La separación de su padre, el primer verdadero alejamiento de su amado progenitor en toda su vida, fue desgarrador. Sofonisba se iba por un tiempo indeterminado.
Por intuición femenina, o por el sexto sentido que siempre la había caracterizado, la muchacha era consciente de que existía la probabilidad de no volver a ver a su padre con vida, como en efecto sucedió. Por ese motivo multiplicó las demostraciones de afecto y ternura para aquel que, además de padre, había sido su más firme sostén, el verdadero e indiscutible valedor de su carrera.
Al ser ella la mayor, padre e hija habían estado siempre muy unidos. Además del profundo afecto mutuo, se había establecido entre ellos una fuerte complicidad intelectual. Con ella, quizá más que con sus otras cinco hijas, Amilcare se había empeñado a fondo, sin pausa, para divulgar y hacer conocer su talento de pintora, escribiendo a cualquiera que estuviese en condiciones de ayudarla o promoverla. Estaba muy orgulloso de ella, y el hecho de que hubiera sido finalmente reconocida como una artista notable lo llenaba de felicidad. Cada vez que recibía una carta aludiendo al talento de su hija, se emocionaba.
Sofonisba había vivido hasta ahora bajo su amorosa protección, sin separarse nunca de él, a lo sumo por unos días. La incertidumbre sobre su futuro inmediato, la dificultad de afrontar sola aquel reto tan importante de su vida, la hizo vacilar varias veces en su decisión. Ya no estaba tan segura de partir. Debía aceptar o rechazar la oportunidad que se le ofrecía. Todavía estaba a tiempo de hacerlo, aunque intuía las consecuencias de un repentino cambio de opinión. Al final, su padre la convenció. La invitación de la corte española era un honor demasiado importante, y no se podía rechazar.
Después de la interminable despedida, la pequeña comitiva que acompañaba a Sofonisba abandonó finalmente Milán en dirección a Genova. Estaba compuesta por dos damas, su criada María Sciacca, dos caballeros y seis palafreneros que la acompañarían hasta su destino. El rey de España había dado instrucciones a su gobernador de Milán para que se ocupara de que la dama Anguissola pudiera afrontar cómoda y dignamente el largo viaje, poniendo a su disposición no sólo un respetable séquito, sino también una suma de 1.500 escudos para gastos.
Las fatigas del viaje fueron ampliamente compensadas por la acogida que le dispensaron a su llegada. El recibimiento superó con mucho sus mejores expectativas. Todos se mostraron corteses y amables con ella, colmándola de pequeños presentes de bienvenida y preocupándose de que el alojamiento fuera de su gusto, adecuado y confortable.
En los días de espera, antes de ser presentada oficialmente al monarca, Sofonisba fue instalada en el palacio que los duques de Alba poseían en la ciudad, donde la trataban con la máxima deferencia. Su fama de refinada artista la había precedido, creando en torno a ella una aureola de curiosidad y consideración que iría creciendo junto con la admiración y amistad que le profesaron, más tarde, los dos soberanos.
Pero pasado el trasiego inicial, soportable emocionalmente sólo por la excitación que procuran las novedades, ahora se sentía cansada. Desde el inicio de aquel viaje que la había llevado lejos de su querida Cremona, no había tenido casi tiempo de detenerse a pensar y muy pocas ocasiones de estar a solas. Aquello se había convertido para ella en una necesidad imperativa, un requisito indispensable, una exigencia física, además de espiritual. Siempre había amado la soledad. Era en soledad cuando pintaba y se relajaba, recuperando fuerzas anímicas para afrontar sus nuevos compromisos. Sin duda, el de pintar era su momento preferido. Además del tiempo que pasaba en su estudio, le gustaba mucho leer los clásicos, una costumbre heredada de su padre. El erudito Amilcare Anguissola pasaba horas y horas estudiando los grandes poetas del pasado, intentando extraerles todo lo que luego pudiese transmitir a sus hijos.
Para Sofonisba, el hecho de estar en perpetuo movimiento, constantemente rodeada de gente nueva y desconocida, atareada en satisfacer las continuas demandas de su joven ama, era una situación, además de nueva, a veces también opresiva. La casi total falta de vida privada, el hecho de estar continuamente rodeada por otras personas, la cansaba física y psicológicamente. Necesitaba estar sola para reencontrarse. Aún debía asimilar, y sólo podía hacerlo en la máxima tranquilidad, todos aquellos acontecimientos que habían perturbado su existencia, relegando al pasado sus apacibles costumbres.
Todavía debía asumir muchísimas cosas. Por ejemplo, el cambio de residencia. El hecho de vivir en un país extranjero, en contacto cotidiano con gente que hablaba en otra lengua, todavía le resultaba extraño. Eran una serie de cosas que le habían hecho perder la estabilidad a que estaba habituada.
El largo viaje desde Italia la había trastornado. Era la primera vez que afrontaba un periplo semejante. Por añadidura, desde su llegada a Guadalajara su vida era una sucesión de fiestas, recepciones y ceremonias protocolarias, en las cuales le habían presentado a centenares de personas. Con cada una de ellas había tenido que ser amable, mostrando su mejor cara, intuyendo que caer simpática ayudaría a su permanencia y facilitaría su nueva existencia. Era necesario mantener buenas relaciones con todos, aunque alguno no le resultara
a priori
precisamente simpático, pero con anterioridad ya había experimentado que mostrarse bien dispuesta era beneficioso para su futuro.
Una de las dificultades que encontraba era memorizar los nombres de todos aquellos extranjeros, cosa que le costaba un gran esfuerzo y para la cual no estaba muy dotada. Recordar nombres nunca había sido su fuerte. Para suplir esta carencia, se fijaba principalmente en los rasgos de las personas. Esto le permitía, cuando las encontraba nuevamente, saludarlas con una simple inclinación de la cabeza, dando a entender que las había reconocido. Era un simple truco, pero funcionaba.
No obstante, recordar el nombre de cada uno era otra cosa. Contrariamente al uso en Italia, los españoles se pavoneaban con una retahíla de nombres y apellidos, a cual más pomposo. Y como sus conocimientos del idioma eran todavía muy elementales, le resultaba difícil entender claramente lo que le decían, sobre todo por la velocidad con que los españoles solían hablar. Todos aquellos apellidos eran incomprensibles para un oído poco habituado como el suyo, complicado por el hecho de ser pronunciados en otra lengua.
Más de una vez se había encontrado en la incómoda situación de no distinguir el nombre del apellido de la persona que le estaban presentando. Y cuando se trataba de un apellido particularmente largo, era difícil entender si se trataba sólo del apellido o si incluía también los títulos, lo cual aumentaba su confusión. Pedir aclaraciones habría sido inconveniente, y no quería caer en esa fácil trampa. Por este motivo, a falta de algo mejor, intentaba al menos recordar las caras.
La situación rozaba a veces el ridículo, y llegaba a ser tragicómica. Se consolaba pensando que su caso no era único. También le sucedía a la joven reina, Isabel de Valois. La soberana se encontraba en una situación comparable, ya que, como ella, no hablaba ni entendía el español. Sofonisba había advertido, en más de una ocasión, cómo la soberana respondía con una amable sonrisa al discurso de presentación de un cortesano, pronunciado en la lengua autóctona y en una estrechísima sucesión de palabras que, por desgracia, no entendía, pero que el otro creía que sí lo hacía. A diferencia de ella, la reina tendría tiempo de habituarse y aprender la lengua de sus súbditos, ya que estaba destinada a reinar largamente en aquel país.
Sofonisba sentía mucha ternura por la reina-niña, sometida al peso de los deberes de un cargo tan comprometido como agotador para una chiquilla de su edad. Sin duda, a pesar de que había sido educada desde su más tierna infancia para ese oficio, afrontarlo debía de ser un fardo pesado para sus jóvenes espaldas y un gran motivo de angustia. Sofonisba se había prometido que la ayudaría siempre que le fuera posible, distrayéndola con la música, las clases de dibujo y las demás actividades que Isabel apreciaba.
En general, Sofonisba estaba satisfecha con su nueva posición. La relación con la joven soberana no podía ser mejor. Isabel era amante de la música, estaba muy interesada en el arte y dotada de un discreto talento para el dibujo. Su llegada a la corte había sido como una ráfaga de aire fresco. No sólo por su juventud, sino por la luminosidad que irradiaba su persona. En pocas semanas, Isabel de Valois había logrado conquistar a los más escépticos. Tenía modales agradables y graciosos y no tardó mucho en ser querida por sus súbditos y la corte en general.
Con Sofonisba estableció de inmediato una relación cómplice y amistosa. El hecho de ser ambas jóvenes en una corte extranjera facilitó este entendimiento. La cremonense ignoraba que habían sido, ante todo, sus grandes cualidades artísticas las que habían fascinado a Isabel. Precisamente estas últimas habían animado a la reina a promoverla a una categoría que no fuera sólo la de simple cortesana, sino también de amiga, concediéndole su plena confianza. Las dos mujeres pintaban juntas, tocaban música, leían los clásicos. La vasta cultura de la joven italiana fue, para la adolescente soberana, el estímulo para recrear en su entorno el fino y literario ambiente en que había sido educada por su madre en la corte de Francia. Intentaba emular su refinamiento para contrarrestar la rigidez de su nuevo país.
Había momentos en que Sofonisba lamentaba haber aceptado la halagadora oferta de dama de la corte. Aparte de que a veces se encontraba fuera de lugar, aún influía pesadamente en su ánimo la separación de su familia, que sentía como un profundo dolor. Era la primera vez que se apartaba de ellos tanto tiempo, y el hecho de encontrarse lejos y sola le suponía un desgarro que no lograba superar del todo. Pero estaba convencida de que con el tiempo se adaptaría completamente a su nueva posición.
Antes de dejar Italia, mientras fantaseaba sobre cómo sería su nueva vida, no imaginaba que le resultaría tan difícil asumir el papel de dama de honor en una corte extranjera. Estar continuamente sometida a la curiosidad ajena, en constante representación, exigía un esfuerzo de autodominio y disciplina que no había tenido en cuenta. Las cortes que había conocido hasta entonces eran de dimensiones infinitamente más reducidas. En las pequeñas cortes de los ducados y principados italianos era natural que todos se conocieran y, aunque se intentaba mantener cierta discreción, dictada más para salvaguardar la dignidad del soberano que por motivos de protocolo, las relaciones eran más fluidas y campechanas. Muy distinto de lo que ocurría en la corte española. Al ser Felipe II soberano de varios estados, circulaba por la ciudad una gran diversidad de súbditos que a duras penas hablaban la misma lengua y no siempre se entendían entre sí. Como les sucedía también a ellos, debido al poco tiempo que llevaban en el país, aunque el italiano fuera bastante similar al español, no siempre Sofonisba lograba entender con precisión lo que le decían, pero estaba convencida de que más adelante supliría con creces esa carencia.
Llegada a las inmediaciones de la plaza donde se hallaba la iglesia, tras haberse equivocado varias veces de camino puesto que recordaba haberla visto en otro sitio, reconoció finalmente el pequeño campanario, apenas a un centenar de metros, y apresuró el paso. Una vez delante de la iglesia, se dio cuenta de que, más que una plaza, era en realidad una avenida polvorienta, a un lado de la cual la iglesia había sido construida unos pasos por detrás del arroyo, procurando el efecto visual de una pequeña explanada. Alzó la mirada para contemplar la fachada. Nada indicaba a quién estaba dedicada, un hecho que la sorprendió. Habitualmente, las iglesias señalaban sobre el portal el nombre del santo al cual se consagraban. Poco importaba. Lo comprobaría más tarde. Recordó el día en que la había descubierto, al pasar ocasionalmente por delante, y se había prometido visitarla.
Ejercía una fascinación particular, quizá por sus dimensiones reducidas. Sin duda allí se sentiría a gusto. Esperaba encontrar la paz que no había hallado en las otras iglesias que había conocido hasta ahora, visitadas por los numerosos cortesanos a los que frecuentaba a diario por los deberes de su cargo. Ésta parecía del todo apartada y olvidada. Era precisamente lo que buscaba.
Entró en el recinto.
Una frescura agradable contrastaba con la temperatura exterior. Habituar la vista a la penumbra le costó un esfuerzo, puesto que fuera la luz era deslumbrante.
Después de hacer la señal de la cruz con agua bendita, se dirigió hacia el altar principal. Había poca gente. A lo sumo una docena de personas. Casi todas rezando, o por lo menos eso parecía. «Quién sabe cuántas cosas tendrán para pedir al Señor», pensó Sofonisba, imaginando que los presentes, como ella, acudían allí en busca de paz interior.
En uno de los bancos del fondo distinguió a dos mujeres que cuchicheaban en voz baja. Al percibir su presencia, dejaron de hablar y centraron su atención en la recién llegada. Al ver que no era una persona conocida, perdieron todo interés y reanudaron sus cuchicheos.
Sofonisba eligió un banco vacío, en la tercera fila, y se sentó. Mirando alrededor para adaptarse al ambiente, notó que a espaldas del altar había un tríptico de inaudita belleza y excelente factura. Como buena profesional, se percató de que era obra de una mano experta. La sorprendió que un trabajo tan refinado y relevante hubiera acabado en una iglesia tan modesta. Probablemente era un presente de alguien importante.
Por lo demás, el interior carecía de interés. Una parroquia de barrio como tantas otras. Pero en su conjunto tenía gracia y se respiraba un aire agradable y sosegante.
Luego paseó la mirada en torno, buscando un detalle, un rincón, una luz, que pudiera recordar más tarde. Nada escapó a su mirada escrutadora, aunque sólo para comprobar que no había nada relevante. Aparte de la nave central, había dos pequeñas capillas a los lados, pero no parecían especialmente hermosas. Más tarde iría a verificar a quién estaban dedicadas y si había algo que ver.
Con el rabillo del ojo observó a los demás fieles. Ninguno parecía haber reparado en su presencia.
Lo dudaba.
Con tan poca gente era imposible que no la hubieran visto, tal como las dos mujeres del fondo. Sin duda la estaban observando, tratando de descubrir quién era. Una desconocida que visita una iglesia frecuentada sólo por los habituales, no pasa inadvertida. La curiosidad, sobre todo en las ciudades de provincia, es una debilidad humana muy difundida. Además, aquella desconocida iba bien vestida. Desde luego era una dama de cierta consideración. ¿Acaso pertenecía a la corte? Había muchos extranjeros aquellos días en Guadalajara. Era imposible conocerlos a todos.