. Más dura.

En la pantalla de televisión, las dos mujeres habían abandonado a su hombre y se consolaban mutuamente.

Pertrechos. Osnard entregó a Pendel el aerosol de insecticida con los carretes de película. Pendel lo agitó, apretó la espita y sonrió al ver que funcionaba. Luego manifestó cierta inquietud por el plazo de caducidad de su papel carbón. ¿No perderán fuerza o algo así, Andy? Osnard le dio en todo caso otro paquete y le indicó que se desprendiese de lo que aún le quedase del anterior.

La red. Osnard deseaba conocer los progresos de cada subinformador y tomar nota en su cuaderno. La subinformadora Sabina, creación estelar y alter ego de Marta, estudiante disidente de ciencias políticas, responsable de la célula clandestina de maoístas organizada en El Chorrillo, solicitaba una prensa de mano para sustituir la vieja, ya inservible. Coste estimado, cinco mil dólares, ¿a menos que Andy supiese cómo conseguir una de segunda mano?

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