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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (29 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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Una vez de regreso en su celda, el cardenal Carranza intentó recordar, palabra por palabra, la entrevista con Mezzoferro.

Estaba muy sorprendido por la visita, más aún cuando se había encontrado cara a cara con su eminentísimo colega. Para enviar a un cardenal de semejante peso, Pío IV debía de estar más que preocupado por el futuro del «objeto», tal como lo había llamado. Y tenía razón…

A Carranza le había costado un esfuerzo no sonreír cuando el cardenal Mezzoferro le había preguntado si «el cordero había vuelto al redil». Esa pregunta significaba que de ninguna manera debía entregar el documento secreto al portador del mensaje, porque se trataba precisamente de un documento secreto. La palabra clave era «objeto». El pobre no podía imaginar, al no formar parte de la congregación secreta, que existía un código preparado muchos años antes para afrontar casos similares.

Para el caso de que el poseedor del documento secreto se encontrara en una situación de peligro inminente, estaba previsto que debía transferirlo rápidamente a otro cofrade para que éste, a su vez, lo pusiera a buen recaudo. Como la emergencia de la situación justificaba los medios, de manera del todo excepcional, podía elegir libremente a quién confiar el documento, pero en ningún caso al pontífice.

En cambio, si el mensajero hubiera pronunciado la palabra «Biblia», el poseedor del comprometedor documento debía entregarle una Biblia preparada para la ocasión con un doble fondo, en la cual se escondería el documento.

De todos modos, Mezzoferro no había pronunciado la palabra correcta, e incluso si lo hubiera hecho, Carranza no tenía ninguna intención de renunciar a su salvoconducto.

Sin embargo, había un detalle que le preocupaba. Con la pregunta formulada por Mezzoferro, el Papa le avisaba del peligro. Pero era una tontería, dado que era más que evidente que su situación era crítica. En ese punto, no tenía sentido ponerlo en guardia. Así pues, debía de haber otro significado en esas palabras, pero no lo encontraba. ¿Qué mensaje quería transmitirle el Papa?

Con su respuesta —«sé cuánto le urge volver a verme lo antes posible en Roma»—, él había engañado a Pío IV.

Le había indicado que el precioso documento ya estaba en camino hacia la Ciudad Eterna. Pero no era así. Sólo quería tranquilizarlo, confirmando que el documento estaba seguro y que no corría peligro. De hecho, se había saltado alegremente el protocolo de emergencia para conservar en su poder la única baza de peso a la hora de negociar su liberación. No se fiaba de ningún signatario y prefería con mucho seguir su intuición, en vez de confiar en que los signatarios acudirían en su rescate.

Pero aún tenía un problema que resolver. Antes de emprender el largo viaje a Flandes, había decidido esconder el documento en el doble fondo de una Biblia trucada y se la había entregado momentáneamente a un viejo amigo que ignoraba todo el asunto.

Con los tiempos que corrían, siempre existía el peligro de que la Inquisición decidiera registrar sus apartamentos en busca de algún papel comprometedor. Si encontraban algo sospechoso, podían utilizarlo en el futuro si él, como arzobispo de Toledo, hubiera tomado una decisión desfavorable a sus intereses. El chantaje era una práctica habitual, y Carranza no lo ignoraba. Por eso había tomado precauciones. Contaba con recuperar el documento a su regreso, pero el imprevisto desarrollo de la situación, culminada con su arresto apenas desembarcado, no le había dado tiempo.

No estaba preocupado por el documento. No haberlo recuperado aún sólo era un contratiempo pasajero. Su amigo era una persona de confianza. No tenía dudas de que conservaría la Biblia celosamente, aun ignorando su importancia, sólo por el hecho de ser un libro precioso, ricamente decorado.

Carranza había justificado ese «préstamo» con la excusa de que en su ausencia había dispuesto que se reordenara su biblioteca, y no quería que esa Biblia, regalo de un pontífice, fuera estropeada.

Era un riesgo.

Las rígidas reglas establecidas por los signatarios no permitían entregar el documento a un extraño, salvo en caso de extremo peligro, y un simple viaje, por lejos que fuera, no era contemplado como tal. Sin embargo, el cardenal Carranza no había querido correr el riesgo de llevarlo consigo para luego verse descubierto por alguno de los servicios secretos de los países que atravesaba. Si le hubiera sucedido algo, al menos el documento estaría a salvo.

Él no podía prever que el amigo en cuestión, un anciano párroco que dirigía una pequeña iglesia fuera del centro, el padre Ramírez, se hubiera dejado arrastrar por el orgullo y mostrado la espléndida Biblia a otras personas.

Capítulo 34

El cardenal Mezzoferro se detuvo delante del cuadro que acababan de entregarle. Conocía su tema, pero dado que aún estaba embalado, sólo podía imaginarlo. Estaba ansioso por verlo. Hacía tiempo que había oído hablar de ella, desde cuando, en el despacho del Santo Padre en Roma, el propio pontífice había aludido por primera vez a ese cuadro.

Finalmente lo tenía ante sus ojos.

Prefirió examinarlo a solas. Un verdadero entendido no se deja distraer cuando quiere apreciar una buena obra. Y su intuición le decía que estaba a punto de descubrir una de esas raras obras maestras con las cuales cada tanto se deleitaba la vista.

Hizo salir a los criados que la habían depositado sobre un caballete, y luego arrancó el embalaje que la envolvía. Con un gesto que él mismo consideró excesivamente dramático, sacó el último trozo de tela que la cubría. Ignoraba si había sido puesta para proteger la obra de arte del polvo del embalaje, pero imaginó a la artista dando las últimas instrucciones a los encargados del embalaje. Teóricamente, el cuadro había sido preparado para viajar a Roma. Nadie imaginaba que haría una parada imprevista en el mismo Madrid para sufrir una pequeña transformación.

Cuando finalmente la obra apareció ante su vista, se quedó asombrado por su perfección. Era una verdadera maravilla. Sencillamente estupenda. El Papa le había hablado del talento de la artista, pero no había imaginado que alcanzara semejante maestría. Era una obra digna de todos los elogios.

Su mirada recayó en la mano de la artista. Sofonisba se había pintado con el dedo índice recto. Según las instrucciones de Pío IV, si el índice estaba doblado, significaba que Mezzoferro había recuperado el famoso objeto. En caso contrario, debía hacer retocar la mano de modo que el índice estuviera recto.

Teóricamente, debía expedir rápidamente el retrato a Roma, con la oportuna modificación, de modo que el pontífice no debiera esperar a su regreso para conocer el resultado de su misión en España. Pero aún no había decidido qué respuesta daría al Papa.

Mezzoferro sabía que el retrato era el autorretrato de la artista. Al no conocerla personalmente, dedicó un momento a observar sus rasgos. Era mucho más hermosa de lo que se había figurado. Creía que una mujer que se entretenía pintando lo hacía para colmar un vacío en su existencia, para compensar con el talento un físico poco agraciado. Mas no era el caso de Sofonisba. La joven era rubia, de un rubio dorado, y tenía ojos azules. ¿Se había retratado exagerando la intensidad del azul o sus ojos eran así naturalmente? Sea como fuere, el resultado era impresionante. Aquella joven era de una belleza espectacular. Reconoció que estaba equivocado al imaginarla distinta, de cabello y ojos oscuros.

Permaneció varios minutos contemplando el cuadro, fascinado con aquella mano delicada que había reproducido sobre la tela, con tanta gracia y talento, sus propios rasgos. Salió de su momentáneo ensimismamiento sólo para tocar la campanilla y llamar al mayordomo. Éste acudió al instante.

—Avisa al maestro Manfredi que lo estoy esperando —ordenó, sin apartar la mirada del retrato—. Y tráeme un bocadillo de jamón y un vaso de vino —añadió.

Era una inequívoca señal de que estaba de excelente humor. Siempre que le sucedía, se le abría el apetito.

—Está en la antecámara a la espera de su llamada, eminencia —respondió el mayordomo, sorprendiéndolo—. En cuanto fue informado de la llegada del paquete que esperaba su eminencia, acudió enseguida, pero le he dicho que su eminencia había pedido quedarse solo y no ser molestado.

Aquel mayordomo hablaba demasiado, pensó Mezzoferro mientras le indicaba con un leve gesto que hiciese entrar al maestro. No aprobaba ese tipo de carácter. Podía ser peligroso tener cerca una persona tan locuaz. Mezzoferro detestaba a los cotillas, sobre todo en su entorno. Pensaba, con razón, que si alguien hablaba demasiado era capaz de contar cualquier cosa fuera de palacio. Odiaba que la gente pudiera conocer sus intimidades, aunque no fueran importantes.

—La próxima vez, no es necesario que avises a medio palacio que he recibido un paquete —lo reprendió con severidad—. Exijo discreción. Recuérdalo.

El mayordomo se ruborizó ligeramente. No esperaba una reprimenda por haberse anticipado a los deseos de su patrón.

El maestro Manfredi no se hizo de rogar y entró de inmediato. Era un hombre que acababa de superar la mediana edad, aunque parecía más viejo, originario de la región de Ancona. Trabajaba a menudo para el cardenal, generalmente realizando copias de retratos que el alto prelado regalaba a amigos y conocidos. Tenía una buena mano, pese a que nunca había conseguido imponerse como pintor de fama. Esperaba que el cardenal lo ayudara a promoverse entre la curia romana, pero de momento los resultados eran exiguos. Tal vez el cardenal no se había empeñado a fondo, pues prefería tener a su disposición a un pintor relativamente dotado pero barato. De todos modos, Manfredi no renunciaba a ser algún día un pintor reconocido.

Se había quedado gratamente sorprendido cuando el cardenal lo había convocado a su hermosa villa romana para informarle de un proyecto que tenía en mente. Manfredi pensaba que quería encargarle una nueva obra, pero se quedó de piedra cuando su protector le comunicó que estaba a punto de partir de viaje y quería llevarlo consigo. Era un hecho bastante insólito. El cardenal nunca le había propuesto que lo acompañara en uno de sus desplazamientos. Le hubiese gustado preguntarle por qué, pero se había abstenido. Si su eminencia lo había decidido, sin duda tendría sus motivos. Por lo menos conocería otros países, algo imposible para él sin una invitación como la del eminente eclesiástico. Por tanto, había aceptado con entusiasmo.

Una vez en España, había tenido pocas ocasiones de ver a su protector, siempre ocupado en cuestiones que él ignoraba pero, al parecer, de suma importancia, dado su alto cargo. Hasta el día que lo había convocado a su despacho para informarle que estaba esperando un retrato muy importante sobre el que quizá tendría que hacer unos retoques.

A decir verdad, no había entendido qué significaba «hacer unos retoques» en el retrato de otro artista, pero si ésos eran los deseos de su benefactor, desde luego no pondría objeciones.

Mezzoferro era un hombre de mil recursos. Cuando el Santo Padre le había comunicado su complicada misión, no se había desanimado. Si se trataba de modificar
ad hoc
un retrato, él tenía a su disposición a la persona adecuada. Su Manfredi también era un hombre de mil recursos. Podía copiar un cuadro sin que se pudiera distinguir el original de la copia. El hombre apropiado para esa misión.

—Entonces, maestro —dijo el cardenal con jovialidad— ¿qué piensa de esta obra?

Manfredi se acercó al caballete y, cuando estuvo delante de la tela, se quedó un momento en silencio, estudiándola hasta en sus más mínimos detalles. Al final, hizo una mueca que el cardenal interpretó como de aprecio y admiración.

—Excelente factura. Una mano delicada. ¿El pintor es español? Por cuanto he visto desde que estamos aquí, no lo parece. Tienen un estilo más teatral, si me permite la expresión.

—No lo sé —mintió el cardenal—, y tampoco importa. Lo que me interesa saber es si usted puede hacer una pequeña modificación sin que se note en absoluto…

—¿Una modificación? —repitió el maestro, atónito—. Pero si este retrato es perfecto. ¿Qué modificación quiere que haga?

—No le he pedido su parecer sobre la calidad de la obra. Sólo si puede copiar el estilo y hacer esa modificación de la que le hablo —replicó, ligeramente irritado, el cardenal. Esos artistas siempre tenían que opinar.

Ante el tono áspero de su patrón, Manfredi rectificó. Sería un pecado retocar aquel cuadro, pero si no había otro remedio…

—Desde luego que sí, eminencia. No hay problema. Si es sólo un retoque, ni siquiera el autor se percatará, se lo garantizo. ¿Qué parte quiere que retoque?

—La mano —respondió el cardenal, aliviado. No había tenido dudas de que Manfredi podía hacerlo, pero su confirmación lo tranquilizaba.

—¿La mano? —exclamó el maestro, más sorprendido aún.

—Eso he dicho, la mano. Quiero que la mano esté en… en otra posición.

Manfredi arrugó el entrecejo. ¿Era una excentricidad del cardenal? ¿Por qué debería modificar la posición de la mano si tal como estaba pintada guardaba una perfecta armonía con el resto?

—¿Cómo desea que la pinte, eminencia? —preguntó. Aquello era una insensatez, pero prefirió guardarse sus pensamientos para no irritar al cardenal.

—Todavía no lo sé —respondió Mezzoferro, pensativo—. Se lo diré en el momento oportuno. Por ahora, sólo quería saber si podía hacerlo, cosa de la que no dudaba. Ahora, déjeme solo. Cuando lo haya decidido, lo haré llamar.

Manfredi estaba desconcertado. Su mentor siempre había sido un poco especial, pero se estaba superando. Primero le enseñaba un cuadro exquisito, luego le decía que quería la mano en otra posición, y finalmente admitía que no sabía cómo la quería… Cosa de locos. Pero estaba habituado a las extrañas exigencias de Mezzoferro y prefirió no interferir con su mal humor. Antes de salir, se acercó a besarle el anillo.

Una vez a solas, el cardenal sonrió, satisfecho. Sus planes se estaban cumpliendo al pie de la letra. Ahora sólo faltaba la respuesta de Valdés. Ambos sabían que estaban destinados a encontrarse de nuevo, aunque, de hecho, no se habían visto la cara. Sabía perfectamente que conocer en persona al capitán general significaba desobedecer las tajantes consignas de Pío IV, pero lo consideraba indispensable si quería llegar a un acuerdo. A menos que…

Se le ocurrió una idea. Quizá podría obtener lo que quería sin tener que enfrentarse personalmente al gran inquisidor. Era una maniobra arriesgada, pero quizá merecía la pena.

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