El secreto del Nilo (101 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto del Nilo
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Sothis se le aproximó por la espalda, y al sentir su cálido abrazo las ilusorias imágenes acuáticas desaparecieron del corazón del escriba.

—No debes temer nada —le susurró la nubia al oído—. El mal que acechaba a la ciudad se fue con el dios.

Neferhor se volvió para besarla. La enfermedad que asolaba a Akhetatón era un problema de envergadura y durante días se había dedicado a rezar ante las estatuas de Sekhmet en Karnak, y a escribir conjuros sobre un pequeño relicario de papiro que colgó del cuello de sus hijos.

—No deben quitárselo nunca —le advirtió a su mujer, que le miraba con fulgor.

A Sothis siempre le había divertido la santurronería que mostraba en ocasiones su esposo, aunque se hubiera cuidado mucho de decírselo. Su magia era más poderosa que la de aquellas imágenes de piedra sembradas por todo Egipto, y ningún sacerdote conocía hechizos tan eficaces. Ahora que regresaba a Akhetatón sabía que asistiría al último acto de una obra que mostraría lo peor del alma humana. La intriga y la traición habitaban en aquella ciudad, pero la nubia no albergaba ningún miedo. Sothis y su familia estarían a salvo; el río se lo había susurrado aquella mañana.

9

Akhetatón le recibió como una ciudad sin alma. Sus gentes deambulaban por la capital entre el temor y la incertidumbre, sin saber muy bien lo que sería de ellas. La plaga había diezmado la capital de tal manera que no había familia que no hubiera perdido a alguno de sus miembros. La inseguridad sobre lo que pudiera deparar el futuro se palpaba en sus miradas, y todos se preguntaban hacia dónde les llevaría el nuevo dios.

Los
medjays
continuaban patrullando las calles y los acantilados próximos a la urbe, y los videntes seguían oficiando sus ritos al Atón cada día, como había ocurrido durante los últimos años. Las ofrendas se recibían con la acostumbrada regularidad, y al nuevo faraón le gustaba recorrer la Vía Real en su carro dorado para que su pueblo le aclamara, como antaño.

Pero la situación distaba mucho de parecerse a la que Neferhor conociera antes de la noche en que se vio obligado a escapar. El ambiente rezumaba desconfianza y el aire se intuía saturado de malos presagios.

Aunque revuelta, su casa estaba tal y como la recordaba; solo que ahora se había contagiado de la tristeza y el desaliento. Sothis captó todo esto en cuanto entró en ella. Allí había sido feliz durante un tiempo, pero en aquel lugar ya no había sitio para la dicha. Akhetatón estaba maldita, y ellos deberían ser testigos de un final que la nubia conocía desde hacía tiempo.

La impresión que Neferhor se llevó cuando ocupó su cargo al frente de la Casa de la Correspondencia del Faraón fue tan penosa que le invitó al desánimo. Para alguien tan concienzudo como él, semejante estado de abandono le produjo una profunda pena y desolación. Durante los últimos años nadie se había preocupado del buen funcionamiento del departamento, y en sus oficinas se amontonaban tablillas que no habían sido traducidas y mensajes de vital importancia aún por enviar. Los asuntos del imperio no habían importado a Akhenatón en absoluto, y muchas de las misivas recibidas de los vasallos y reyes extranjeros permanecían en los anaqueles, olvidadas desde hacía demasiado tiempo. Su estado era tan lamentable como el que presentaba la política en el Oriente Próximo. Siria era un territorio que ardía por sus cuatro costados sin que nadie hubiera hecho el más mínimo esfuerzo por apagar la ira que lo asolaba. Había conflictos por toda su geografía, y los príncipes locales luchaban unos contra otros en defensa de sus propios intereses, o aliados con los nuevos señores de la guerra que amenazaban con conquistar toda la región. Los hititas y sus coaligados del reino de Amurru se habían bastado para desestabilizar toda Siria en pocos años, al aprovechar la calamitosa política exterior que Akhenatón había llevado a cabo. Un faraón débil era todo cuanto habían necesitado para hacerse con territorios que Egipto había conquistado a lo largo de más de veinte guerras.

Las llamadas de auxilio de los vasallos amigos se habían perdido hacía mucho, y ya era demasiado tarde para ayudarlos. La guerra entre el Hatti y el reino de Mitanni, aliado que resultaba fundamental para los intereses de Egipto, se decantaba claramente por el primero, y el buen rey mitannio Tushratta hacía años que no se molestaba en pedir ayuda a los que antaño fueron sus hermanos, y con los que había estado emparentado.

Los funcionarios que conocían a Neferhor pusieron cara de circunstancias cuando esۀEte les recriminó su desidia; para los empleados de aquel departamento el nuevo
sehedy sesh
no representaba más que un incordio que el faraón les había impuesto. Para estos las cosas estaban bien como estaban, y no veían la necesidad de inmiscuirse en conflictos que el anterior dios ya había definido como poco importantes para Kemet.

Las últimas noticias recibidas de Retenu no podían ser más alarmantes. Los hititas habían tomado la ciudad de Kadesh y amenazaban el valle de La Bekaa, para desafiar de este modo la soberanía egipcia en la zona. Cuando Neferhor corrió a dar cuenta de aquellos hechos al monarca, este los escuchó impasible, con la mirada perdida en algún lugar de la sala. Smenkhara calibraba las repercusiones que aquello pudiera tener para Kemet y sobre todo para ella. Si quería tener el apoyo del ejército no podía pasar por alto una situación semejante; aunque el envío de tropas a Siria pudiera dejarla desprotegida.

—Majestad. Conozco las palabras de los señores de Canaán. Durante muchos
hentis
he mantenido una relación epistolar con ellos, y te aseguro que en esta hora todos miran hacia Egipto, en espera de nuestra reacción ante unos hechos tan graves, para tomar una decisión que puede sernos muy adversa.

En estos términos habló Neferhor antes de abandonar la audiencia, y Smenkhara tomó buena nota de ello.

Paatenemheb, su viejo vecino, fue a visitarle aquella misma tarde y se mostró complacido de saludarlo.

—Tu casa vuelve a la vida y yo doy gracias por ello —le dijo en tanto le sonreía—. Ha sido un viaje proceloso el tuyo, noble Neferhor, no exento de peligros.

El escriba hizo un gesto de agradecimiento mientras servía zumo de granada, su bebida favorita y, al parecer, también la del general.

—Vagué como un convicto que creía que su único crimen había sido seguir el
maat
—respondió Neferhor en tanto perdía la mirada.

—Lo sé, y por ello encontraste refugio tras los muros de un templo sagrado.

—Es curioso que quienes me acusaron me echaran en brazos de sus enemigos.

—Donde existe gran poder también hay injusticia —dijo el general, encogiéndose de hombros—. Pero hoy Smenkhara te restituye a los ojos de todos. Akhenatón ya no se encuentra entre nosotros; no lo olvides.

Neferhor hubo de morderse la lengua para no contestar, pero Paatenemheb le leyó el pensamiento.

—Quien te persiguió ya forma parte del pasado, y el tiempo que ha de venir requiere de nuestro ánimo más templado.

El escriba permaneció en silencio.

—Comprobarás que muchos te mirarán con disimulado estupor, al verte de nuevo en la capital, aunque no creo que te importe —continuó Paateۀcnemheb—. ¡Qué sería de una corte sin intrigas, amigo mío! Desde ahora te prevengo de que esta se halla sembrada de ellas.

—Las viví en mi persona hace mucho tiempo —dijo Neferhor como para sí—, y de la peor condición.

Luego, tras regresar de sus recuerdos, el escriba miró con franqueza al general y le sonrió.

—Nunca he podido agradecerte la ayuda que me prestaste aquel día. Sabes muy bien que siempre estaré en deuda contigo.

—Me alegré al conocer tu paradero, y también al saber que tu familia podría reunirse contigo. No hay nada que se pueda comparar a una buena familia.

—Ellos son la felicidad para mi corazón —aseguró Neferhor en tanto hacía un gesto hacia la habitación donde se encontraba Sothis con sus hijos—. Cuánta razón tienes en lo que dices.

—Amenia no ha podido darme un heredero. Ella ha sufrido mucho por ese motivo, pero yo le he hecho ver que la amo de todas formas, y que no la repudiaré, ni tomaré otra mujer para ser padre.

El escriba asintió, pues comprendía al general.

—Tu esposa e hijos nunca corrieron peligro —dijo de repente Paatenemheb—. El pinche, al que llaman Penw, los escondió bien. Incluso los ayudó a escapar cuando llegó el momento. Te resultará imposible encontrar un amigo mejor.

Neferhor se emocionó al escuchar el nombre del hombrecillo al que tanto quería, y acto seguido miró fijamente al general.

—Tú sabías dónde se ocultaban, ¿no es así?

—Desde el primer momento. Pero nada me debes por ello.

El escriba asintió de nuevo y no tuvo duda de que el general los había protegido. Aquel hombre había resultado ser una suerte de dios benefactor, y Neferhor volvió a emocionarse aunque esta vez no dijese nada.

Durante un rato ambos hablaron del estado en el que se encontraba el país, y en concreto la capital, Akhetatón. Era fácil conversar con Paatenemheb, ya que se mostraba cercano en todo cuanto decía y su tono resultaba cálido y no pocas veces irónico.

Sin poder evitarlo, Neferhor pensó en Rai. Su rostro le venía a la memoria en muchas ocasiones, y a pesar del tiempo que había pasado desde su último encuentro, el escriba temía verle de nuevo en cualquier calle de la ciudad. El
medjay
representaba una amenaza ante la que se sentía impotente, y alguna noche soñaba que entraba en su casa para finalizar de una vez la faena, en compañía de aquel mono enrabietado.

—Siempre me he preguntado qué sería de mis perseguidores —señaló Neferhor como si se tratara de una curiosidad.

Paatenemheb asintió divertido.

—Hay un gran misterio acerca de eso, amigo mío. Al parecer a uno lo mató un hipopótamo y a otro se lo tragó la tierra, pues nunca se ha vuelto a saber de él. El tercero regresó muy ufano en compañía de su babuino. Rai, creo que se llamaba; un policía capaz de seguir rastros donde nadie más podía. Llegó un momento en que aquí ya no era de mucha utilidad, y por ello fue enviado al lejano Kush, donde tenía buenas posibilidades de demostrar sus dotes. Andaba cerca de la cuarta catarata, según tengo entendido, para proteger las prospecciones auríferas de los habituales bandidos que suelen atacarlas. Creo que el babuino también se marchó con él.

Neferhor sonrió abiertamente y sintió que se desligaba por completo del último eslabón que le unía a un pasado que no quería recordar jamás. El escriba volvió a servir zumo de granada, y mientras lo hacía expuso a su amigo algunos detalles de la conversación que había mantenido con el dios.

El general asintió con gravedad pues al parecer estaba al tanto de las malas noticias.

—El faraón me ha informado hoy mismo de la situación, aunque esto no haya supuesto para mí ninguna sorpresa —se lamentó Paatenemheb.

—Desde los últimos años de gobierno del gran Nebmaatra, los avisos de nuestros vasallos leales se han ido acumulando en la Casa de la Correspondencia del Faraón sin que nadie los haya tenido en cuenta. Alguno de estos reyes ha muerto, y sus ciudades han pasado a otras manos —señaló Neferhor.

—Mañana mismo viajaré hasta los cuarteles de Menfis para ponerme al frente de los ejércitos del norte. Iniciaremos la marcha hacia Siria de inmediato. El dios ha comprendido la magnitud de los hechos y está decidido a recuperar el control de Retenu.

El escriba hizo un gesto de suspicacia.

—Kemet se siente exhausto en mala hora.

Paatenemheb sonrió suavemente.

—Marcharé con dos divisiones completas, y la protección de los dioses de la guerra —dijo el general con cierta ironía.

—Espero que te sean propicios, amigo.

10

Desde sus estancias privadas, Nefertiti contemplaba el atardecer con aire ausente. El Atón se encaminaba de nuevo hacia occidente, y los frondosos jardines de palacio recibían sus últimos rayos para mostrar su exuberancia y desparramar sus rabiosos colores creando matices insospechados.

Más allá el río serpenteaba majestuoso, ajeno a las ambiciones humanas, pletórico en su crecida que ofrecía magnánimo. Hacía varios
hentis
que la avenida no se presentaba benefactora, y aquel año Hapy había consentido en anegar las tierras en su justa medida, para alegría de su pueblo.

Pero en aquella hora Nefertiti noހR atendía a semejantes detalles; a la riada, o a la buena cosecha que se obtendría el siguiente año. Sus pensamientos se centraban en la realidad en la que vivía y en la trascendental decisión que estaba dispuesta a tomar.

Para ella las cosas habían resultado ser diferentes a lo que esperaba. De nada le había servido dominar la política en la sombra durante años, ni creer que con su ascenso al poder podría controlar Kemet a su antojo. Su conocimiento del alma humana la había llevado a pensar que sería capaz de manejar las ambiciones de sus cortesanos, y de mantener en el lugar que les correspondía a las fuerzas que, durante siglos, habían agobiado a la Tierra Negra. Pero se había equivocado. Su determinación de mantener el culto al Atón como religión oficial del Estado a la vez que autorizaba las ofrendas a los dioses tradicionales, le había revelado una realidad con la que no contaba.

Su nombre como faraón, Smenkhara, daba igual. Para todos sus súbditos ella seguiría siendo siempre Nefertiti, la esposa del dios que había llevado a cabo la mayor revolución de la historia de Egipto. Este detalle le resultó difícil de digerir, sobre todo porque ella se consideraba la verdadera impulsora de aquel movimiento; la que había guiado a su augusto marido desde el primer momento con mano firme hasta situarle a la altura del Atón, con quien acabaría por unirse. ¿Acaso no había sido ella la que se había ocupado de las cuestiones terrenales en tanto su esposo se glorificaba?

La realidad había resultado ser otra. Para la mayoría del pueblo, Akhenatón había representado la esencia de la fe que pregonaba. Él había sido la cabeza visible de su revolución religiosa, el artífice de todo cuanto había ocurrido en Egipto durante los últimos diecisiete años, el verdadero referente para todos aquellos que le seguían.

De nada valía lo que creyese Nefertiti. Una vez muerto Akhenatón, el elemento aglutinador de aquel cambio desaparecía, y la obra que se había levantado en su nombre amenazaba con desmoronarse. Smenkhara se daba cuenta de ello, y sus intrigas no podrían evitarlo.

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