En el transcurso de las dos últimas décadas había conocido a varios pontífices. El mejor recuerdo lo guardaba de Pablo III, que no había sido exactamente un santo varón, pero le había concedido la púrpura cardenalicia. Justo a tiempo, porque pocos meses después había fallecido, y con su sucesor, Julio III, había tenido poca confianza; apenas se conocían. Luego vino el efímero Marcelo II, muerto poco más de veinte días después de su elección y finalmente su amigo Caraffa, que se aposentó en el trono de San Pedro como Pablo IV. Un Papa controvertido, testarudo y ultraconservador, pero a fin de cuentas se habían entendido bastante bien. Precisamente él lo había introducido en el refinado y peligroso mundo de las relaciones diplomáticas. Lo recordaba como un hombre duro, inflexible, cuidadoso de sus intereses, pero no carente, a su manera, de cierta rectitud. Pocos podían sentirse seguros bajo su pontificado, puesto que los cardenales que le eran antipáticos podían ser encarcelados con cualquier excusa. No obstante, Pablo IV, que no había olvidado los tiempos en que habían sido amigos, le mostró siempre una discreta predilección a la hora de elegir un confidente. Por desgracia, también su pontificado duró poco: apenas cuatro años. Pensaba que su buena estrella se había apagado, puesto que su sucesor, el ambicioso Pío IV, era enemigo acérrimo de su predecesor, hasta el punto de que durante el pontificado de éste había tenido que buscar refugio en la lejana ciudad de Melegnano, cerca de Milán, para escapar a la venganza de Pablo IV. En cambio, tuvo de nuevo suerte. Contra toda pronóstico, Pío IV lo retuvo a su lado, renovándole la confianza, y así el cardenal Mezzoferro se había encontrado nuevamente como mensajero pontifical, cumpliendo misiones cada vez más importantes y delicadas.
Al igual que Pablo IV, también Pío IV había sido amigo suyo antes de su elección, pero su relación había sido distinta. Cuando era cardenal, el futuro Pío IV veía en cualquier colega un posible rival en la carrera hacia el trono pontificio. Se mostraba amigable, pero siempre distante. Cambiaba radicalmente de actitud cuando llegaba la hora de enclaustrarse en un cónclave. Ambos habían participado en varios en los últimos veinte años. Entonces, aquel que sería Pío IV enseñaba su lado cordial, bromeaba, recordaba con gusto anécdotas del pasado común, pero con un único objetivo: pedir el voto a su favor. Su táctica había funcionado, puesto que al fin se había convertido en Sumo Pontífice.
Llegaron finalmente a un pequeño salón de techo alto y decorado. Mezzoferro supuso que se encontraba en las proximidades de los aposentos pontificios, aunque no recordaba haber estado nunca en ese salón. Lo recibió un alto prelado. Con ademán solemne y considerado, fue informado de que debía esperar unos minutos, el tiempo de avisar a Su Santidad de su llegada.
En efecto, la espera fue breve. Menos mal, porque el cardenal empezaba a sentir retortijones de tripas por el hambre que lo atenazaba. Se le hacía la boca agua con sólo pensar en los deliciosos manjares preparados por sus cocineros, que apenas había tenido tiempo de ver llevar a la mesa cuando aquel maldito enviado había aparecido. Su gula era proverbial. No había mesa refinada en toda Roma que no se enorgulleciera de haberlo tenido como comensal. Si la cocina era del gusto del finísimo paladar de su eminencia, significaba que era una casa digna. De otro modo, el local perdería gran parte de su clientela. Si el cardenal Mezzoferro frecuentaba determinada casa a la hora de la comida, era garantía de una mesa excelente.
Esperaba que el encuentro fuera breve, porque temía desfallecer por el forzado ayuno. Además, con el estómago vacío nunca lograba concentrarse. ¿Quizá podía pedir que le preparasen un pan con salchichón mientras departía con el Papa, para tener algo que llevarse a la boca durante su regreso a casa? Pero no tuvo tiempo, puesto que en ese momento le dijeron que pasara al despacho de Su Santidad, que le recibiría en audiencia privada. Como un conjuro, antes de entrar se hizo la señal de la cruz.
Pío IV estaba sentado a su escritorio. Era un hombre alto, de físico enjuto a pesar de su edad, y una larga barba casi completamente blanca que le habría dado un aire bonachón si no fuera por aquella mirada dura e inquisitiva. Vestía la habitual papalina y el manto de terciopelo rojo con bordes de armiño sobre la espalda. Delante de él, sobre la mesa, emergiendo del desorden de papeles, sellos, plumas, tintero y breviarios, había una gran cruz de Cristo de oro macizo y salpicada de piedras preciosas; era verdaderamente magnífica. En las paredes, estupendas pinturas de los grandes maestros, todas de riguroso tema religioso. Reconoció un
bronzino
de extraordinaria belleza. Pío IV, con ademán serio, le indicó que se sentara. Delante del escritorio había dos sillones idénticos. Mezzoferro eligió el de la izquierda; de ese modo vería bien al Santo Padre. La luz que entraba por la ventana a sus espaldas le daba aspecto de divinidad. Si hubiera elegido el otro sillón, habría recibido la luz directa en los ojos y no habría podido estudiar atentamente las expresiones del Papa, puesto que su rostro habría permanecido en sombras. Parecía preocupado.
Extrañamente, estaba solo. Aquello sorprendió al cardenal, ya que no recordaba ningún encuentro sin la presencia de, al menos, un par de ayudantes, de secretarios u otros cardenales. No había sucedido ni siquiera cuando el motivo de la reunión era una misión particularmente delicada. Mezzoferro sintió curiosidad. ¿Qué tenía que decirle el Papa con tanto secreto?
Se acercó, hizo la genuflexión de rigor y se agachó para besarle el anillo. Pío IV le tendió la mano sin pronunciar palabra, como si le fastidiara tanto protocolo. Tenía prisa por ir al meollo de la cuestión y no quería perder tiempo con la parafernalia del protocolo.
—Eminencia, tenemos un nuevo problema que resolver —dijo sin más.
La cara rolliza y sudada del cardenal no se inmutó. Estaba habituado a disimular. En los encuentros diplomáticos solía medir muy bien sus respuestas. Nunca emitía juicios apresurados, y nunca daba una respuesta que pudiera ser interpretada como tal, porque consideraba imprudente hacerlo. Además, conocía bastante bien la naturaleza humana para saber que quien pedía consejo, de hecho, no quería escucharlo, sino sólo ser animado en una decisión tomada de antemano.
Tenía el don de saber escuchar y de mostrar una inigualable disponibilidad para recibir las confidencias de quien lo elegía como confidente. Sus interlocutores se sentían tranquilos con él, sabedores de que con el cardenal Mezzoferro sus confesiones estaban seguras y nunca llegarían a oídos indiscretos.
Mezzoferro primero escuchaba, luego reflexionaba y, antes de darlas, calibraba sus respuestas. Por eso era tan apreciado por los pontífices. Sabía resolver cuestiones que requerían confianza, diplomacia y sangre fría. De esta última estaba provisto en abundancia. Sabía cómo y cuándo reaccionar. Una sonrisa, una ceja medio arqueada, una mirada demasiado viva, podían ser interpretadas como una advertencia, una benevolencia o un interés, que era mejor que el interlocutor no interpretase.
Estimó que ya no era necesario responder, puesto que Pío IV soltaría aquello que tenía que decirle sin esperar respuestas de cortesía. En efecto, así fue.
—Estamos preocupados por la delicada situación que se ha creado en España.
Mezzoferro decidió mantener el silencio, mostrando sólo una ligera curiosidad. Aún era pronto para abrir la boca. ¿A qué situación se refería el Santo Padre?
—Un correo llegado esta mañana nos ha referido un hecho muy grave y desafortunado sucedido en España —prosiguió Pío IV.
El cardenal siguió en sus trece. Mejor esperar el desahogo del Papa, que ya no tardaría mucho en aclarar el motivo de tan urgente convocatoria.
En efecto, Pío IV tenía prisa por liberarse de su preocupación, compartiéndolo con su fiable edecán.
—¡Acaban de informarnos de que el capitán general de la Santa Inquisición, Fernando de Valdés, ha hecho arrestar al arzobispo de Toledo!
Mezzoferro no pudo reprimir una expresión de sorpresa. Aquello era gravísimo, no sencillamente «un hecho grave y desafortunado». Era un verdadero desastre. Pasada la sorpresa inicial, se recuperó para preguntar, con voz mesurada y tranquila:
—¿Su Santidad está seguro de la fuente?
—No tenemos dudas. Además, nos ha sido confirmado por la cancillería.
El cardenal dejó pasar unos segundos antes de replicar:
—Supongo que el capitán general debe de tener motivos muy sólidos para haber osado disponer el arresto del primer prelado de España…
—La acusación nos parece más política que real —admitió Pío IV—. Sabemos de la profunda animosidad existente entre ambos. Valdés es un ambicioso y siempre ha estado celoso de Carranza. El cargo de arzobispo de Toledo representa considerables rentas, como bien sabe. Entre ellos nunca ha habido afinidad. Pero Valdés hace bien su trabajo, y le recuerdo que la Inquisición es el baluarte de nuestra fe.
—Pero ¿cuál es la acusación? —se impacientó Mezzoferro.
—Herejía… —dejó caer el Papa, perplejo—. El inquisidor general acusa al arzobispo de Toledo de herejía. ¿No le parece sorprendente?
—¿Y en qué se apoyaría esta supuesta herejía? —se inquietó Mezzoferro.
—Según Fernando de Valdés, el eminente arzobispo Bartolomé Carranza habría publicado en Amberes un catecismo con afirmaciones heréticas.
Ahora fue Mezzoferro quien se quedó perplejo. La acusación le parecía cuanto menos descabellada. ¿El primado de España acusado de herejía? Conocía la intransigencia de Valdés. Cualquier motivo era bueno para hacerse valer a los ojos de Felipe II, pregonando nidos de herejía en media España, con tal de consolidar su poder e influencia. Pero de allí a hacer arrestar al arzobispo de Toledo, primado de España, había un abismo.
—¿Puedo preguntar a Su Santidad qué desea que haga? —Mezzoferro se impacientaba. Tenía hambre y su estómago no dejaba de recordárselo.
—Queremos que parta inmediatamente para España y nos mantenga informados sobre el desarrollo de los acontecimientos. La actuación de Valdés nos pone en una situación crítica. Por una parte debemos apoyar a la Santa Inquisición, pero por la otra no podemos tolerar que ésta intervenga en los asuntos de la Santa Sede, haciendo arrestar al arzobispo de Toledo. —Recuperó el aliento, antes de añadir—: En realidad, ésta sería sólo la excusa oficial de su viaje.
Mezzoferro se mantuvo impertérrito. Pío IV se estudiaba las uñas, como si la manicura fuese su principal preocupación.
—Ya —dijo el famélico cardenal al ambiguo Pío IV—. Así pues, hay otro motivo.
Su cara no consiguió expresar más que indiferencia. Tal vez habría sido conveniente adoptar una expresión de conspirador al que están a punto de desvelarle un gran secreto, pero no lo hizo. Conocía demasiado bien al Papa para caer en su juego. A Pío IV le agradaba crear situaciones misteriosas, donde él hacía el papel de impenetrable mientras se divertía torturando a su interlocutor con alusiones sibilinas.
—Su misión será doble —prosiguió el pontífice, enigmático—. En primer lugar, debe intentar convencer a Valdés, con mucha mano izquierda, de que retire la acusación. No queremos que se sienta presionado por nosotros; lo aprovecharía para obtener alguna ventaja. El Papa no puede, cada vez que pide una cosa, dar otra a cambio. —Respiró hondo antes de proseguir—: Es bastante indecoroso, además de inapropiado y contraproducente para los fieles, ver al primado de España encarcelado. Persuada a Felipe II para que use su influencia y haga dar marcha atrás a Valdés. Desde Roma tenemos las manos atadas, no podemos intervenir abiertamente. No queremos que ninguna de las partes se sienta apoyada por nosotros. De momento, nadie debe saber que el Papa ha intervenido personalmente para resolver la cuestión. Su misión, cardenal Mezzoferro, exige una total discreción. Al principio, es mejor que vaya de incógnito. Es preferible que Valdés no sea informado oficialmente de su viaje a España. De este modo podrá moverse libremente y reunirse con quien estime necesario sin ser controlado por la Inquisición. No queremos darle al capitán general la posibilidad de interferir en su misión, pues podría tratar de influir sobre sus contactos si se enterara de éstos. En el momento oportuno, le avisaremos oficialmente de su presencia. Es probable que cuando esto suceda, Valdés ya esté al corriente de sus movimientos. Deberá actuar, pues, con el máximo secreto. Viaje con nombre falso. Le entregaremos una carta para el rey, confirmando que actúa según nuestras instrucciones, además de un salvoconducto para el caso de que fuera interceptado e interrogado. Sólo lo utilizará en caso de extrema necesidad.
Mezzoferro asintió con la cabeza. Un escalofrío le recorrió la espalda ante la idea de ser interrogado por la Inquisición. Conocía bien al temible inquisidor Valdés, aunque nunca se habían encontrado personalmente. Había oído decir cómo, en su presencia, todos se sentían culpables aunque no lo fueran. Dudaba que en ese supuesto «caso de extrema necesidad» un salvoconducto, aunque estuviese firmado por el propio Pío IV, bastase para refrenar la saña del inquisidor general.
Por lo demás, el encargo, aunque de mucha confianza, le parecía, además de peligroso, sumamente ingrato. ¿Viajar de incógnito? ¿Con el placer que le procuraba la pompa de su cargo? El Papa le estaba exigiendo un duro sacrificio.
—Su Santidad ha hablado de una misión con un doble objetivo —dejó caer casi con indiferencia.
Pío IV no respondió de inmediato. Bajó la vista y jugueteó distraídamente con su anillo. Parecía incómodo con la pregunta. El asunto se ponía interesante, pensó Mezzoferro. Por tanto, el meollo de la cuestión era el segundo punto.
—Mire, eminencia —dijo el pontífice—, esta parte es todavía más delicada que la primera. Exige una gran confianza por nuestra parte en la persona a quien se la encomendemos.
¿Qué pretendía decir con eso? ¿Acaso estaba tratando de ganarse su fidelidad con un cumplido en el que ninguno de los dos creía, o iba a pedirle un favor personal? Ahora sí le picó la curiosidad. ¿Qué quería pedirle?
—Bien —continuó Pío IV—, el hecho es que el cardenal Carranza… —se interrumpió, como si decirlo le costara— el cardenal Carranza… había sido encargado de custodiar un objeto de extrema importancia para la Santa Iglesia, cuando, desgraciadamente, fue arrestado por la Inquisición. Debemos saber, pues, si dicho objeto se encuentra a salvo y, en ese caso, si Carranza accede a entregárselo a usted para que lo traiga a Roma. Es importante que no caiga en manos de la Inquisición. —Se interrumpió de nuevo, como sopesando hasta dónde podía llegar su confidencia.