Sofonisba se paseaba por la habitación como una fiera enjaulada, retorciéndose las manos, un gesto que sólo hacía cuando la ansiedad la reconcomía. Estaba más que alterada. Habitualmente, cuando debía afrontar un problema, se preguntaba cuál habría sido la reacción de otra persona en su misma situación. La respuesta era casi siempre más serena que sus impulsos, lo cual le permitía calmarse y quitarle importancia al hecho. ¿Debía informar a la reina de esos robos misteriosos? ¿De qué serviría? Sin duda, Isabel se indignaría y haría remover cielo y tierra en busca del bromista —porque no podía imaginar que fuese otra cosa—, pero era mejor evitar un alboroto que daría pie a toda clase de habladurías. No la beneficiaría. Además, promover un escándalo no aseguraba que el misterio se resolviera. Si verdaderamente era cosa de Sánchez Coello, el escándalo podía asumir dimensiones difícilmente controlables. No quería encontrarse en una situación de tensión y venganzas, más peligrosas y fastidiosas que el mismo robo.
Y luego, la suya era sólo una intuición. No tenía ninguna prueba tangible. No podía acusarlo, pues, ni dejar caer casualmente sus sospechas sobre él. Al verse acusado, incluso sólo señalado como probable autor de la fechoría, Sánchez Coello habría montado en cólera. ¿Cómo reaccionaría? Mejor ni pensarlo. No, Sofonisba no podía buscarse la ira del pintor oficial de la corte.
Debía guardar silencio y pensar con sensatez. Un paso en falso podría significar su caída en desgracia.
Así pues, tomó una decisión. La única solución viable de momento era comportarse como si nada hubiera sucedido. Mostrar indiferencia ante la adversidad, no obstante la rabia que la consumía, era el único camino que le permitiría conservar la dignidad. Era una postura difícil de asumir, pero no veía otra salida. Después de todo, sólo era una mujer extranjera en una corte donde a diario sucedía de todo y más. Además, ¿qué importancia podía tener para una corte imperial el robo de un cuadro? Y encima se daba el caso de que nadie había visto nunca su obra. Recordaba las palabras de su criada. María había respondido: «¿Qué cuadro?» Significaba que en caso de ser interrogada sobre el robo, aquella necia era capaz de negar la evidencia. No era el testimonio de María lo que le preocupaba, sino cuánto podía valer su palabra. ¿Y si nadie la creía? El cuadro existía, bien que lo sabía, pero ¿qué otra persona, con un mínimo de credibilidad, podría confirmarlo? Ninguna, puesto que nadie lo había visto.
La situación podía volverse en su contra y ser acusada de haberse inventado un robo. No tenía testigos. No podía demostrar nada. Su reticencia a mostrar una obra recién iniciada la estaba perjudicando.
Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que su decisión era acertada. Actuaría como si nada hubiera sucedido. Mejor esperar y ver qué ocurría. Si el cuadro volvía por sí mismo, como había pasado en la primera ocasión, se olvidaría del incidente. Si no volvía, pues ya lo solucionaría de alguna manera.
Quizás era un admirador secreto que quería tener su autorretrato, aunque apenas estuviera esbozado… La idea, aunque divertida, ni siquiera la hizo sonreír. No tenía ánimo para tonterías.
No obstante, se convenció de que aquel esbozo de autorretrato no era tan importante. Carecía de valor. Así tranquilizada, pensó que si el cuadro no reaparecía, debería abocarse a pintar uno nuevo, igual al perdido. No le hacía ninguna gracia, pero era la única manera de salir del apuro. Pero esta vez lo guardaría bajo llave.
Reanimada, decidió no esperar más y puso manos a la obra. Empezó una nueva pintura idéntica a la primera versión.
Pasaron días y luego semanas del incidente. Últimamente su estado de ánimo oscilaba entre momentos de alegría, casi de euforia, y una profunda tristeza motivada por una carta recibida desde Italia.
Su hermana Minerva le comunicaba, en términos poco claros para no preocuparla en exceso, que su padre, el anciano Amilcare Anguissola, había empezado hacía unos meses el lento camino hacia una irremediable senilidad.
Minerva conocía bien a su hermana y su predisposición a tomarse a pecho las malas noticias, como si todas fueran por culpa suya. Por eso, en su carta había medido cada palabra a fin de inquietarla lo menos posible.
La situación del padre, según los médicos, era irreversible. Había empezado olvidando pequeños gestos de la vida cotidiana, como dónde había dejado tal o cual cosa, deslizándose cada vez más hacia el olvido. En los últimos tiempos era incapaz de vestirse solo y necesitaba ayuda para las cosas más nimias. Además, Minerva contaba cómo algunas noches, tras haber cenado copiosamente, le reprochaba que no le diera de comer, lamentándose de que aún tenía hambre. Para calmarlo, bastaba con asegurarle que acababa de cenar. A veces repetía hasta el hartazgo una misma pregunta, incapaz de recordar la respuesta. Recientemente su estado se había agravado y ya le costaba reconocer a sus familiares.
Sofonisba comprendió que para su padre se avecinaba el fin. Se reprochó estar lejos de casa y no poder estar a la cabecera de su cama: por más que hubiera emprendido rápidamente el viaje, las posibilidades de encontrarlo con vida eran escasas. Y además ¿de qué serviría si él no podía reconocerla? Prefería mantener vivo el recuerdo de su último encuentro, en la gélida Milán, cuando se había quedado de pie, despidiéndola con la mano hasta ver desaparecer en el horizonte el carruaje en que su hija se alejaba para siempre de él. Ambos habían sabido que era la última vez que se veían.
Ahora que el mundo de las tinieblas se había adueñado de la mente de su padre, era muy poco lo que ella podía hacer. Apenas recurrir a los recuerdos para distraerse de la tristeza que la invadía.
En cambio, el motivo por el que se sentía tan exultante era que finalmente había conseguido terminar su autorretrato sin nuevos incidentes. Aquel primer esbozo nunca había reaparecido y continuaba siendo un misterio. Como fuese, estaba satisfecha con el resultado, y creía que gustaría al pontífice. Había puesto todo su empeño en él.
Siguiendo las instrucciones recibidas, había enviado el cuadro al nuncio en Madrid. La embajada vaticana había recibido el encargo de mandarlo a Roma.
Lamentaba haber tenido que separarse tan pronto de su trabajo. Le habría gustado tenerlo unos días más para contemplarlo con la mente serena y aportar algún retoque de última hora. Le sucedía siempre que terminaba un cuadro. Un artista nunca está completamente satisfecho de su obra, pero el tiempo urgía y al final debió separarse definitivamente del cuadro.
También el nuncio tenía instrucciones precisas que seguir. La orden de Roma era entregar inmediatamente el cuadro de doña Sofonisba Anguissola al cardenal Mezzoferro, enviado especial de Su Santidad, que en aquel momento se encontraba en misión en Madrid. El cardenal se encargaría en persona de entregarlo al Santo Padre, a su regreso a Roma. El nuncio no era un hombre particularmente interesado en el arte, pero esta vez sentía curiosidad por aquel cuadro, al menos para ser de algún modo partícipe en el extraño pedido del pontífice.
Demasiados misterios se habían adueñado últimamente de su legación sin que él pudiera asumir el control. Todo había sucedido desde la llegada del cardenal Mezzoferro. Ojalá partiera pronto, para recuperar su tranquila vida habitual.
Pero ni siquiera pudo satisfacer su curiosidad, porque apenas llegado el paquete Mezzoferro se lo había llevado sin darle tiempo a echarle un vistazo. Se sentía frustrado y ofendido. Aquello era una falta de respeto, casi un desprecio personal.
María Sciacca cavilaba sobre el modo de regresar a Italia. No le gustaba España. No había conseguido ambientarse a ese maldito país y tampoco había hecho amigas. Apenas si tenía alguna que otra conocida, pero nada más.
Se sentía sola.
Pensó en escribir a su prima en Cremona. Quizá conocía a alguna otra señora que necesitase una criada. Pero no sabía escribir. Debía recurrir, pues, a la ayuda de alguien que sí supiera. ¿Quién mejor que un cura?
Se puso a buscar uno que cumpliese con un requisito imprescindible: no conocer a su señora. Además, tenía que encontrar una excusa para que su ama la dejara marchar. Difícil, pero no imposible.
En un primer momento había pensado en hacer alguna tontería, para impacientarla y ponerla suficientemente nerviosa para provocar el anhelado despido. Pero, pensándolo bien, no le convenía que la señora la echara con cajas destempladas. Las referencias que esperaba de ella por sus buenos servicios y por haberla seguido al extranjero, sin duda le facilitarían encontrar empleo. Si se iba de mala manera, adiós referencias. Debía andarse con cuidado.
Estaba rumiando sobre las distintas tonterías que podía cometer para disgustar a su patrona sin pasarse, pero no encontró ninguna convincente. A cada una le encontraba un punto débil. Difícilmente su patrona la echaría sólo por romper un jarrón o estropear un vestido. La señora Sofonisba era básicamente una buena persona. A menudo había hecho la vista gorda sobre su inexperiencia de servir en una casa señorial. Con paciencia franciscana le había enseñado, día tras día, cómo debían hacerse las cosas. Ahora, con la experiencia adquirida y por el hecho de haberla seguido a la corte española, tenía bastantes cualidades como para trabajar en cualquier casa. Pero si no le daba una carta de recomendación, todo eso no habría servido de nada. María Sciacca lo tenía presente. Había un solo punto en el que su señora era inflexible y meticulosa: su pintura.
De repente se le hizo la luz. Tenía que encontrar algo relacionado con la pintura que enfureciese a su ama como para despedirla, pero sin extralimitarse, so pena de quedarse sin referencias.
Se encaminó hacia la pequeña iglesia que le había mostrado su patrona durante un paseo. Estaba un poco a trasmano, lo cual podía venirle bien. El cura no debía de ser uno de los que frecuentaban la corte. Los que daban vueltas por los palacios se sentían demasiado importantes para escuchar a una simple criada. Además, podía ser peligroso. Era mejor actuar con discreción. Pedirle a un cura que le escribiera una carta no era un secreto de confesión. Aun admitiendo que hubiera encontrado en la corte a un cura dispuesto a ayudarla, corría el riesgo de que éste informara a su ama del contenido de la carta, y todo su plan se iría al garete. Doña Sofonisba, como la llamaban aquí, no debía sospechar nada. Era preferible elegir a un sacerdote que no tuviera relación alguna con el entorno de su señora.
La carta era el primer paso. Una vez escrita y expedida, antes de recibir respuesta podían pasar varias semanas. Tiempo suficiente para urdir cuidadosamente su plan.
Le pasó por la cabeza una idea perversa.
Si no lograba por las buenas regresar a Italia a expensas de su ama —María sola nunca habría conseguido ahorrar lo suficiente para costearse el viaje—, utilizaría un modo más convincente: si no podía volver sola, obligaría a su patrona a volver con ella. ¿Cómo? Aún no lo sabía, pero la idea de hacerle su estancia insostenible no le disgustaba en absoluto. Bastaba con ponerla en una situación delicada, que suscitara el descontento de los soberanos.
María Sciacca sonrió para sus adentros. Aún no sabía qué se inventaría, pero la idea le agradaba. Era una manera segura de marcharse para siempre de aquel odioso país.
Por añadidura, si esta idea maduraba y fructificaba, ofrecía una doble ventaja: volverían juntas a casa y ella no perdería su empleo. Lo importante era actuar con bastante sagacidad, para que doña Sofonisba nunca supiese que ella estaba en el origen de su caída en desgracia.
Entró en la iglesia. Estaba vacía. Ni siquiera la sombra de un alma descarriada. Desconcertada, se dirigió hacia la sacristía. Allí podría encontrar al párroco o el ama de llaves. Mientras se acercaba, oyó voces. Al menos había alguien. Varias voces, masculinas. Probablemente el ama de llaves era un hombre, a menos que el cura hablase solo, cambiando de voz para las respuestas. Menuda tontería. Estaba a pocos pasos de la puerta cuando se detuvo, petrificada por lo que acababa de oír. A esa distancia las voces le llegaban con suficiente claridad para distinguir cada palabra. Y si no había entendido mal, alguien había pronunciado el nombre de su ama. ¿Era una impresión o de verdad estaban hablando de Sofonisba? Su primera reacción fue esconderse detrás de una columna. Aguzó el oído y oyó claramente la conversación, pero no lograba entender el sentido:
—Tiene que llegar hasta ella —decía uno—, y convencerla de que haga lo que le he sugerido.
—Pero cómo —respondía el otro—. No es fácil entrar en la corte y acercarse a una dama de la reina. ¿No sabe que están estrechamente vigiladas? Además, ¿qué le digo? ¿Por qué debería escucharme?
—Claro que lo sé, pero usted es un cura. Nadie sospechará nada, aunque sea por respeto a su hábito. En cuanto a qué decirle, utilice la cabeza, amigo mío. Podría sugerir, por ejemplo, que la Inquisición está interesada en su persona, que sospechan que no es suficientemente religiosa, o algo por el estilo. Propóngale ser su consejero espiritual, para alejar las sospechas. No deberían faltarle argumentos.
—Pero ¿es verdad? ¿La Inquisición está interesada en ella? —preguntó, espantado, el segundo hombre—. Podría estar en peligro.
El fantasma de tener que vérselas con la Inquisición desarmaba a cualquiera.
—No sea tonto, padre Ramírez —continuó el primero, intentando tranquilizarlo—. Es sólo una sugerencia. Naturalmente que no es verdad, pero es una buena arma para doblegar su voluntad. A nadie le agrada que le digan que la Inquisición sospecha de él. Pero no debe espantarla, porque si se siente amenazada podría reaccionar mal y confiarse a la reina. Entonces todo se complicaría. Las órdenes son muy claras, debe actuar con la máxima discreción.
—¿Las órdenes? —repitió el otro, sorprendido—. ¿Qué órdenes? ¿Quién está detrás de todo esto? Me preocupa, monseñor.
—Eso no se lo puedo decir, amigo mío, sólo puedo asegurarle que las instrucciones vienen de arriba, de un personaje muy influyente. Piense que tampoco yo he podido sustraerme del encargo. Es nuestro deber ayudarlo. Pero le aseguro que será recompensado generosamente. Me lo han garantizado.
—Todo esto me asusta, monseñor. No soy apto para esta clase de intrigas. Soy un simple cura. ¿Cómo puedo acercarme a una dama de la corte para proponerle ser su consejero espiritual? Me hará echar al instante.