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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El señor de la guerra de Marte (17 page)

BOOK: El señor de la guerra de Marte
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Thurid se acercó y examinó el mango de la palanca.

—¡Ah! Un imán —dijo—. Lo recordaré. Puesto que así está convenido, la cogeré —continuó.

El anciano titubeó. Sus nada hermosas facciones expresaron tanta avaricia como temor.

—Dobla la suma —dijo—. Aun así, será demasiado pequeña para el servicio que te hago, pues arriesgo mi vida hasta recibiéndote aquí, dentro del recinto prohibido de mi estación. Si Salensus Oll se enterase de ello, me mandaría echar a los apts antes de que terminase el día.

—No se atrevería a hacerlo, y bien lo sabes tú, Sotan —contradijo el negro—. Tienes un poder demasiado grande sobre la vida y muerte de la nación de Kadabra para que Salensus Oll se atreva nunca a amenazarte de muerte. Antes de que sus emisarios pudiesen poner las manos sobre ti, podrías coger esta misma palanca de la cual me has apartado y borrar para siempre la ciudad entera.

—Y yo con ella —dijo Solan, estremeciéndose.

—Pero si de todos modos tendrías que morir, tendrías el valor de hacerlo —replicó Thurid.

—Sí —murmuró Solan—. Muchas veces he pensado en eso mismo. Bien vale, Primer Nacido, tu roja princesa el precio que pido por mi servicio, o te pasarás sin ella y la verás mañana en los brazos de Salensus Oll.

—Toma lo que pides, hombre amarillo —replicó Thurid, soltando una maldición—. La mitad, ahora, y el resto, cuando hayas cumplido tu palabra.

Diciendo estas palabras, el dátor tiró sobre la mesa una bolsa llena de monedas.

Solan la cogió, y con temblorosos dedos contó su contenido. Sus ojos extraviados expresaron gran avaricia, y su descuidada barba y bigote se agitaron con los músculos de su boca y barbilla. Era evidente, porque Thurid había adivinado con perspicacia el punto flaco del hombre; hasta los movimientos de los dedos, que asemejaban garras, denotaban el ansia del avariento.

Habiendo comprobado que la cantidad era la estipulada, Solan metió de nuevo el dinero en la bolsa.

—¿Ahora —dijo— estás seguro de que sabes el camino que tienes que seguir? Tenéis que recorrerlo de prisa para llegar a la cueva, y de allí ponerte fuera del alcance del Gran Poder, en el término de una hora, porque no me atrevo a darte más tiempo.

—Deja que te lo repita —dijo Thurid—, para que te convenzas de que me lo sé de memoria.

—Prosigue —replicó Solan.

—A través de esa puerta —empezó Thurid, señalando una que había en el extremo de la habitación— sigo por un corredor, dejando a mi derecha tres corredores divergentes, hasta donde convergen otros tres; allí, de nuevo cojo el de la derecha acercándome mucho a la pared izquierda para evitar el pozo. Al extremo de este corredor encontraré una escalera de caracol, que debo bajar en lugar de subir; después de esto, el camino es por un solo corredor y no ofrece duda alguna.

—Exacto, dátor —contestó Solan—. Y ahora ya habéis tentado demasiado al Destino permaneciendo tanto tiempo aquí.

—Esta noche o mañana puedes esperar la señal —dijo Thurid levantándose para marcharse.

—Esta noche o mañana —repitió Solan. Mientras la puerta se cerraba tras su visitante, el anciano continuó murmurando al volverse hacia la mesa, donde de nuevo vació el contenido de la bolsa, pasando los dedos por el montón de reluciente metal, haciendo montoncitos, con las monedas, contando, recontando y acariciando su riqueza, mientras seguía murmurando en voz baja. Poco después, sus dedos se inmovilizaron; sus ojos parecieron salirse de las órbitas, mientras se fijaban en la puerta por donde había desaparecido Thurid. El murmullo se cambió en lamento para terminar en un feo gruñido. Después el hombre se apartó de la mesa, amenazando la puerta con su puño cerrado y levantando la voz, y entonces pude oír distintamente, en medio de tal confusión, las siguientes palabras:

«¡Idiota! ¿Piensas que por tu felicidad iba Solan a perder la vida? Si te escapases, Salensus Oll sabría que sólo por mi medio podías haberlo logrado. Entonces mandaría a buscarme. ¿Qué quieres que hiciese entonces? ¿Reducir la ciudad, y yo con ella, a cenizas? No, idiota; hay un medio mejor, un medio mejor para que Solan se quede con el dinero y se vengue de Salensus Oll.»

Prorrumpió en desagradable y cascada risa, y prosiguió: «¡Pobre idiota! Puedes tirar de la gran palanca que te dará la libertad del aire de Okar, y después, seguro en tu fatuidad, proseguir con tu roja princesa a la libertad de la muerte. Cuando en tu huida hayas pasado de esta habitación, ¿qué es lo que podrá impedir a Solan colocar de nuevo la palanca como estaba antes de que tu mano vil la tocase? Nada; y luego el guardián del Norte te reclamará a ti y a tu mujer, y cuando Salensus Oll vea vuestros cadáveres, no se imaginará nunca que la mano de Solan tuvo nada que ver en ello.»

Después, su voz de nuevo se hizo un murmullo que no me era posible entender; pero había oído lo bastante para poder adivinar mucho más, y di gracias a la bondadosa Providencia, que me había conducido allí en momentos de tal importancia para Dejah Thoris y para mí mismo.

Pero ahora, ¿cómo pasar por delante del hombre? El cordel, casi invisible en el suelo, se extendía a través de la habitación hasta una puerta del extremo opuesto.

No había otro camino que yo conociese, ni podía permitirme ignorar el consejo de «¡Sigue la cuerda!» Tenía que atravesar aquel cuarto; pero cómo iba a hacerlo sin que me viese el hombre que lo ocupaba, no podía comprenderlo.

Claro está que podía haber saltado sobre él y con mis desnudas manos haberle callado para siempre; pero había oído bastante para convencerme de que mientras viviese, el conocimiento que yo había adquirido podría servirme en lo por venir, mientras que si lo mataba y otro fuese colocado en su lugar, Thurid no se presentaría con Dejah Thoris, como, por lo visto, era su intención.

Mientras permanecía en la oscura sombra del extremo del túnel, atormentando mi cerebro para discurrir un plan factible, observaba como un gato los menores movimientos del anciano; cogió la bolsa de dinero y cruzó a uno de los extremos de la habitación, en donde, arrodillándose, empezó a buscar no sabía qué en un entrepaño de la pared.

Instantáneamente adiviné que allí estaba el escondite en el cual guardaba su dinero, y mientras permanecía allí inclinado, dándome la espalda, entré en la habitación de puntillas y, con el mayor sigilo, traté de llegar al extremo opuesto antes de que hubiese terminado y hubiese vuelto de nuevo al centro de la habitación.

Treinta pasos escasos tenía que dar y, sin embargo, a mi imaginación sobreexcitada se le antojaba que la pared distaba treinta millas; pero, por fin, llegué a ella sin haber apartado mi vista ni un solo momento de la cabeza del avaro.

No se volvió hasta que mi mano estuvo en el botón de la puerta por la que debía pasar, y entonces se volvió en dirección contraria, mientras que yo la cerraba suavemente tras de mí.

Durante un instante me detuve con el oído pegado a la puerta para averiguar si se había dado cuenta de algo; pero como ningún ruido sospechoso llegaba a mis oídos, me dirigí por el nuevo corredor, siguiendo la cuerda, que iba enrollando y guardando según avanzaba.

Pero poco después llegué al final de ella, en un punto donde se reunían cinco corredores. ¿Qué iba a hacer? ¿Hacia dónde debía dirigirme? No lo sabía.

Un cuidadoso examen del extremo de la cuerda me reveló que había sido cortada con un instrumento afilado. Este hecho y las palabras que me habían advertido de que el peligro estaba detrás «de los nudos», me convenció de que la cuerda había sido cortada después de que mi amigo la había colocado para guiarme, porque yo no había pasado más que un nudo, cuando era evidente que había habido, por lo menos, dos en toda la extensión de la cuerda.

Me hallaba ahora en gran aprieto, porque ni sabía qué camino seguir ni cuándo hallaría el peligro anunciado; pero no podía hacer otra cosa que seguir por uno de los corredores, porque nada sacaba quedándome donde estaba.

Así, pues, escogí el corredor central y me interné en sus tenebrosas profundidades con una oración en mis labios.

El piso del túnel se elevaba rápidamente según avanzaba, y un momento después terminó abruptamente ante una pesada puerta.

Nada podía oír al otro lado, y con mi habitual precipitación la abrí para entrar en un cuarto lleno de guerreros amarillos. El primero que me vio abrió los ojos de par en par, lleno de asombro, y al mismo tiempo sentí en mi dedo la sensación punzante que me advertía la presencia de un amigo del anillo.

Otros diez guerreros me vieron y, de común acuerdo, cayeron sobre mí, porque todos ellos eran de la guardia de palacio, hombres que me conocían bien.

El primero en poner sobre mí su mano fue el que llevaba el anillo compañero al mío, y al acercárseme murmuró:

—¡Entrégate a mí!

Después, con voz fuerte, gritó:

—Eres mi prisionero, hombre blanco.

Y me amenazó con su acero. Así, pues, John Carter, príncipe de Helium, humildemente se entregó a un solo antagonista. Los otros nos rodearon, haciéndome mil preguntas, pero yo no quise contestarles y, finalmente, mi apresador anunció que me llevaría de nuevo a mi celda.

Un oficial dio orden a varios guerreros de que le acompañasen, y un momento después desandábamos el camino que yo había acabado de recorrer.

Mi amigo iba muy cerca de mí, preguntándome muchas tonterías del país que acababa de abandonar, hasta que, por fin, sus compañeros no se ocuparon más de él ni de lo que decía.

Gradualmente, mientras hablaba, iba bajando la voz hasta poder hacerlo conmigo en voz baja sin llamar la atención. Su treta fue hábil y demostró que Talu no se había engañado al juzgar la disposición del hombre para cumplir la peligrosa misión que le había encomendado.

Cuando se hubo asegurado de que los otros guerreros no le escuchaban, me preguntó por qué no había seguido la cuerda, y cuando le dije que terminaba en los cinco corredores, dijo que debió de cortarla alguien que necesitase un trozo de cuerda, porque estaba seguro de que «el estúpido Kadabriano nunca hubiese adivinado su intento».

Antes de llegar al sitio donde los cinco corredores divergían, mi amigo marentiano había logrado quedarse conmigo a retaguardia de la pequeña columna, y cuando llegamos a vista de los distintos caminos, me dijo al oído:

—Corre al primero de la derecha. Conduce a la torre vigía del muro Sur. Yo dirigiré la persecución por el otro corredor.

Y, diciendo esto, me dio un gran empujón hacia la oscura boca del túnel, prorrumpiendo al mismo tiempo en gritos de alarma y dolor, mientras se tiraba al suelo simulando que yo le había derribado de un golpe.

Tras de mí resonaba el eco de los gritos de los otros guerreros, que se fueron desvaneciendo según el espía de Talu los llevaba por el otro corredor en imaginaria persecución.

Al correr por mi vida a través de las oscuras galerías subterráneas del palacio de Salensus Oll, debía ciertamente presentar un notable aspecto si alguien hubiera podido verme; porque, aunque la muerte me rodeaba, mi rostro sonreía al pensar en el ingenio del desconocido héroe de Marentina, a quien debía la vida.

Así son los hombres de mi amado Helium, y cuando encuentro otro semejante, sea cual fuere su raza o color, mi corazón va hacia él, como iba hacia mi nuevo amigo, que había arriesgado su vida por mí, sencillamente porque llevaba el anillo compañero al que su gobernante le había pasado al dedo.

El pasadizo por donde yo corría iba casi en línea recta durante una distancia considerable, terminando al pie de una escalera de caracol, por la cual subí para salir poco después a una habitación circular del primer piso de la torre.

En aquella habitación, varios esclavos rojos se ocupaban en pulimentar o arreglar las armas de los hombres amarillos.

Las paredes estaban cubiertas de armas de todas clases.

Era, por lo visto, una armería. Sólo tres guerreros vigilaban a los obreros.

Mis ojos abarcaron la escena de una mirada. ¡Allí había armas en abundancia! ¡Allí había fornidos guerreros rojos para esgrimirlas!

¡Y allí estaba John Carter, príncipe de Helium, que necesitaba tanto armas como guerreros!

Al entrar en la habitación, esclavos y guerreros me vieron enseguida. Cerca de la entrada donde me hallaba había una porción de sables rectos, y al empuñar uno de ellos mis ojos cayeron sobre dos de los prisioneros que trabajaban juntos.

Un guerrero se dirigió a mí.

—¿Quién sois? ¿Qué hacéis aquí?

—Vengo a buscar a Tardos Mors, jeddak de Helium, y a su hijo, Mors Kajak —exclamé, señalando a los dos primeros rojos, que se habían puesto en pie de un salto, con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa experimentada al reconocerme.

»¡Levantaos, hombres rojos! Antes de morir dejemos un memorial en el palacio del tirano de Okar, que permanecerá para siempre en los anales de Kadabra para honor y gloria de Helium.

Porque había visto que todos los prisioneros que allí había eran hombres de la armada de Tardos Mors.

Entonces el primer guerrero cayó sobre mí y comenzó la lucha; pero apenas la había comenzado vi con gran horror que los esclavos rojos estaban encadenados al suelo.

CAPÍTULO XIII

La palanca magnética

Los guerreros no se preocuparon en absoluto de sus custodiados, porque los hombres rojos no podían separarse más de dos metros de las grandes anillas a las cuales estaban sujetos, aunque cada uno había empuñado el arma que tenía entre las manos cuando yo entré en la habitación y se hallaban dispuestos a ayudarme si les fuese posible.

Los hombres amarillos me dedicaban toda su atención, y no tardaron mucho en descubrir que los tres no eran demasiado para defender la armería contra John Carter ¡Ojalá aquel día hubiera tenido mi larga espada! Pero, así y todo, di cuenta satisfactoria de mí con el acero del hombre amarillo, al cual no estaba habituado.

Al principio me costó mucho evitar las traidoras espadas de gancho; pero después de unos minutos había logrado arrancar otra segunda espada de la pared, sirviéndome de ella para parar los ganchos de mis antagonistas, sintiéndome más igualmente equipado.

Los tres guerreros cayeron sobre mí enseguida, y a no ser por una afortunada circunstancia, mi fin no hubiese tardado en llegar. El guerrero que tenía más cerca me atacó traidoramente de lado con su gancho después de que entre los tres me habían obligado a retroceder hasta la pared; pero esquivé el golpe y, levantando el brazo, hice que su arma, rozándome la cadera, se quedase enganchada en un armero de lanzas.

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