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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (3 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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Pasaron las horas sin que ninguno de los dos se percatara de su transcurso. Al atardecer, cuando llegó el momento de despedirse, convinieron en verse de nuevo al día siguiente. Se despidieron como viejos amigos, sin excesiva efusión pero conscientes del recíproco y sincero afecto. Al abandonar de mala gana aquella casa, Antón sintió una extraña sensación. Crecía desde lo profundo de su ser un sentimiento mezcla de melancolía y chispeante euforia, como si, por una parte, temiera que al día siguiente no pudiese verla por culpa de su inquietante fragilidad, y, por la otra, experimentara la satisfacción de haber cumplido uno de sus sueños. Incluso había logrado conquistarla. Decidió no dejarse arrastrar por la parte desagradable de sus pensamientos. De momento todo había ido bien. Se sentía estimulado. Deseaba más que nunca dejarse llevar por las alas de la exaltación.

Capítulo 3

El joven Van Dyck pasó una noche agitada. En la soledad de su cama, el subconsciente le jugó una extraña broma. Su mente, llena de las imágenes acumuladas durante el viaje y excitada por las emociones del reciente encuentro con Sofonisba, recorrió con desenvoltura los meandros más remotos de su cerebro. Seguía el escurridizo camino entre el sueño y la pesadilla, pasando rápidamente del uno al otro, sin dominar del todo ninguna de las imágenes de su fantasía, incapaz de entender cuándo soñaba o cuándo se limitaba a seguir un camino ya conocido.

En aquel extraño viaje, las visiones se superponían, implicando por turnos, como si se tratara de una fiesta, a todos los grandes artistas del siglo precedente, de Miguel Ángel a Vasari; pero también había una mujer muy anciana a la que sólo veía de espaldas, y una muchacha jovencísima de enormes ojos azules. No conseguía enfocarla con precisión, y si se esforzaba la chica se desvanecía como por ensalmo.

Las primeras luces de la mañana lo encontraron en aquel estado de fatigoso desorden mental, con la mente aún enmarañada por las fantasías nocturnas. Inmediatamente le pareció que tenía algo importante que hacer, sin conseguir discernir qué era. Era algo evidente, palmario, pero debió esperar a salir de su estado de confusión para recordarlo. Sus pensamientos se centraron inmediatamente en Sofonisba y el día anterior. Sonrió, e intentó recomponer sus expectativas para el próximo encuentro. Quiso creer, sin que hubiera motivo para ello, que la anciana tenía algún secreto importante que revelar, y que lo compartiría sólo con él. Era una curiosa manera de sentirse ligado a ella por un vínculo estrecho e indisoluble.

Sin embargo, a medida que despertaba del todo, se dio cuenta de que su fantasía no tenía ninguna relación con la realidad, y que el único punto en común que podía relacionar a Sofonisba con las figuras que habían poblado sus sueños era el de haber sido su contemporánea. Aunque resultaba una mujer apasionante, esto no la convertía en poseedora de importantes e inconfesables secretos. Además, si Sofonisba hubiera tenido un secreto celosamente guardado, ¿por qué habría de compartirlo precisamente con él?

Pensando en ella, constató que no recordaba su rostro. Por mucho que se esforzara, no le acudía a la memoria. Sin embargo, el día anterior se había fijado con particular atención en sus rasgos. No obstante, ahora se le escapaban, como si la noche hubiera borrado incluso el más nítido recuerdo de ella. Hizo un esfuerzo de concentración. Su mente no podía jugarle esa mala pasada. Finalmente, tras haberse desembarazado de los demás pensamientos, apareció. Sonreía. Lo estaba esperando, acomodada en aquel sillón demasiado grande para ella. Fue una visión tranquilizadora.

Se vistió rápidamente y salió, caminando a buen paso en dirección al viejo barrio árabe, hacia la casa de su nueva amiga, sin preocuparse de responder a los ruiditos de su estómago, que exigía un suculento desayuno.

Mientras avanzaba tuvo la extraña impresión de que corría contra el tiempo, como si su reloj marcara horas dobles.

El cálido sol del otoño siciliano, a pesar de la hora relativamente temprana, lo hizo pensar en aquél mucho más pálido de su país, cuando, más o menos a la misma hora, se abría paso entre la espesa niebla que cubría la ciudad en esa estación. Era la hora en que Amberes despertaba de una larga noche.

No echaba en falta sus paseos matutinos, cuando se dejaba guiar por el azar y la costumbre a lo largo de los canales que recorría a diario. Se había habituado a caminar sin rumbo, en busca de sí mismo, sumido en su soledad. Lejos de los pinceles y las telas, sin el olor omnipresente a pintura fresca y trementina que lo rodeaban todo el día, mientras caminaba podía ver y analizar las cosas con cierto distanciamiento. Luego, una vez llegado a su lugar de trabajo, aquellas reflexiones solitarias le permitían afrontar la jornada con mayor serenidad.

Durante aquellas caminatas matutinas, acompañado sólo por su fantasía y sus pensamientos, soñaba con su futuro y con las cosas que le gustaría hacer. Habitualmente, los burgueses de su ciudad no salían tan temprano, y raras veces se encontraba con alguno. A lo sumo, en una esquina, tropezaba con algún carretero que llevaba sus mercancías al mercado, o con un mozo que se dirigía a su trabajo. Pero dado que no los conocía, ni siquiera debía molestarse en saludarlos.

Cuando finalmente llegó a las proximidades de la casa de Sofonisba, su visión se había serenado. Expulsados los extraños sueños de la noche, sólo pensaba en cómo abordar el nuevo encuentro. La vista de la casa lo tranquilizó. Era un caserón de tres plantas, de aspecto sólido, pintado de blanco con las cornisas de las ventanas en piedra tallada, situado en una esquina. El portal principal era de una sencillez extrema, sin decoración alguna, salvo dos grandes anillos de hierro que colgaban simétricamente de cada puerta. Antón advirtió que en su conjunto el edificio tenía un aire de categoría que lo diferenciaba de las casas vecinas. Las persianas, pintadas de un verde oscuro, del tipo que permite mirar fuera sin ser visto, estaban todas cerradas a pesar de la hora matutina, sin duda para mantener la casa a resguardo del sol y el calor. Una vez en el interior, se percibía una notable diferencia de temperatura con el exterior. El espesor de las paredes maestras proporcionaba un agradable frescor. El suelo del corredor principal era de mármol negro, mientras que el de las habitaciones tenía un parqué claro, parcialmente oculto por delicadas alfombras. Cuando ya había recorrido el mismo camino del día anterior, con los mismos gestos y saludos, Antón descubrió que sus temores eran infundados. Ella estaba allí esperándolo, como si sus encuentros fueran una vieja y arraigada costumbre, casi perdida en aquel sillón que parecía aún más grande que el día anterior; ¿o quizá era ella que había menguado? Lo saludó con una efusividad muy latina, como si se tratara de un viejo amigo, y dado que era muy temprano, tuvo la delicadeza de preguntarle si había tenido tiempo de comer algo. Ante su respuesta negativa, Sofonisba llamó a una criada y le dio instrucciones para que le preparasen de inmediato un abundante desayuno.

El día anterior Antón había advertido con cierta sorpresa, porque no se lo esperaba o porque en realidad no había pensado en ello, que Sofonisba vivía con cierto desahogo. La casa era grande y espaciosa, bien amueblada y con una numerosa servidumbre. Era probable que tantas comodidades fueran el fruto de largos años de éxito, a los cuales habría sin duda contribuido la situación acomodada de su marido. Lo recordaba perfectamente: la sobrina había escrito en su carta, refiriéndose al marido de Sofonisba, que pertenecía a un importante linaje genovés y que había acumulado cargos y obligaciones en Sicilia. Afirmación que debía de ser cierta, dado lo que veía con sus propios ojos.

Por cierto, aún no lo había conocido. Sofonisba había excusado su ausencia en que aquellos días había tenido que marchar al interior de la isla a controlar sus tierras. Antón sabía muy poco de él, aparte de que, por cuanto creía haber entendido, era diez años más joven que su mujer.

La criada, una muchacha joven y poco agraciada, con las cejas unidas en una única línea pilosa encima de los ojos, vestida de pies a cabeza de gris oscuro y con un gran delantal negro que le llegaba hasta los tobillos, volvió con una bandeja llena de exquisiteces. El aroma del buen café italiano, tan distinto del de Flandes, le avivó repentinamente el hambre. El pan tostado, la mantequilla y la mermelada, además de unos huevos fritos con salchichas —un detalle muy nórdico—, pudieron más que su buena educación. Lanzó una breve mirada a Sofonisba, y dado que ella pareció sugerir con la cabeza que empezara a comer, no se hizo de rogar.

Ella lo observó en silencio, como si estuvieran compartiendo un momento importante y solemne, comparable al hecho que puede representar el regreso de un hijo de la guerra. Tenía en los labios aquella tierna sonrisa que la caracterizaba.

Antón comía con buen apetito y visible satisfacción; cada tanto la miraba de pasada, con el rabillo del ojo. Su aspecto le pareció más delicado que el día anterior, como si la noche hubiera deteriorado aún más aquel cuerpo colgado de un hilo de vida. Influido por aquella visión, lo asaltó de nuevo la duda sobre sus expectativas de vida. ¿Qué podía esperar en ese estado? Seguramente no duraría mucho más.

Terminado el desayuno, empezaron a hablar de esto y lo otro, como si se conocieran de mucho tiempo, mientras para sus adentros Antón trataba de contener su impaciencia, puesto que ahora, por fin, le habían venido a la cabeza, una a una, todas las preguntas preparadas durante el viaje.

Ella hablaba con tono monocorde, rememorando con una lucidez sorprendente algunos detalles de su infancia. Antes de que su huésped tuviese oportunidad de hacerle una pregunta, ella empezó a contarle cómo se había convertido en pintora. Era precisamente una de las preguntas de Antón. No imaginaba que ella, pese a su perspicacia y experiencia en entrevistas, pudiera anticiparla.

Según sus palabras, haber acabado como pintora había obedecido más a la casualidad que a la llamada de una verdadera vocación.

Había nacido en una familia numerosa de la pequeña nobleza provinciana, en Cremona, en la Italia septentrional, antes de seis hermanas y un último hermano. Su padre, Amilcare Anguissola, al no poder asegurar, por falta de medios, una buena dote a todas sus hijas, había pensado en proporcionarles por lo menos una sólida educación y un razonable bagaje artístico. Así, cada una de ellas, de buen o mal grado, había recibido clases de literatura, arte, música, poesía y dibujo.

—¿Quiere decir que cada una de las hermanas recibió las mismas clases de dibujo? —preguntó Antón, mientras se enjugaba los labios con una servilleta—. ¿No era un hecho insólito en aquellos tiempos que unas niñas recibiesen clases de dibujo?

Antes de responder, Sofonisba se movió ligeramente, buscando una posición cómoda, dando a entender que iba a dar una larga respuesta. Sabía que algunos aspectos de la misma sorprenderían a su joven interlocutor.

—En verdad, no fue una decisión espontánea —empezó con voz firme—, y tampoco una elección nuestra. Fue algo necesario, dictado por nuestras particulares vicisitudes familiares. Desde luego que no era un hecho usual en aquella época, como creo que tampoco actualmente, ver a unas señoritas de nuestra condición social encaminadas hacia la carrera artística. En mi juventud, le estoy hablando de los años 1540-1550, las muchachas de buena familia, y la mía era una de las más conocidas de la ciudad, no se ocupaban del arte. En su mayoría, estaban destinadas a un buen matrimonio que proporcionase alguna ventaja a la familia, o bien eran enviadas al convento, que siempre ofrecía una salida honorable. Podía suceder, si una era particularmente afortunada, que fuera llamada como dama de compañía por alguna señora de la alta nobleza, una princesa o una duquesa. En nuestra región había varias, por la provincia y en los ducados cercanos. Dado que Italia estaba dividida en pequeños principados independientes, cada uno tenía su propia corte. Si una muchacha era llamada por una de esas cortes se consideraba una suerte, porque se beneficiaba, además de un puesto que le aseguraba una posición digna, de vivir en un ambiente aristocrático que de otro modo no habría podido frecuentar, si su familia de origen no tenía los medios suficientes para garantizarlo. Pero estos puestos eran pocos, y numerosas las candidatas. Basta pensar que sólo en mi casa había seis muchachas que colocar, sin contar con nuestro hermano, Asdrubale.

—¿Asdrubale? —repitió Antón, muy atento al relato—. Un nombre muy original.

—¿No conoce la historia de Cartago? —preguntó Sofonisba, sibilina, como si quisiera indagar el nivel cultural del joven.

—No mucho —admitió Antón, y se ruborizó ligeramente.

—Es una particularidad de mi familia, llevar nombres poco convencionales. Mi abuelo se llamaba Annibale, mi padre Amilcare y mi hermano Asdrubale. Son todos nombres relacionados con la historia de Cartago y las guerras Púnicas. También el mío. ¿Ha conocido alguna vez a otra mujer que se llame Sofonisba?

—La verdad, he de admitir que no.

—Mire, jovencito… me permite que lo llame jovencito, ¿verdad? —intercaló con una amable sonrisa. Dando la respuesta por obvia, prosiguió—: En casa se solía bautizar con nombres inusuales a los recién nacidos, pero no siempre. Tres de mis hermanas recibieron nombres corrientes: Lucía, Anna María y Elena. Yo era la primogénita y me llamaron Sofonisba, mientras que para otra de mis hermanas se eligió Europa y para otra Minerva. Sé que puede sorprender y hacer pensar que mi familia era un poco excéntrica, pero le aseguro que son todos nombres con firmes referencias históricas. El nombre de mi abuelo, Annibale, era el del hijo de Amílcar Barca, el gran enemigo de la Roma antigua, mientras que Asdrubale era el de su hermano. Pero fue otro Asdrubale, cuñado del anterior, aunque con el mismo nombre, quien bautizó como Sofonisba a una de sus hijas. Fue por este motivo que mi padre eligió este nombre para mí.

—Desde luego su padre era un hombre original.

—Era sobre todo un hombre culto —observó Sofonisba.

—No lo pongo en duda —precisó, rápidamente, Antón.

—Como le decía —continuó ella con su tono habitual—, mi familia no estaba particularmente provista de medios económicos, y nuestro padre debió ingeniárselas para encontrar una solución que procurase a cada una de sus hijas un futuro digno. Él pensó que, a falta de algo mejor, si nos daba en dote un bagaje cultural y el conocimiento de materias atípicas para muchachas de nuestra categoría, de algún modo habría suplido el hecho de no poder ofrecernos bienes materiales. Pensaba, y en esto no se equivocó, que una educación refinada nos compensaría y nos facilitaría hacer un buen matrimonio. Una muchacha de buena familia pero con poca fortuna, si al menos tenía una sólida base cultural, como mínimo podía aspirar a un matrimonio decoroso. Este fue el verdadero motivo por el que todas nos convertimos en pintoras.

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