Sofonisba se arrodilló, bajó la cabeza y cerró los ojos como para rezar, adoptando una actitud piadosa. Pero sus pensamientos estaban en otra parte.
Trataba de ordenarlos.
Sintió cierto apuro por no centrarse exclusivamente en la plegaria, ya que estaba en un lugar sagrado, pero necesitaba ordenar la confusión que reinaba en su mente. Después de todo, ¿la casa del Señor no servía también para eso? ¿Qué otro sitio podía ser mejor para esa clase de ejercicio espiritual?
Todavía estaba absorta en sus pensamientos, cuando de pronto percibió un fuerte olor a incienso. Abrió los ojos para comprobar de dónde procedía, pero no lo logró. Ninguno de los presentes se había movido de su sitio y en el altar no se veía ningún movimiento. Inmediatamente se acordó de su hermana Elena, y no pudo reprimir una sonrisa.
Una vez, Elena le había contado una anécdota que le había sucedido en relación con el incienso. Desde entonces, cada vez que sentía su olor la recordaba. Ocurrió que Elena, en una ocasión en que estaba abstraída rezando sola en su cuarto, sintió un fuerte olor a incienso. Al no entender de dónde podía provenir, verificó todos los rincones de la habitación, sin encontrar una explicación lógica. No había nada que justificase aquel extraño perfume. Al estar la ventana cerrada, abrió la puerta para comprobar si venía del pasillo, pero tampoco era así. De vuelta en su cuarto, el fuerte olor persistía. Es más, su intensidad aumentaba. Al final, se acercó a olisquear el pequeño crucifijo que colgaba de la pared y se dio cuenta de que procedía de allí. Se quedó desconcertada. ¿Era su imaginación que le estaba jugando una mala pasada, o estaba sucediendo realmente? Acercó de nuevo la nariz al crucifijo.
No había duda.
El olor salía directamente de allí. Perpleja, se puso a buscar una explicación con toda la lógica de que fue capaz, pero al fin debió rendirse a la evidencia. No encontraba ninguna causa racional para aquel fenómeno tan extraño. Pero no podía ser una casualidad. Sólo había una explicación: era el Espíritu Santo que había ido a visitarla. La llamada del Señor. Su manera de comunicarle que había sido elegida para servirle.
Conmocionada, rompió a llorar. ¿Era una revelación? ¿Había sido ella, Elena Anguissola, elegida para servir al Señor? Por mucho que intentara imaginar otro motivo, no encontraba ninguna interpretación lógica y verosímil. Así pues, tomó una decisión, la única posible: sería monja. Si el Señor la había reclamado, ella sólo podía obedecer.
Recordando aún la expresión de su hermana cuando le había comunicado su decisión, como si estuviera poseída por la verdad absoluta, Sofonisba no pudo reprimir una sonrisa. Cada vez que pensaba en su hermana sentía una profunda ternura por ella. Elena se mostraba serenamente feliz después de haber hecho aquella elección. Su querida hermana había encontrado finalmente su camino.
A pesar de la seriedad de lo ocurrido, el episodio del Espíritu Santo la divertía cada vez que lo recordaba.
Elena, como todas sus demás hermanas, pintaba. Era una peculiaridad de las muchachas de la casa. Tenía un discreto talento para representar asuntos religiosos, todos marcados por la misma delicadeza que la caracterizaba en la vida cotidiana, y poseía una imaginación desbordante. Sofonisba recordaba cómo las demás hermanas se burlaban de ella por su propensión a la fantasía. Por ese motivo nunca había estado segura de si la «revelación» de Elena era verdaderamente tal o sólo otra de sus fantasías.
En todo caso, cualesquiera que hubiesen sido las circunstancias que motivaran su elección, la tranquilizaba saber que las dotes naturales de su hermana no se habían perdido por aquella repentina «llamada». Elena tenía demasiado talento. Desde entonces se había dedicado, como cabía esperar, a la pintura religiosa, contribuyendo con su arte a enriquecer la iglesia de su convento.
Sofonisba se preguntó si el hecho de tener alucinaciones olfativas significaba que también ella estaba sufriendo una crisis mística. Aquello la turbó un poco. ¿Era una señal de la cual debía preocuparse? ¿El Espíritu Santo había acudido también a ella para anunciarle que había sido elegida? Reaccionó con prontitud. «Tonterías —se dijo—. Estoy en una iglesia, es normal que haya olor a incienso.»
Además, su religiosidad no era tanta como para justificar una secreta vocación monástica. Además, ¿acaso no había encontrado también ella su camino? El Espíritu Santo, si se trataba verdaderamente de él, no podía equivocarse y elegir a una persona tan poco adecuada para la vida monacal. Ella era una artista. Su vocación era una fuerza que sentía en lo más profundo de sí misma y su alma estaba totalmente impregnada de ella. Ni siquiera lograba imaginarse cómo habría sido su vida si hubiera tomado otro camino. ¿Renunciar a retratar personas de carne y hueso para dedicarse a pintar asuntos religiosos? Impensable. Ella no había nacido para esa vida de renuncias y dedicación, de sacrificio y abnegación. De ninguna manera. Que el supuesto Espíritu Santo volviera por donde había venido. Con ella sólo perdería el tiempo.
Estos pensamientos la incomodaron. Sobre todo en aquel lugar sagrado. No debía dejarse arrastrar por la imaginación y desvariar con ridículas hipótesis.
Sonrió para sí misma. Su mente le estaba jugando una mala pasada. ¿Era cierto, como afirmaban sus hermanas, que la fantasía desbordante era una característica de la familia?
Aún estaba pensando en ello cuando, de repente, oyó unos pasos que recorrían el pasillo central. Era un paso seguro, a pesar de que se notaba que intentaba ser discreto, por la paz del lugar o por respeto a los demás fieles. No obstante, eran tacones de bota y resonaban.
Los pasos se acercaban a ella. Sintió curiosidad. ¿Eran pasos de hombre o de mujer? Sin volverse, porque habría sido una flagrante descortesía, intentó adivinarlo. ¿Quizá se estaba volviendo como las viejas que frecuentaban la iglesia? También ellas estaban atentas a cualquier movimiento inhabitual, a cualquier cosa que perturbase sus tranquilas costumbres. No podían ser pasos de mujer, decidió, porque los tacones resonaban con demasiada fuerza para pertenecer al pie de una mujer.
Una silueta pasó por su hilera de bancos. Ella no se movió, continuó arrodillada en posición recogida, como rezando, y no levantó la cabeza para verificar sus deducciones. El hombre, puesto que efectivamente se trataba de un hombre, prosiguió hacia el altar. Eligió el banco de la primera fila, vacío, se arrodilló y se puso a rezar en silencio.
Sofonisba, instintivamente, casi contra su voluntad, había levantado un poco la cabeza para dar una pequeña satisfacción a su curiosidad. Lo vio nítidamente a pesar de que le daba la espalda, puesto que estaba a sólo unos pasos por delante de ella.
Era un caballero de cierta edad, tal como indicaba el cabello canoso. Sofonisba habría querido volver a sus pensamientos, pero su curiosidad femenina no le daba tregua. Siguió estudiándolo unos segundos más. Vestía de negro, con un jubón de buen corte. Probablemente era un aristócrata de la corte que había escapado de sus obligaciones por un rato. Como ella, había decidido aprovechar sus escasos momentos de soledad para venir a rezar. No se le ocurrió otra cosa.
El hombre parecía profundamente sumido en el rezo, cuando de golpe se levantó, hizo una rápida genuflexión en dirección al altar y se marchó. Al parecer tenía prisa. Se había quedado apenas el tiempo de rezar un avemaría.
Al pasar nuevamente junto al banco de Sofonisba, le lanzó una mirada y sus ojos se cruzaron una fracción de segundo, lo suficiente para que ella lo reconociera y se quedara estupefacta. El hombre era nada menos que el catolicísimo rey de España.
Felipe II no alteró la expresión al reconocerla. Mantuvo el rostro impertérrito. ¿Fue por respeto al lugar en que se encontraban o por no molestar, aunque sólo fuera con un breve saludo de la cabeza, a alguien que rezaba? Sofonisba se quedó desconcertada. No pudo evitar seguirlo con la mirada mientras se alejaba. Sólo entonces se percató de que en el portal de entrada había dos caballeros. Su escolta.
Cuando el monarca salió seguido por sus acompañantes, Sofonisba recuperó su postura de orante, con las manos cruzadas y la cabeza gacha. Pero no logró concentrarse. No daba crédito a lo que acababa de ver. ¿Cómo era posible que el rey de España, un hombre que era el centro de la atención de todos, atareado y solicitado a todas horas, hubiera encontrado tiempo para acudir a rezar en esa humilde iglesia, teniendo a disposición en la misma ciudad muchas otras y ciertamente más hermosas? ¿Era una costumbre o sólo había sido casualidad? ¿La había reconocido? No lo dudaba. Por su puesto, tenía ocasión de tratarlo a diario, cuando entre una ocupación y otra pasaba a saludar a su joven esposa.
Había sido de veras una extraña coincidencia.
Probablemente Felipe II regresaba de un paseo cuando decidió detenerse un momento en aquella humilde iglesia. Quizá también él, como ella, se había visto atraído por el peculiar encanto de la pequeña construcción. En la corte, todos conocían la profunda devoción del rey. No era, pues, tan extraño que dedicase unos minutos de su precioso tiempo a la oración.
Y si aquella pequeña iglesia había fascinado a Sofonisba, ¿por qué no habría podido ejercer el mismo efecto en el monarca? Después de todo, apreciar las cosas bellas no era un privilegio exclusivo de ella…
Aún turbada por aquella aparición inesperada, sin poder concentrarse en otra cosa, decidió marcharse. Sólo debía esperar unos minutos, para no tropezarse nuevamente con él. Se habría sentido muy incómoda si se hubiera encontrado al soberano en el portal. No quería dar la impresión de que lo estaba siguiendo.
Finalmente se levantó y salió.
Una vez fuera, tuvo que volver a habituarse a la luz del sol. La explanada estaba desierta. No había ni rastro de los caballos del séquito real.
Se encaminó al palacio del duque del Infantado. La reina la esperaba.
Una vez de regreso de la iglesia, Sofonisba se dirigió a su estudio. Aún se sentía agitada por el encuentro casual con el rey. No había ningún motivo en particular, pero, quizá por la frialdad con que la había mirado al salir sin saludarla, pensaba que quizá Felipe estaba enojado por su negativa a mostrarle el retrato de su mujer. ¿Tenía algo en contra de ella, o sólo se había enfadado por ser descubierto en un lugar que suponía a salvo de la curiosidad de la gente? No había nada de malo en que ella frecuentara el mismo lugar de culto.
Por supuesto, tampoco ella se habría nunca imaginado encontrárselo allí. Probablemente la sorpresa había sido mutua.
Tuvo la impresión de que, de algún modo, a partir de ese momento compartían una especie de secreto, aunque no había nada de secreto en un encuentro casual. ¿Acaso se sentía incómoda sólo porque él no la había saludado?
¿Los demás feligreses lo habían reconocido? No lo parecía. Cuando se había vuelto para verlo marcharse, le había parecido que nadie se percataba de su presencia. Aunque sus visitas a aquella iglesia fueran habituales, cosa que ella no podía saber, seguía siendo el rey. Difícilmente se podía ignorar su presencia.
No obstante, cabía la posibilidad de que se equivocara de medio a medio. Quizás aquél no era un lugar secundario, sino un punto de referencia para los fieles. ¿Cómo saberlo? Ella era nueva en la ciudad y aún no conocía las costumbres locales. Era posible que el soberano acostumbrase hacer una breve pausa en aquel sitio cada vez que pasaba por allí. Si acaso, la intrusa era ella.
Aquella pequeña iglesia le había parecido todo un hallazgo. Se había ilusionado con haber encontrado un lugar donde retirarse cuando lo necesitara. Ahora bien, si aquel sitio mágico era frecuentado habitualmente por el rey, ella debería buscarse otro. Lástima. Qué desilusión. La casualidad a veces reserva extrañas sorpresas.
¿Estaba desvariando? ¿Cabía montarse toda una historia por el simple hecho de haberse tropezado con el monarca en una pequeña iglesia a trasmano? ¿La famosa fantasía de los Anguissola volvía a las andadas? Quizás era mejor olvidarlo todo y volver a sus ocupaciones.
Tenía cosas más importantes en que pensar. Probablemente la reina se estaba impacientando, y antes de reanudar su servicio quería revisar rápidamente el retrato de cuerpo entero de Isabel, empezado hacía poco. Antes de que la presencia del rey viniera a perturbar sus pensamientos, mientras admiraba el tríptico del altar, había reparado en un detalle interesante utilizado por el autor en el fondo. Quería verificar si tenía cabida en su cuadro.
En su trabajo era muy puntillosa. Le gustaba ser perfeccionista y cuidar con meticulosidad todos los detalles. Creía firmemente que en éstos radicaba la clave del aprecio que muchos mostraban por su pintura. Eran las nimiedades las que proporcionaban impronta personal a una obra.
Entró en la habitación que le servía de estudio. Más que una habitación era una especie de trastero de reducidas dimensiones, con apenas espacio para una persona, un caballete situado en un rincón, cerca del ventanal, y un mueble de apoyo. Pero aquel sitio estrecho ofrecía una gran ventaja: el gran ventanal que dejaba penetrar generosamente la luz. Eso era lo que más apreciaba. ¿El sitio era exiguo? Lástima, pero era lo que había. Cuando los soberanos se trasladaran a otro palacio, probablemente podría pedir un espacio más amplio. Pero de momento debía conformarse con aquello.
Comprendía que no era la única persona que se alojaba en aquel palacio. Como ella, había decenas y decenas de personas a las que instalar. Fuera donde fuese la corte, la intendencia debía afrontar siempre el mismo quebradero de cabeza: acomodar a un montón de personas en el poco espacio disponible, ya que los palacios no solían ser grandes. Las ciudades visitadas no siempre disponían de alojamiento para todos. Eran muchos los que se veían obligados a desplazarse a los pueblos vecinos para encontrar cobijo. En suma, ella se podía considerar afortunada. Su posición requería un acceso rápido y fácil a la soberana, y por eso siempre la alojaban en sus cercanías. Incluso le habían concedido un espacio para desarrollar su actividad pictórica. ¿Qué más podía pedir?
De su pequeño estudio le gustaba el olor a pintura y trementina, el controlado desorden, los pinceles alineados por tamaño sobre la mesa de trabajo, las cajas de colores esparcidas aquí y allá, las telas vírgenes amontonadas en un rincón. El puesto principal lo ocupaba el caballete, delante de la ventana, para absorber toda la luz disponible. Sí, aquel cuchitril, aunque reducido al mínimo indispensable, le agradaba. Se sentía cómoda. Para ella había sido importante disponer, apenas llegada, de un espacio donde sentirse a sus anchas. La única actividad que le permitía relajarse era la pintura. Por eso, había pedido un sitio para desarrollarla.