—¿Y cómo es que el rey de España se interesó por usted, para requerirla como dama de su corte?
—Sucedió que, encontrándome de paso por Milán, el gobernador de la ciudad, el duque de Sessa, me presentó un día al duque de Alba, comandante de las tropas españolas en Italia y personaje muy influyente en la corte española. Fue el duque quien me pidió que pintara su retrato, y dado que quedó muy satisfecho con mi obra, sugirió, y de algún modo persuadió, a Felipe II para que me llamara a su corte, como dama de compañía de la nueva reina.
—Un verdadero golpe de suerte, sin duda. Pero si hubiera carecido del don de pintar con tanto talento, probablemente eso no habría sucedido. En consecuencia, el mérito es todo suyo. ¿Podría referirme cómo fue su estancia en España?
—Oh, ésa es otra historia. Pero dado que es un poco larga y ahora me siento cansada, si no le importa se la contaré más tarde. Ahora preferiría retirarme a descansar. ¿Sería tan amable de volver por la tarde?
—Desde luego, señora. Volveré en cuanto pueda recibirme y cada vez que sea necesario. Así pues, con su permiso, me retiro. Hoy por la tarde me contará sus años españoles. Es una historia que me interesa. El ambiente que se respiraba en la corte de Felipe II debía de ser verdaderamente excitante.
—¿Excitante? —repitió Sofonisba, sorprendida—. Yo no usaría esta palabra para describir la corte española. Era un ambiente muy rígido, ¿sabe?, con un protocolo extremadamente severo.
La anciana hizo ademán de levantarse, tendiendo el brazo a Antón para que la ayudara. Se movía con bastante dificultad. Era una suerte que, a pesar de su edad, aún tuviera la mente tan clara y lograse recordar el pasado. Antón había advertido cómo se cansaba rápidamente y tenía tendencia a perder la concentración. Debía de resultarle muy fatigoso rememorar tantas cosas. Se reprochó no haber sido él quien propusiera interrumpir la visita.
La acompañó hasta el umbral de una habitación, donde la misma criada de antes, la que le había servido el desayuno, la esperaba para ayudarla a llegar hasta su dormitorio. Sofonisba, encorvada sobre los bastones con que se ayudaba para caminar, se volvió y le dedicó un leve gesto de saludo con la cabeza.
—Hasta luego, jovencito —dijo—. Entretanto, recuerde desarrollar bien sus dibujos. Y otra vez gracias por su paciencia para escuchar los relatos de una vieja dama.
—Es un honor y un placer, señora, se lo aseguro —repuso Antón, saludándola.
Roma,
anno domini
de 1564
El cardenal Mezzoferro caminaba arriba y abajo por la habitación, impaciente por ser recibido por Su Santidad.
El Papa lo había hecho llamar con urgencia al Vaticano, sin revelarle el motivo. La inusual convocatoria había pillado por sorpresa a su eminencia cuando se disponía a comer en compañía de amigos y parientes en su hermosa villa de las afueras de Roma.
La intempestiva aparición del mensajero papal, un hombre cortés pero perentorio y de pocas palabras, había contrariado al cardenal, y de nada habían servido sus protestas; si el Santo Padre requería su presencia con la máxima urgencia, no podía excusarse. Además, para asegurarse de que acudiese sin tardanza, el pontífice había dado específicas instrucciones para que el alto prelado fuera acompañado. El Papa conocía muy bien la proverbial reticencia del augusto eclesiástico en abandonar su amada residencia, y por eso se había preocupado de facilitarle el breve viaje, poniendo a su disposición una carroza y una pequeña escolta de jinetes.
Era poco frecuente que la cancillería del Vaticano se ocupara de facilitar los desplazamientos de sus altos prelados, dado los abundantes medios de que disponían a tal fin.
Al final, después de un breve intercambio, Mezzoferro se dejó convencer por las lacónicas explicaciones del enviado pontificio. Era un caso de la máxima urgencia.
Así pues, cedió a los deseos del Papa-rey y tuvo que abandonar a sus amigos, no sin antes rogarles que empezaran el banquete que había hecho preparar sin él. Se reuniría con ellos más tarde, apenas se liberase de sus compromisos.
El cardenal Mezzoferro era un amante apasionado de la buena mesa; su fama de glotón y conocedor de los secretos de las más refinadas salsas era objeto de bromas en toda Roma. El hecho de tener que saltarse una comida por una repentina llamada del Vaticano le representaba un verdadero y duro sacrificio. Y eso le produjo despecho y malhumor. Ante el enviado, procuró disimular el enojo que le suponía todo aquello, limitándose a dirigirle son risitas envenenadas. En realidad, estaba furioso.
Ignoraba el motivo de tanta urgencia y esperaba que fuera justificada.
Por un momento, frente a la inflexibilidad del mensajero, había temido ser conducido
ipso facto
al castillo de Sant’ Ángelo y encerrado en una mazmorra, acusado de cualquier vaga irregularidad. No habría sido el primero en los tiempos que corrían. Nadie, ni siquiera un cardenal, estaba a salvo de una denuncia o de la venganza de algún prelado celoso de su posición. Mezzoferro tenía muchos enemigos. Los celos, la ambición y el afán de poder de sus colegas no tenían límites. Pero, por mucho que se esforzara, esta vez no veía claro el motivo.
Desde luego, para hacerlo encarcelar en Sant’ Ángelo se necesitaba el beneplácito del Papa, y no creía que Pío IV se arriesgara a tanto. Tiempo atrás habían sido amigos, antes de que fuera elegido para el Solio de Pedro. Pero todo era posible, y tampoco habría sido tan extraño estar a la merced de algún majadero capaz de convencer al vivaz pontífice para un acto tan vil. El Santo Padre tenía una debilidad: veía complots por todas partes. Uno nunca podía estar seguro, aunque tuviera la conciencia tranquila.
Salió, pues, de casa con un humor de perros. Al pasar por delante de una mesa con un frutero, cogió un par de manzanas. Le ayudarían a engañar los reclamos del estómago.
Fuera le esperaba la carroza, con las armas del Vaticano bien visibles en las portezuelas, y media docena de gendarmes a caballo. Sabía por experiencia que nadie, dentro o fuera de los Estados Pontificios, se habría atrevido a detener semejante carroza.
Subió con esfuerzo al coche, obstaculizado por su excesivo peso, rehusando con un gesto de fastidio la ayuda de un criado, y se acomodó como mejor pudo en el asiento posterior. El enviado del Papa se sentó enfrente.
De camino, dado que su acompañante no parecía dispuesto a abrir la boca —no sabía si por respeto a su cargo o por instrucciones recibidas—, reflexionó sobre el motivo que habría inducido al Papa a requerir su presencia. ¿Acaso había alguna novedad en las relaciones diplomáticas con Francia que motivara tanta prisa? El acababa de regresar de un viaje a aquel país, donde había llevado un mensaje del Sumo Pontífice a la regente Catalina de Médicis. El Papa estaba molesto por la benevolencia que la reina mostraba con los herejes protestantes, además del poco fervor con que defendía la religión católica. Había insistido en que la reina reflexionase antes de tomar una decisión que podía influir negativamente en toda la cristiandad. El ejemplo de Francia, de permitir la práctica de las dos religiones, podría arrastrar a otros países a imitarla. Y eso supondría un cataclismo. El Papa no podía permitir que la mitad de los fieles abandonara la Santa Iglesia Romana.
El viaje duró menos de una hora. En las inmediaciones de los palacios vaticanos, el cardenal advirtió que, en vez de dirigirse hacia una de las entradas principales, la carroza torcía a la izquierda, siguiendo un camino polvoriento y poco frecuentado.
No le sorprendió. No era la primera vez que pasaba por ese camino. Desembocaba cerca de una entrada secundaria sólo utilizada cuando se quería introducir en el Vaticano a algún personaje con la máxima reserva. Las otras entradas no permitían tanta discreción.
El Vaticano, centro de la autoridad por excelencia, era por naturaleza un nido de víboras, escenario de los más variados juegos de poder y de influencia. Todos los golpes bajos estaban permitidos, siempre que se respetaran las formas y los modales. Había reglas muy precisas que seguir, pero nadie se preocupaba de ellas.
Si éste era el ambiente en tiempos normales, cuando se aproximaba un cónclave para elegir a un nuevo sucesor al trono de San Pedro, vacante por la muerte del Pontífice, las reuniones secretas, el espionaje y las murmuraciones estaban a la orden del día, para apoyar, influir o difamar a uno u otro posible candidato.
No siempre ganaba el más influyente. Había quien se gastaba una verdadera fortuna para comprar votos, sin conseguir la elección.
En caso de que ninguna de las partes estuviera en condiciones de alcanzar una clara mayoría, se estudiaba la candidatura de un cardenal más débil, uno que nunca hubiera logrado el
quorum
necesario para ser elegido sin un compromiso entre los dos grandes preferidos.
La carroza se detuvo delante de un palacete de apariencia anodina, al lado de los jardines vaticanos.
Oficialmente era una residencia para prelados ancianos, hombres que habían consagrado su vida al servicio de la Iglesia y a los cuales se reconocía un merecido descanso a expensas de la misma, pero el cardenal Mezzoferro no recordaba haber visto nunca a ningún anciano paseando por los pasillos o asomado a una ventana. Como fuese, ya en otras ocasiones le habían pedido que utilizara el pasaje secreto.
En efecto, muy pocos conocían la existencia de aquel pasaje que unía el sótano del palacete con el núcleo central de los palacios principales, sede del gobierno terrenal de los Estados Pontificios y de aquel aún más importante: el gobierno espiritual de toda la cristiandad.
Su silencioso acompañante se apeó deprisa y bajó el peldaño de la portezuela para que el cardenal descendiera sin tener que dar un salto. Lo acompañó hasta la entrada del palacete, donde lo esperaba otro encargado, medio oculto en la penumbra, y después de un breve besamanos se retiró. Había cumplido su parte del encargo: ir a buscar al ilustre purpurado a su casa de campo y conducirlo sin demora hasta allí. Ahora le correspondía a otro escoltarlo por el laberinto de pasillos subterráneos hasta los aposentos privados del jefe de la Iglesia.
El nuevo acompañante lo saludó con un «eminencia reverendísima», pero Mezzoferro no le respondió. Estaba pensando en el largo camino que le esperaba, y en cuántos acompañantes más encontraría aún por las galerías antes de llegar a su destino.
El hombre intuyó que el cardenal no estaba de buen humor, y después del protocolario besa anillo, le rogó que lo siguiera. Conocía la reputación del cardenal, aunque nunca había tenido que alternar personalmente con él. Se murmuraba que era uno de los más influyentes de la curia, íntimo de los últimos Papas. Era, pues, un personaje al que había que tratar con la máxima consideración.
El cardenal se dejó conducir sin proferir palabra. Pensaba en sus cosas, todavía molesto por haber tenido que saltarse la comida. Cuanto más se acercaba el momento del encuentro con el Papa, más intrigado estaba por aquella urgencia.
Para distraerse, pensó en su hermosa villa en las colinas de las afueras de Roma. La había comprado pocos años antes a un cardenal caído en desgracia que había tenido que abandonar por piernas la Ciudad Eterna. Era un hermoso edificio, con habitaciones grandes y espaciosas y techos pintados al fresco con motivos religiosos. El anterior propietario había llamado a un famoso artista del norte de Italia para su ejecución. No era que le entusiasmaran, pero tampoco le disgustaban. Quería sustituirlos por otros más de su gusto, pero se ocuparía de ello más adelante, una vez concluyeran los trabajos recién iniciados para modificar el extenso parque que descendía en terrazas desde la villa hasta el bosque.
Un colega suyo había hecho instalar fuentes y juegos de agua en el jardín de su villa. Y a Mezzoferro le habían encantado, maravillado por la ingeniería. Por supuesto, su residencia no podía ser menos, así que había ordenado la inmediata construcción de un recorrido donde el agua surgía de los sitios más imprevisibles, como ángeles, grutas, fuentes, cascadas y lagunas, para provocar la admiración de todos sus huéspedes. Estaba ansioso por ver el resultado final, aunque sus ingenieros le habían dicho que los trabajos se prolongarían varios meses.
Siguieron un largo pasillo iluminado por centenares de pequeñas antorchas colgadas de los muros. Aquel túnel parecía no llevar a ninguna parte. Cada tanto cruzaban corredores perpendiculares que debían de llevar a otras salidas discretas. Era un verdadero laberinto construido bajo los jardines vaticanos en tiempos del saqueo de Roma, en 1527, para asegurar la huida de los jerarcas eclesiásticos no admitidos, por razones de espacio, en el estrecho círculo del séquito del Papa, refugiado en el castillo de Sant’ Ángelo.
Algunos habían preferido darse a la fuga, a la espera de mejores tiempos. Entre ellos, los críticos y los opositores de la desastrosa política de Clemente VII, cuya ambigua gestión ponía continuamente en peligro los asuntos de Estado. El hecho de brincar de una alianza a otra, apoyando por turnos a los grandes contendientes de la lucha por el dominio europeo, había tenido como consecuencia la invasión de los Estados Pontificios y el saqueo de Roma por parte de Carlos V.
Mezzoferro conocía perfectamente los jardines vaticanos. Había paseado varias veces por allí con los diversos pontífices que había tenido ocasión de servir, cuando éstos sentían la necesidad de tomar un poco de aire por aquellos enormes jardines, liberándose un rato del ejército de cortesanos, funcionarios y servidores que constantemente los rodeaban. Además, esos breves paseos ofrecían al pontífice la posibilidad de mantener conversaciones privadas con el privilegiado de turno, lejos de oídos indiscretos.
Ahora, mientras recorría el largo pasillo a paso lento —su imponente mole no le permitía ir más de prisa—, el cardenal pensaba que no habría sabido decir con precisión, calculando mentalmente la distancia andada, en qué punto se hallaba con referencia a la superficie. ¿Acaso estaban pasando por debajo de la fuente de Neptuno? Tal vez, vistas las pequeñas manchas de humedad que vislumbraba en la bóveda superior.
Pese a que poseía un agudo sentido de la orientación, en este caso no le servía de nada. Habría sido incapaz de retroceder hasta la salida si las circunstancias lo hubieran obligado.
Sentía como un peso en el alma. Debía de ser la creciente incertidumbre sobre aquello que le esperaba, o su omnipresente apetito, pero fuera lo que fuese decidió acallarlo. Para comer tenía que volver a su casa y sus huéspedes, no había nada que hacer, y en cuanto a la incertidumbre, faltaban sólo unos minutos para disiparla. ¿Qué podía sucederle? Como máximo, una reprimenda. No recordaba haber hecho algo que pudiera irritar al Pontífice. Después de todo, él era uno de los más influyentes príncipes de la Iglesia, muy apreciado por el mismo Pío IV.