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Authors: Guillermo Ferrara

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El Secreto de Adán (5 page)

BOOK: El Secreto de Adán
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—¿Puedo ayudarle en algo?

—No, gracias, no necesito nada —contestó amable—. Estoy esperando a un amigo, seguramente se ha retrasado.

Saludó con una sonrisa a la simpática empleada, antes de marcharse a la zona de espera; aprovechó para quitarse la chamarra negra y quedarse sólo con una fina camisa azul oscura.

La gente iba y venía por los pasillos, muchos empleados de empresas y taxistas esperaban a pasajeros invitados con sendos carteles con sus nombres para identificarlos. Como en todos los aeropuertos de las grandes capitales, los negocios, las luces y colores aturdían al recién llegado que buscaba encender la brújula de su mente para orientarse en el nuevo territorio. Adán conocía aquel sitio como la palma de su mano, había pasado por ese aeropuerto desde su adolescencia, cuando viajaba junto a su padre, ayudándolo en su búsqueda de pistas perdidas.

No habían pasado más que unos minutos del aterrizaje cuando recordó encender su Blackberry. Al instante, el buzón le indicó con un sonido agudo que había recibido dos mensajes. El primero decía:

"Bienvenido a Grecia, la empresa Cosmote le brindará el servicio que usted necesite a lo largo de todo nuestro país. Que disfrute su estancia."

Al abrir el segundo mensaje se encontró con un escalofriante texto:

MI PADRE HA DESAPARECIDO.

ADÀN, COMUNÍCATE CONMIGO URGENTEMENTE.

ESTOY ASUSTADA.

ALEXIA.

El rostro de Adán se volvió pálido.

Una ráfaga helada le recorrió la espina dorsal y le hizo revivir los años de dolor por la pérdida de su propio padre, abriendo el cofre lastimado de sus emociones. Giró la cabeza en busca de algún rostro familiar, en vano. Su corazón comenzó a latir con más fuerza, la respiración se aceleró y sus venas se hincharon igual que un pura sangre antes de una carrera. Todas las caras eran desconocidas. Se hallaba desorientado y confundido. "¿Desaparecido Aquiles? ¿Por qué?"

Mil preguntas giraban en su mente como en un carrusel. Se sentó en el único lugar libre que encontró. Su temperatura corporal seguía aumentando y el sudor perlaba su cara.

Alexia Vangelis era la hija de Aquiles. Al momento de conocerse, Adán tenía veintidós años y ella sólo quince, sus padres se reunieron a trabajar, y todos vivían en la misma isla. Cuando Adán se fue a Atenas para estudiar, ella se quedó sin su "hombre ­admiración", a quien la unían Philos y Eros, por quien sentía un amor platónico.

Rápidamente marcó con su pulgar derecho el número del cual había venido el mensaje.

—Parakaló —dijo una voz femenina.

—¿Alexia?, ¿eres tú?, ¿qué ha pasado?

—Adán, no lo sé, es todo tan confuso. ¡Mi padre ha desaparecido!

—Pero, ¿dónde?, ¿cuándo? Hablé con él hace menos de dos días —dijo exaltado por la noticia. Respiró profundamente para tratar de serenarse.

—Escucha —dijo Alexia, manteniendo la calma y un tono de voz suave—, debemos reunirnos, es importante que hablemos. Asegúrate de que nadie te siga.

Adán se sorprendió.

—¿Que nadie me siga? Alexia, ¡no entiendo lo que sucede!

—Hasta donde me dijo mi padre, nadie sabe que vendrías, pero ten cuidado. Hay en juego algo muy profundo y trascendente. Podemos vernos en una hora en el bar Five Brothers, está en la calle Aiolou, la misma del Banco Nacional de Grecia, al pie de la Acrópolis.

—Sí, lo conozco. Estaré allí en una hora.

El sexólogo se quedó estupefacto mirando su Blackberry con el rostro duro y la mente aturdida, aunque reaccionó rápidamente. Dio varios pasos a la derecha, hacia el final de un pasillo, y dejó su pequeña maleta negra bajo consigna en una taquilla del aeropuerto; cogió su billetera, el móvil, su libreta de mano, su estilográfica y salió rápidamente para coger un taxi.

4

Los ojos saltones de Viktor Sopenski parecían salirse de sus órbitas. El corpulento policía rondaba los cincuenta años mal llevados. Las entradas de su incipiente calva eran tan prominentes como su barriga, producto de su adicción a la cerveza y a la comida basura.

Había nacido en Albania, aunque en los años sesenta sus padres emigraron a Estados Unidos, donde fue criado. Marginado por los jóvenes americanos que se burlaban de él por su nacionalidad, fue abriéndose paso hasta que, pasada su adolescencia, se matriculó en la brigada de investigaciones de la policía de Nueva York.

Con el paso de los años, su naturaleza corrupta lo llevó a relacionarse con hampones de la policía y su "brazo negro"; años más tarde, acabó trabajando como testaferro y matón de la poderosa organización mundial conocida como el "Gobierno Secreto". A él lo llamaban "El Cuervo". Con este mote era conocido en las filas de la poderosa organización oculta y de las fuerzas policiacas, debido a los encargos que hacía en países extranjeros, por su sagacidad, instinto y dureza a la hora de "comerse" a sus presas.

El cuerpo que formaba el Gobierno Secreto estaba compuesto por una compleja red de control, en una organización que incluía en sus filas a altos estratos de poder del gobierno de los Estados Unidos, Europa y Rusia. También tenían conexión con una poderosa logia económica mundial, el Club Bilderberg, que se involucraba con una línea secreta dentro de los masones. Amparados por una turbia y dominante jerarquía dentro de la iglesia católica, consumaban sus planes de poder económico, social, psicológico y religioso. A este peligroso y dominante coctel de poder, se le unía una serie de científicos y altos militares, pagados por el Gobierno Secreto, más los representantes de grandes intereses creados por parte de la industria farmacéutica. Debido a su complejo funcionamiento escalonado de poderes, sin nacionalismos, el Gobierno Secreto no sólo impedía que se revelase su estructura, sino que era prácticamente imposible conocerla. Para garantizar esto, los miembros de menor rango no conocían al total de los integrantes. La consigna era que sólo conocieran a su superior directo, no mucho más allá.

Esa mañana Viktor Sopenski estaba vestido con una sudada camisa celeste, corbata desanudada azul y un ajustado traje color café. Su mal gusto por la vestimenta —que no ocultaba el deterioro de su cuerpo— era compensado por su implacable y feroz forma de trabajar contra lo que ellos llamaban "individuos que atentan contra el sistema".

El arqueólogo se hallaba atado de pies y manos en una silla, en medio de una oscura y húmeda sala, llena del humo que emitía el cigarro del ayudante de Sopenski, Claude Villamitrè, un francés flaco y encorvado, de casi cuarenta y cinco años, consumido por el deterioro que provocaban la nicotina y el tabaco en sus pulmones. Estaba al servicio de todo lo que pidiese el capitán Sopenski. Fueron muchas las veces que el desgarbado agente Villamitrè mostró su lealtad al capitán y muchas las veces que, sin problemas, hizo los trabajos más sucios. Ambos cobraban un doble salario; por un lado, el sueldo de la policía de Nueva York —que ellos consideraban de bajo importe— y, por el otro, una generosa cantidad mensual por parte del Gobierno Secreto que tapaba cualquier leve indicio de ética profesional en su estrecha conciencia.

Aunque Sopenski y Villamitrè no hacían aquel trabajo sólo por dinero, también tenían ideales y ambiciones que coincidían con los altos estratos del Gobierno Secreto, aunque sólo eran una mínima parte del complejo engranaje mundial de control y poder; una minúscula pieza, importante a la hora de la acción, pero completamente sustituible, aun con toda su ansiedad por obtener más poder.

Vivían en Nueva York y estaban en Grecia por un "encargo vital de extrema prioridad y confidencialidad", tal como el jefe le dijo por teléfono a Sopenski. Su superior directo, al cual nunca había conocido en persona, se hacía llamar simplemente "El Mago"; siempre se mostraba exigente y autoritario a la hora de pedir sus "encargos", aunque generoso al momento de pagarle por cada "trabajito extra" que realizaban.

En aquella habitación donde estaba secuestrado el arqueólogo, un tercer hombre —al que dentro de la organización apodaban "El Búho", debido a sus grandes y saltones ojos celestes— estaba de pie, semioculto en las sombras. No se le veía el rostro, sólo se dibujaban unos lustrosos zapatos italianos, negros como el petróleo, debajo de un elegante traje del mismo color. Su cuerpo parecía haber sido impregnado con un fino perfume que destilaba un intenso olor a
pachuli
.

Sopenski se dirigió a Aquiles con soberbia.

—Supongo que imaginará, profesor Vangelis, que no lo trataremos con la clásica hospitalidad griega —le dijo secamente, al tiempo que le dirigía una miraba cómplice a su ayudante.

Cegado por una fuerte luz frente a sus ojos, Aquiles no se movió. Mantuvo los ojos cerrados para no recibir aquel impacto visual. Se mantuvo en silencio con valor.

—Veo que quiere hacer honor a su nombre, valiente Aquiles —dijo el francés, con ironía, deletreando lentamente su nombre y soltando una mueca de desprecio.

Aquiles sudaba bajo los efectos de aquella luz.

Villamitrè se sirvió una copa de vodka en un vaso de plástico y acercó otro al hombre que estaba en las sombras observando la escena, inmóvil y atento. El Búho lo rechazó con un ademán de su mano izquierda, que lucía un valioso Rolex. El francés estornudó dos veces por el fuerte perfume que llevaba el misterioso personaje a quien habían conocido recientemente a través del Mago. Claude Villamitrè no sentía mucha confianza por aquel desconocido, además odiaba su esencia de
pachuli
.

Aquiles soltó un gemido de dolor, Sopenski le apretaba las muñecas con tal fuerza que impedía el paso de la sangre a las manos del arqueólogo.

—Vamos al grano, profesor Vangelis —añadió Sopenski con VOZ intensa—, usted no nos hará perder tiempo a nosotros, y nosotros no le haremos daño. Díganos lo que queremos saber y todo el mundo contento.

Aquiles tomó aire con dificultad, comenzaba a sentir la presión de aquel sitio y de aquella gente. Sus brazos estaban cada vez más doloridos por la presión de la soga. Su estómago se hallaba contraído como una pelota de rugby.

—No diré una palabra —al sentirse impotente por no poder defenderse, sólo le quedaba la entereza de su espíritu.

—Bien —dijo Viktor Sopenski, con tono cortante—. Veo que quiere los laureles y la fama para vanagloriarse con sus colegas, ¿eh? No sé lo que tienen los griegos con la gloria personal, eso es algo que no he entendido nunca —dijo irónicamente.

—Supongo que no conoce nada de eso. La gloria está reservada sólo para los valientes.

—¡Oh, sí! —exclamó Sopenski, en tono de burla y con un ademán de su mano como si quisiera desprestigiarlo—. Supongo que usted es muy valiente, profesor. Le diré lo que es usted —su tono de VOZ se alzó como el rugido de un león—. ¡Sólo un lameculos de la Unesco y de las Naciones Unidas! Desesperado porque le reconozcan por sus descubrimientos. No es más que un viejo que delira —separó lentamente las últimas palabras y las escupió al ajado rostro de Aquiles.

Cegado por las luces, el arqueólogo no podía verlo bien, aunque percibía su hediondo aliento a escasos centímetros.

—Si sólo son delirios de un viejo —contestó—, no veo cuál es el interés que tienen para que les revele información.

—Mis superiores creen que usted es una amenaza.

—Tus superiores son los que deliran.

—Se me está agotando la paciencia —gritó Sopenski—, no voy a dialogar como uno de sus grandes filósofos, yo soy un guerrero —le remarcó—. Me obliga a actuar, profesor Vangelis.

Aquiles se hallaba cada vez más sofocado por la falta de aire, en aquella oscura y vieja casona sin ventanas.

Sopenski observó que el hombre oculto en las sombras movió su mano derecha. Inmediatamente captó la orden.

—Procede —le ordenó el capitán a Villamitrè.

El encorvado francés se llevó el cigarro a la boca y se agachó para coger un aparato del suelo. Lo enchufó a la electricidad y éste soltó un leve chirrido. Al acercarlo al cuerpo de Aquiles le descargó un aguijón como si fuera el piquete de cien abejas al mismo tiempo.

Vangelis se contuvo ante el dolor, aunque de buena gana hubiese emitido un grito, más por la impotencia de no poder liberarse que por el daño físico en sí mismo.

—Tiene que saber que mi ayudante disfruta con esto, pero no nos gusta perder el tiempo. Buscamos resultados —gruñó Sopenski una vez más.

Otro fuerte puñetazo del francés arremetió contra la mejilla de Aquiles, que sintió cómo uno de sus incisivos caía al suelo y un gran hilo de sangre escurría por su boca.

—Verá, profesor Vangelis —dijo Sopenski, emocionado como un depredador al ver sangre, ostentando un tono de superioridad—, seré claro con usted. Si no quiere correr con la misma suerte que su colega. Mmm, ¿cómo se llamaba? —fingió no acordarse—, ¡ah, sí!, el profesor Nikos Roussos, le pido que sea inteligente y nos diga lo que sabe.

Aquiles giró la cabeza sorprendido.

—Ya sospechaba que mi amigo no podría haber perdido la vida por circunstancias naturales. ¡Hijos de puta! —gritó, al tiempo soltaba un escupitajo.

Sopenski y Villamitrè rieron a viva voz.

—¡Asesinos! —gritó Aquiles, encolerizado; su voz sonó como un trueno.

Sabía que su colega Nikos Roussos había sido amenazado un par de veces, pero en su momento ninguno le dio mayor importancia. Las amenazas eran comunes en el mundo de las investigaciones off the record; los científicos independientes que "hurgaban" en cosas que estaban ocultas tarde o temprano las recibían, ya que el Gobierno Secreto y la iglesia no querían que ciertos descubrimientos fuesen del conocimiento público si afectaban sus intereses.

Los tres secuestradores estaban impacientes.

La adrenalina fluía por la sangre de Aquiles, pero se mantuvo estoico.

—¿Piensan que a mi edad le temo a la muerte? —Hubo un silencio—. El mundo de los que trabajamos por la luz y la verdad ha sufrido persecuciones desde la Inquisición. Siempre los buscadores científicos honestos han padecido la persecución por parte de los poderosos —gritó Aquiles con voz fiera—. Desde el medioevo aplican la misma táctica.

En aquel momento, la lucidez comenzó a entrar en su mente. Se esforzó para abrir los ojos buscando orientarse. Sólo pudo ver el reflejo de una cadena con un crucifijo colgando en el pecho de Villamitrè, como la huella de una creencia ciega a la que posiblemente pedía que le solucionara su destartalada vida.

—Profesor —dijo Sopenski, ahora como si le hablase a un niño rebelde que no quiere dejar de jugar en el parque—, la gente como usted y su inquieto amigo Nikos Roussos, los "Gandhi" de nuestra era, ya están pasados de moda. Ustedes no tienen cabida en nuestro mundo. Quieren ir más allá de lo que, digamos, el poder establecido les permite. Y sabe muy bien que colabora o le pasará lo mismo que a su amigo.

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