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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (105 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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«Jamás tomaré a uno de mis súbditos para convertirlo en mi esposo», había asegurado Smenkhara al rey hitita, y al repasar la frase, el general supo que se refería a él. Paatenemheb podía sacar provecho personal de la soledad de Nefertiti, y con el apoyo del ejército la posibilidad de haberse desposado con ella no era descabellada. La prueba la tenía en aquella carta; Nefertiti había sido mucho más astuta que él.

Paatenemheb se repantingó en los almohadones a la vez que atizaba las ascuas del brasero. Hacía frío aquella noche, y desde el interior de su tienda el general escuchaba el ulular del viento, así como las ráfagas de lluvia que lo acompañaban. Se le antojaron heraldos del Mundo Subterráneo, o quién sabe si era Set el que bramaba en aquella hora, enfurecido por tamaña infamia. Puede que llamara de esta forma a los hijos de la guerra para que tomaran cumplida venganza ante semejante vileza, o quizá solo desatara la ira de los elementos por la impotencia que sentía ante lo que se avecinaba.

El general creyó ver la mano del dios del caos detrás de la tormenta, y atendió con respeto a cuanto este tuviera que decirle. Neferhor le había avisado a tiempo, y él debía regresar a Egipto sin dilación. Sin embargo, era preciso ocuparse de la gran amenaza que se cernía sobre las Dos Tierras. La propia supervivencia de esta se hallaba en juego, y él nunca permitiría que el Kemet que conocían desapareciera para siempre. Era necesario disponerlo todo de forma adecuada, pues no cabía el error en aquel asunto. El príncipe Zannanza jamás llegaría a pisar Egipto; al menos con vida.

En Akhetatón, el faraón esperaba con ansiedad el día en que el príncipe hitita hiciera su entrada en palacio. Suppiluliuma había accedido a sus demandas, y uno de sus hijos venía de camino dispuesto a sentarse junto a Nefertiti para gobernar la Tierra Negra.

En palacio reinaba una prudente calma, aunque según pasaban los días el faraón se encontrara más nervioso. Recluido la mayor parte del tiempo en sus habitaciones, Smenkhara aguardaba el ansiado momento en compañía de su padre. Este trataba de darle ánimos, aunque en su fuero interno no supiera adónde podía abocar aquel tratado. Hombres de su confianza vigilaban las rutas de entrada a Egipto, y en el Camino de Horus esperaba una pequeña guarnición que escoltaría al príncipe extranjero desde la ciudad de Tjaru hasta Akhetatón. Todo se había llevado en gran secreto, pero Ay sabía muy bien que el tiempo resultaría determinante en los hechos que se avecinaban, pues los secretos de palacio nunca duraban lo suficiente en Kemet.

Neferhor lo guardaba para sí como si se tratara de ascuas entre sus manos. Se sentía abrasado por la magnitud de lo que encerraba, y a la vez era consciente del trascendental momento que se aproximaba. Sabía que Paatenemheb había recibido su mensaje y también que un príncipe hitita se había puesto ya en camino.

—El príncipe Zannanza viaja hacia la Tierra Negra rodeado de su escolta, gran Neferhor —le había advertido Zalmash en tanto le mostraba el correo urgente que acababa de recibir.

—¿Zannanza?

—Es uno de los hijos preferidos de Suppiluliuma. Tiene gran reputación como guerrero, aunque también es famoso por su mal carácter. Que los dioses se apiaden de nosotros si el príncipe llega a sentarse en el trono de Horus.

Neferhor se había limitado a asentir en silencio y a dar unas palmaditas cariñosas en la espalda del hitita. Egipto siempre estaría en deuda con aquel escriba, y también el
sehedy sesh
, quien le profesaba un profundo respeto.

En su casa nadie sospechó lo que ocurría, aunque Sothis supiese que el viento no era portador de buenos presagios. Sus hijos crecían sanos, y el amor que sentía por su esposo formaba parte de la nubia como si hubiera sido grabado en su piel para siempre. Ella captaba sus zozobras e inquietudes, y cada noche lo invitaba a despojarse de ellas para llevarle a su mundo de magia, en el que no tenían cabida las miserias humanas. Mientras se amaban sus esencias continuaban siendo solo una, y eso era lo que importaba. Ambos vivirían el tiempo que les había tocado, a pesar de que este se mostrara revuelto e incierto, ya que nunca podrían cambiarlo. Pero su felicidad no dependería de este detalle, pu󀀅es se hallaba en ellos mismos, en su naturaleza. Era aquella esencia lo que interesaba, puesto que trascendía todo lo demás.

En la Casa de la Correspondencia del Faraón, Neferhor esperaba la llegada de alguna noticia desde Retenu. Zalmash tenía buen cuidado de disimular su complicidad con el
sehedy sesh
, mas le informaría de cualquier detalle, aunque pudiera parecer insignificante. El tiempo pasaba, y el escriba no había vuelto a tener ninguna noticia del príncipe Zannanza; como si se lo hubiera tragado la tierra. Sin embargo, una mañana supieron que Paatenemheb regresaba con parte de su ejército, y que ya se encontraba cerca de Menfis.

Neferhor sintió un gran alivio por la noticia al tiempo que imaginó las repercusiones que esta tendría en palacio. Que el general volviera con parte de sus divisiones solo podía despertar sospechas en el faraón, además de incertidumbre. Los acontecimientos podrían ir mucho más allá, y la sombra de una guerra civil planeó sobre su corazón sin poder evitarlo.

El
sehedy sesh
no se equivocaba un ápice al pensar en Nefertiti. Esta se encontraba fuera de sí, y le resultaba imposible disimular su nerviosismo. Su humor no podía ser más insoportable, y la falta de noticias de su futuro consorte le hacía temerse lo más insoportable. Tenía todo el Retenu plagado de espías para que le anunciasen la llegada del príncipe, pero ningún emisario conocía el paradero de Zannanza. Ella sabía que había abandonado la capital, Hattusa, hacía meses, y era imposible que no hubiera alcanzado aún la frontera con el Delta. Aquel detalle le pareció extraño, y al enterarse del regreso de Paatenemheb a Egipto, su corazón se llenó de malos presagios. El juego por el poder tenía sus propias reglas, y estas nunca eran las mismas. Nadie podía conocerlas con exactitud, y por eso quien quisiera asaltarlo debería correr sus riesgos.

Los de Nefertiti resultaban diáfanos, y esta enseguida se dispuso a parapetarse tras la figura de su padre, que se mostraba tan impasible como de costumbre.

Una tarde Neferhor fue testigo de ello. Smenkhara le había hecho llamar con urgencia, y al ver el gesto crispado que le regalaba el faraón, se preparó para recibir sus improperios. Estos no se hicieron esperar, aunque poco pudiera él hacer por hablar acerca de unos hechos que ignoraba.

—¿Mis ciudades del norte caen ante el vil asiático y no hay ni una sola misiva del Hatti? —inquirió el faraón sin poder contener por más tiempo su mal humor.

—Al parecer ha habido algunas escaramuzas, pero Suppiluliuma se encuentra en Hattusa y no la abandonará hasta que termine el invierno, majestad.

—¡Eso es imposible! —exclamó Nefertiti, irritada—. Si no recibo noticias de lo que en realidad está ocurriendo en Retenu, tú mismo tendrás que ir a averiguarlas. Y te aseguro que no te permitiré regresar hasta que las consigas, y ahora márchate, escriba, antes de que pierda definitivamente mi paciencia contigo.

Neferhor se inclinó antes de retirarse, y por un momento su mirada se cruzó con la de Ay, que asistía a la escena. El Divino Padre le observaba impertérrito, y el escriba tuvo la seguridad de 󀀅Cque aquel hombre utilizaba una máscara igual que la suya.

13

El heraldo de la muerte entró en el palacio montado en su corcel de cascos de fuego. Había galopado desde las tierras de Canaán, para atravesar fértiles valles y estériles estepas, envuelto en la nube que su propio espanto provocaba. Nadie osaba interponerse en su carrera, ni hombre ni bestia, pues el jinete nada quería de los vivos más que pregonar su muerte. Ese era su cometido, y al avanzar hacia el faraón que aguardaba sentado en su trono no hizo ademán alguno por inclinarse, ni tampoco salieron de su garganta palabras de respeto. De donde venía no había más señor que aquel que se encarga de arrebatar el soplo de la vida, y ante él no existían los protocolos. Cuando se detuvo frente a Nefertiti, la observó un instante a través de los velos sutiles que lo envolvían, para acto seguido anunciarle su mensaje: el príncipe Zannanza había muerto.

La desesperación se apoderó de Smenkhara mientras el eco de la noticia se apagaba. El hijo del rey del Hatti había sido asesinado por unos bandidos al atravesar un estrecho valle. Junto a él todo su séquito fue pasado por las armas, sin que nadie pudiera determinar quiénes habían sido los criminales.

Ay abrazó a su hija e intentó calmar su consternación. Aquel desgraciado suceso cambiaba por completo la situación, al tiempo que dejaba al dios en una posición insostenible. Resultaba imposible que unos bandidos atacaran el séquito de un rey, y mucho menos si era del Hatti. Para el Divino Padre, estaba clara la mano que se escondía detrás de aquel ataque, y también las consecuencias. Los acontecimientos se precipitarían, y nadie podría contenerlos.

Nefertiti le miró a los ojos, como solo ella sabía, y después de dar un beso a su padre se marchó.

Aquella misma noche, una figura embozada se reunió con el Divino Padre en una lóbrega sala del apartado templo del Río. Acompañados tan solo por la luz de una antorcha, ambos se observaron en silencio durante un rato, antes de hablar sobre el futuro de Egipto. Los dos se conocían desde hacía años, y se aborrecían profundamente, aunque no ocultasen el respeto que se tenían. Sus intereses siempre habían corrido parejos y comprendían que en aquella hora el tiempo de Ankheprura-Smenkhara estaba cumplido. La nave en la que Nefertiti se había embarcado junto a su esposo hacía años llegaba al final de su viaje. Ya no podía seguir navegando por las hermosas aguas de la Tierra Negra, envuelta en su peplo de oro, ni reverberar como los rayos del sol al que adoraba y al que nunca renunciaría. Así eran las cosas.

Durante una hora, Paatenemheb y Ay discutieron sobre el destino de Kemet con la frialdad que les era propia. Ambos se veían respaldados por poderes que no podían ser ignorados, y sabían las consecuencias que traería una guerra civil. Kemet se hallaba exhausto, y un conflicto semejante lo hundiría en el caos para siempre. Debían llegar a un pacto para que aquello no ocurriese, una alianza que garantizara una transición pacífica hacia un Estado en el que pudieran convivir en paz todos los cleros. Era necesario reflotar la economía de las Dos Tierras después de todos aquellos años de abandono, y devolver a las gentes las viejas tradiciones a las que se encontraban tan aferradas.

Ambos estuvieron de acuerdo. Un nuevo dios debía alzarse en Egipto. Un faraón capaz de llevar a cabo aquella empresa en paz, y solo había uno en disposición de hacerlo: el príncipe Tutankhatón.

Durante aquellos meses, Neferhor coincidió con cierta frecuencia con el pequeño Tutankhatón. La amistad de este con Nebmaat hizo que tratara al príncipe, y ello le ayudó a forjarse una idea mejor de la personalidad del niño. Como ya percibiera la primera vez que hablara con él, Neferhor comprobó que detrás del enfermizo cuerpo del chiquillo se escondía una fuerza y determinación difícil de sospechar. Tutankhatón revivía a cada momento la gloriosa época de los faraones guerreros, y soñaba con un Egipto en el que sus fronteras se situaran en los límites del mundo conocido. Sin embargo, el escriba también pudo percatarse de lo arraigado que estaba en el niño el culto atonista que le inculcara su padre. No precisó mucho tiempo para convencerse de que aquel príncipe nunca renunciaría por completo al credo instaurado por Akhenatón. Por otra parte, el gran ascendiente que Ay ejercía sobre él resultaba definitivo, y en cierto modo moldearía su carácter al tiempo que influiría en sus decisiones futuras.

A Neferhor también le sorprendió el afecto que el pequeño mostraba hacia la figura de Paatenemheb. Siempre que hablaba acerca del general, al chiquillo le brillaban los ojos, y no ocultaba su admiración hacia él, quizá porque Paatenemheb representaba la consecución de todos sus sueños infantiles; los anhelos que un día pensaba hacer realidad.

—Someteré a los kushitas como hiciera el gran Menkheperre —repetía el niño una y otra vez—, y levantaré una estela junto a la suya, en los confines de la tierra. Paatenemheb me acompañará y juntos viviremos grandes aventuras.

—Serás un poderoso guerrero, mi príncipe, no tengo duda acerca de ello —solía animarle Neferhor.

Próximo a cumplir los nueve años, aquellas eran las conversaciones que podían esperarse de un niño al que le gustaban la acción y los juegos al aire libre.

—Combatiré a los viles asiáticos montado sobre mi carro, con las riendas atadas a mi cintura en tanto los acribillo con mis flechas —repetía el pequeño con frecuencia—. No hay arquero que me supere ya que el Atón guía mi brazo.

Siempre que el príncipe hacía referencia al dios de sus padres Neferhor se quedaba pensativo, a la vez que se preguntaba qué era lo que en realidad podía esperarse de aquel chiquillo en el futuro.

—Escriba, ¿crees que debemos volver a honrar a los antiguos dioses? —le interrogó un día Tutankhatón.

Neferhor se sorprendió por la pregunta y se quedó pensativo un momento.

—Los antiguos dioses forman parte de esta tierra —le contestó el escriba—. Ellos estaban aquí mucho antes de que llegáramos nosotros. Nos enseñaron cuanto necesitábamos para poder convertirnos en seres civilizados. No es justo darles la espalda cuando pensamos que ya no nos son de utilidad.

—Pero mi padre, eliW gran Akhenatón, me contó que muchos de esos dioses nos encadenaron a su ambición, y acapararon un poder desmedido.

—Los dioses no ponen cadenas a nadie, mi príncipe. Son los hombres los que acostumbran a practicar el abuso. Da igual a qué dios adoren.

—¡Abusos! —exclamó el niño en voz baja—. Si yo fuera el señor de las Dos Tierras, acabaría con ellos.

—Serías un gran faraón si hicieras eso —le animó el escriba.

—Tus palabras traen la paz a mi corazón. Ahora veo tu sabiduría.

Neferhor hizo una pequeña reverencia en tanto sonreía.

—Todos los dioses tienen cabida en Kemet, mi príncipe —matizó Neferhor—. Ellos y nosotros deberíamos convivir en paz, a la vez que seguimos el mismo camino, el del
maat
.

Tutankhatón se quedó pensativo durante un rato, y luego regresó a su mundo de aventuras para hablar de caballos y cacerías, como era usual entre la realeza.

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