Recién instalada, había empezado un nuevo cuadro. Su tema era la nueva reina, a la que acababa de conocer. Una elección obligada para su primera obra, pero también de su gusto. Además de ser una excelente ocasión para demostrarle sus capacidades, la ejecución del retrato, con las consiguientes horas de posado, le daban también la oportunidad de estar a solas con ella. En ausencia de las demás damas del séquito era más fácil establecer una relación más personal, lo que les permitía conocerse mejor.
En las horas dedicadas a su retrato, Isabel pedía a sus damas de compañía que se retiraran. No conseguía posar bien con todas aquellas damiselas revoloteando a su alrededor.
Lo que preocupaba a Sofonisba eran los repetidos desplazamientos del cuadro. Las sesiones se desarrollaban en el aposento privado de la reina, por supuesto mucho más amplio y cómodo que el trastero de Sofonisba. No era especialmente grande, pero sí facilitaba sesiones de posado con las debidas distancias. Placer desplazar a la soberana a su estudio habría sido impensable, pero eso mismo implicaba trasladar el cuadro a su estudio después de cada sesión.
Para impedir que se viera, lo hacía llevar con la parte frontal hacia el suelo. Cubrirlo con un paño era imposible, ya que la pintura no había tenido tiempo de secarse. A la hora de pintar, Sofonisba acercaba el caballete a una ventana; no era sólo para aprovechar la luz, como afirmaba, sino para evitar que alguien viniera por detrás a echar una ojeada a su trabajo. Era una de sus obsesiones: no permitía que nadie viera sus cuadros antes de estar totalmente terminados. Aseguraba que la influía negativamente y arruinaba «el efecto sorpresa». Contemplar un cuadro acabado no era lo mismo que verlo durante su proceso de elaboración. En esto, Sofonisba era inflexible. Ni siquiera la propia reina podía saltarse esta regla. Eran inútiles sus súplicas de que le permitiera echar un vistazo. Sofonisba, a fuerza de persuasión, la había convencido de que estaría mucho más satisfecha si veía su retrato una vez terminado. Isabel bromeaba sobre esta manía. A veces fingía enfadarse, más por diversión que por otra cosa.
—¿No será que me estáis pintando más hermosa de lo que soy en realidad? —preguntaba, con una sonrisa en los labios.
—Temo que al revés, señora —respondía la pintora, en el mismo tono—. No quisiera desilusionaros, pero quizá no logre reproducir con la máxima fidelidad la belleza de su majestad.
Las dos sabían que se trataba de un juego. Una inocente diversión privada. Isabel, inteligente y perspicaz, aprendía deprisa. Ya conocía el carácter de su nueva amiga, y por eso no insistía. Estaba dispuesta a concederle la satisfacción de mostrarle el resultado cuando lo considerase acabado. No dudaba del talento de su protegida.
En la tranquilidad de su pequeño estudio, Sofonisba estudiaba el cuadro, pincel en mano. En el semblante de la reina había algo que no la convencía. ¿Quizá la había retratado más madura de lo que era en realidad? El fondo del tríptico la había intrigado, pero se dio cuenta de que no era una idea válida para ese tipo de retrato.
Tendió un brazo hacia atrás para coger un pincel y notó que la vasija de terracota que los contenía estaba desplazada a la derecha. No estaba en la posición en que ella la dejaba habitualmente. Arrugó el entrecejo. ¿Lo había movido sin darse cuenta? Imposible. Era muy meticulosa con el sitio de sus instrumentos de trabajo. Sabía con precisión el lugar de cada cosa, cada color, cada pincel. No necesitó demasiado para comprenderlo: alguien había entrado en su estudio. Pero ¿quién? El personal tenía prohibido entrar allí en su ausencia. Y su criada, María Sciacca, iba a limpiar sólo en su presencia. Por tanto…
Recorrió la habitación con la mirada, buscando otros detalles que confirmaran sus sospechas. No había nada. Todo parecía en su sitio. Sin embargo, estaba segura de que alguien había entrado. Lo intuía. Eso la disgustó sobremanera. ¿Quién podía haber sido?
Ya era muy tarde. No tenía tiempo para indagar. Pensaría en ello más tarde. Ahora debía darse prisa para reunirse con la reina. Antes que pintora, era dama de compañía. No podía desatender sus obligaciones por amor al arte. Pintar era sólo un pasatiempo, aunque ella no lo viera así. Pero las obligaciones eran las obligaciones, y se resignó a afrontarlas.
Al cabo de pocos días la corte se habría trasladado a otra ciudad, y quién sabe, allí podría dedicar más tiempo a su actividad preferida. Al salir se detuvo para examinar la cerradura antes de darle una doble vuelta de llave. Había levísimas marcas que a primera vista un ojo inexperto no habría notado, pero confirmaban su hipótesis: sin duda alguien había aprovechado su ausencia para colarse furtivamente en el estudio.
Se dirigió rápidamente hacia los aposentos reales. En efecto, Isabel la estaba esperando, y de inmediato advirtió el enfado de su dama.
—Os veo pensativa —le dijo sin más—. ¿Ha sucedido algo?
Sofonisba decidió callar el incidente. No era conveniente revolver el avispero por simples sospechas. Estaba disgustada y se notaba, pues la reina se había dado cuenta con sólo mirarla, pero era mejor ocultar su mal humor. Cambió de expresión y sonrió afablemente.
—Nada, majestad. No ha sucedido nada. Sólo estaba distraída.
Para Isabel, Sofonisba era como un libro abierto. Advertía enseguida si algo no iba bien, y la reina no se dejó engañar. Pero tampoco ella en aquel momento estaba de buen humor para indagar qué le había sucedido a Sofonisba. Tenía otras cosas en que pensar. Estaba abrumada por los preparativos del viaje que la llevaría a conocer su nuevo país. Decidió no insistir y le encomendó algunos encargos relacionados con la organización del viaje.
El resto del día transcurrió sin incidentes. Sin embargo, aunque Sofonisba estaba muy atareada, no conseguía quitarse de la cabeza aquella misteriosa intrusión en su estudio. No entendía quién podía tener interés en hurgar entre sus cosas. ¿Acaso el intruso, o la intrusa, esperaba descubrir secretos inconfesables? Pero ella no tenía secretos.
La noticia de la inminente partida la había pillado por sorpresa. Por una parte se alegraba, ya que conocería otra región de España, aunque Madrid no era gran cosa. Si bien hacía poco la habían declarado capital, aún estaba en los albores de ser una gran ciudad. Por la otra, la repentina partida trastocaba sus planes: el ajetreo del traslado no le dejaría tiempo para el cuadro. Le habría gustado avanzar en el trabajo, ya que le faltaba poco para terminarlo. Detestaba ser interrumpida. Si empezaba un cuadro, siempre tenía prisa por verlo acabado. Una interrupción que se prometía larga representaba un serio fastidio. Pintar no era como remendar. Era un trabajo que exigía constancia y concentración, y si estaba demasiado tiempo sin hacerlo le resultaba más difícil retomar el hilo. Pero no tenía elección. Debía resignarse a esperar que la corte se instalara nuevamente, allá donde fuera, para reanudar sus sesiones con la reina y llevar finalmente a término su obra.
Felipe II estaba contrariado. Había tenido que anular en el último momento el plan minuciosamente preparado desde hacía tiempo. El secreto encuentro con un emisario del Papa en una pequeña iglesia apartada del centro se había esfumado de pronto por un imprevisto. Todo por culpa de aquella italiana, Sofonisba Anguissola. Ahora el encuentro se había aplazado. Debían esperar a que la corte se instalara en Madrid para planificarlo nuevamente.
La había reconocido de inmediato. Estaba de espaldas, sentada en la tercera fila. Su vestido la había traicionado. No había muchas personas en la corte que llevaran vestidos a la moda italiana. Por suerte, aquella misma mañana había tropezado por casualidad con ella al ir a los aposentos de su mujer. Sofonisba lucía el mismo vestido color malva. Por eso la había reconocido a primera vista.
Cuando se acercaba al banco de la primera fila, donde iba a desarrollarse el encuentro secreto, había notado, a través del fino velo que cubría su cabeza, el cabello rubio de la dama en cuestión. No tuvo ninguna duda. Era ella. ¿Qué hacía en aquella iglesia perdida, tan a trasmano? ¿Una mala pasada del destino? No había motivo para pensar que hubiera otra razón.
Pocos días antes, Felipe II había ordenado a su secretario, Pedro de Hoyo, que preparara a escondidas, de ser posible a salvo de ojos y oídos indiscretos, el encuentro secreto solicitado por el nuncio apostólico. El embajador del Papa se había acercado a él al acabar la misa de la tarde y, asegurándose de que nadie lo oía, le había pedido que recibiera a un enviado especial del Sumo Pontífice, cuya identidad él mismo desconocía. El encuentro requería la máxima discreción, lejos de la corte, donde el emisario del Papa no podía en ningún caso dejarse ver. Felipe II, un poco sorprendido, había preguntado de qué se trataba, pero el nuncio había asegurado que él mismo no lo sabía, es más, que el Papa, en su misiva, le había pedido que no preguntara y se limitara a asegurarse de que la entrevista se llevaba a cabo. Si la solicitud no hubiera sido presentada personalmente por el nuncio apostólico, Felipe II no le habría hecho caso, pero si el Papa en persona le pedía que recibiera con discreción a su enviado, debía de haber una razón importante. Había aceptado, pues, reunirse con el misterioso personaje y dado las oportunas instrucciones a su secretario para que lo organizase. Estaba intrigado.
¿Qué quería el Papa que no pudiera escribirse en una carta oficial? El nuncio, probablemente siguiendo instrucciones precisas de Roma, le había rogado que no comentara nada y que evitara que se los viera juntos, al monarca y al enviado, pues en ese caso levantarían sospechas.
Para evitarlo, era aconsejable que el rey no recibiera al misterioso mensajero en el palacio del duque del Infantado, donde se alojaba, puesto que no ofrecía la suficiente discreción. El secretario había buscado, pues, un lugar adecuado. Después de indagar en busca de un sitio idóneo, que ofreciera garantías y eventuales vías de escape alternativas, había elegido aquella pequeña iglesia situada en un barrio poco frecuentado y oportunamente apartado.
Una vez llegados al sitio, el secretario había explicado al rey los detalles del encuentro. Él debía sentarse en la primera fila, y cuando el enviado papal lo viese, saldría de la sacristía para reunirse con él, sentándose a su lado. Pedro de Hoyo, que esperaba en la entrada junto con un par de caballeros de escolta, se había quedado sorprendido cuando vio al rey levantarse y volver sobre sus pasos. Había intuido que algo no iba bien, pero no entendía qué. Una vez fuera, mientras regresaban a caballo al palacio del Infantado, Felipe II se lo había explicado.
El secretario se había quedado de una pieza. Al punto se sintió culpable del fracaso, pero Felipe II lo tranquilizó. No era culpa suya. Si el destino se entrometía, no había mucho que hacer. Sólo debían tener paciencia e intentarlo de nuevo.
Tropezarse con una dama de la reina representaba un riesgo para el enviado papal. Al estar sólo dos filas más atrás, la italiana habría podido oír lo que hablaran. Por eso, en cuanto la había reconocido, sin volverse para no despertar las sospechas de los feligreses, el rey se había arrodillado brevemente, había rezado un rápido padre nuestro y se había marchado. El plan, minuciosamente preparado, preveía que el mensajero, oculto en la sacristía, al ver al rey en la primera fila se acercaría para sentarse a su lado. Desde lejos y de espaldas, parecerían dos feligreses comunes. Pero la presencia de aquella italiana había frustrado el encuentro.
De vuelta en el palacio, para descartar cualquier duda sobre la integridad de la dama de compañía, Felipe II, de natural receloso y desconfiado, había dado instrucciones para que se revisaran con discreción sus papeles. Un simple indicio de que Sofonisba Anguissola no había acudido a aquella iglesia por puro azar habría bastado para condenarla. Pero registrados su habitación y su pequeño estudio el resultado fue negativo. No se encontró nada que pudiera implicarla. Había sido la casualidad. Sofonisba Anguissola no tenía nada que esconder.
Antón van Dyck almorzó en la misma posada en que se alojaba, una taberna barata donde alquilaban habitaciones a los escasos viajeros.
No tenía ganas de perder el tiempo buscando un sitio donde comer. Tenía prisa y muchas cosas por hacer. Prefería la comodidad de la cercanía de su habitación para subir cuando quisiera, dejar sus cuadernos para ordenarlos más tarde, y quizá concederse una cabezadita después del almuerzo. La posada era modesta, aunque no por eso dejaba de ser acogedora ni carecía de cierto encanto. Pequeña, Antón había contado unas cuatro o cinco habitaciones para los huéspedes de paso, y ofrecía la ventaja de una cocina casera. Se comía bien. Platos muy distintos de los que estaba habituado, pero en general sabrosos.
Además, ofrecía la comodidad de estar a sólo unos centenares de metros de la casa de los Lomellini. Podía llegar en pocos minutos por aquel camino polvoriento y, de ser necesario, hacer el trayecto varias veces al día sin que le supusiera ninguna molestia. Mientras regresaba de casa de Sofonisba por aquel camino de tierra que recorría a diario, no conseguía apartar de su mente a la pintora. Cuanto más se familiarizaba con ella, más atraído se sentía por su personalidad. En su juventud debía de haber sido una mujer excepcional.
Comió rápidamente el frugal almuerzo que había pedido y subió a su cuarto, una habitación espartana pero limpia, amueblada con una cama, una mesilla de noche, una mesa contra la única ventana y una jofaina para lavarse. Era rudimentario, pero lo único que podía permitirse con sus magros recursos.
Recordó que durante la conversación de aquella mañana, Sofonisba le había explicado algunos trucos que utilizaba cuando pintaba. Escribió en su diario: «He aprendido más de esta anciana de más de noventa años y casi ciega, que de todos los pintores contemporáneos, porque me ha enseñado a dar las luces desde arriba, ya que dándolas desde abajo se resaltan las arrugas.»
Era sencillo, casi elemental, pero nunca lo había tenido en cuenta. De los grandes se aprenden a veces pequeños detalles que en realidad marcan la diferencia entre una gran obra y una banalidad.
Después de ordenar sus cosas se había sentido tentado de ir a descubrir Palermo, para aprovechar su estancia siciliana, pero había decidido dejarlo para más adelante. Ya haría de visitante, una vez concluidas sus entrevistas con Sofonisba. Tenía curiosidad por conocer la ciudad.