EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (18 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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El la siguió, al dirigirse ella a su escondrijo. El sueño sería una bendición, si podía conciliarlo, y cuando se tumbaron en el suelo, hizo que ella se acercase más y cubrió a los dos con su capa. Ella apoyó la cabeza en el brazo de él y Tarod pensó que se había dormido cuando su voz, en tono grave, le sorprendió.

—Tarod… Cuando esto termine…, si es que termina…

—Cuando termine, amor mío. Piensa solamente en el cuando.

Un ligero movimiento le dijo que ella asentía con la cabeza.

—Cuando esto termine.., espero que podré ver de nuevo a la Hermana Erminet. Fue tan buena, tan amable… Sin ella, te habría perdido, y creo que nunca podré pagarle esta deuda.

—Sé lo que hizo. —El recuerdo de la cara de la anciana Hermana apareció vivo y claro en la mente de Tarod, y su voz tembló al pronunciar la última palabra. Cyllan se volvió entre sus brazos.

—¿Qué pasa?

Habría podido ocultarle la verdad, al menos por esa noche, pero le pareció que sería un insulto para Erminet, que apreciaba la sinceridad por encima de todo.

—Erminet murió —dijo sencillamente.

—¿Cómo?

—El Círculo descubrió lo que había hecho para ayudarnos, y fue detenida. Ella se quitó la vida mientras estaba bajo vigilancia en el Castillo. —Tarod se dio cuenta de que su voz sonaba hueca, remota, indiferente; algo muy distinto de lo que sentía—. Era una herbolaria muy competente —prosiguió, impresionado por la inquietante sensación de que hablaba en un vacío—. No debió sentir dolor, ningún sufrimiento… ¡Aunque saben los dioses que eso no es un gran consuelo! —Su tono se volvió furioso y lo dominó con dificultad—. No se merecía ese destino. Y su muerte es una más a cargar en mi cuenta.

—No. En la de Keridil —dijo Cyllan, con voz débil.

Él suspiró.

—Keridil no hubiera tenido nada en contra de Erminet de no haber sido por mí, y no trataré de cerrar los ojos a esta verdad.

—No, Tarod. —Cyllan cerró con fuerza los párpados para contener las lágrimas—. La Hermana Erminet te lo habría discutido. Casi puedo oír lo que te habría dicho.

«
Yo tomo mis decisiones por mis propias razones, y si crees que tus opiniones pueden hacerme vacilar, será mejor que lo pienses de nuevo, ¡seas o no un demonio del Caos!
»

Era una buena paráfrasis de lo que Erminet hubiese replicado agriamente a cualquier intento de influir en ella. Había tomado sus propias decisiones, tanto en la manera de morir como en todo lo demás. Tal vez, a pesar de su acusación contra sí mismo, Cyllan tenía razón.

—Que Aeoris guarde su alma —murmuró Cyllan.

Los dedos de Tarod acariciaron suavemente sus cabellos. Ella estaba casi dormida y probablemente no entendió lo que dijo él.

—O Yandros… —replicó Tarod a media voz.

La lluvia había avanzado durante la noche para barrer el sector occidental de Chaun Meridional. La vista de la cortina gris que empapaba los campos más allá de las elegantes ventanas de la Residencia irritaba a Ilyaya Kimi, que esperaba impaciente la llegada de sus doncellas. Todo estaba a punto, el viaje había sido preparado hasta el último detalle… y ahora, esto. Era evidente que se empaparía incluso al dar los pocos pasos que separaban la litera de la puerta principal, y era demasiado vieja para correr a refugiarse, aunque esa simple idea no hubiese sido un insulto a su dignidad. Por lo tanto, permanecería sentada, aterida y temblando, en aquel maldito palanquín, mientras la humedad la calaba hasta los huesos, y sin nada mejor que hacer que escuchar el repiqueteo de la lluvia sobre el dosel. Y ante ella se extendía todo el tedio de los toscos caminos y del estuario de Perspectiva que tendría que cruzar antes de llegar a una carretera decente…

Irritada, apoyó una mano en el brazo del sillón y se levantó con dificultad. Las doncellas se retrasaban; les había dicho que viniesen a atenderla una hora después de que sonase la campana para la oración de la mañana, y el reloj de arena que estaba sobre la mesa le decía que había pasado sobradamente aquella hora. Frunciendo, malhumorada, los labios, asió la campanilla colocada al lado del reloj de arena y la sacudió enérgicamente. Al cabo de unos momentos tuvo la satisfacción de oír unas pisadas presurosas en el pasillo; después se abrió la puerta y entraron sus dos doncellas.

—Perdónanos, Matriarca; pero estábamos tan atareadas preparando la litera…

—Llamad —dijo la anciana, interrumpiendo sus disculpas—. ¿Cuántas veces tengo que deciros que llaméis antes de entrar en mi habitación? Salid y hacedlo.

Las doncellas intercambiaron una irónica mirada antes de cumplir la orden y, cuando entraron por segunda vez, Ilyaya, satisfecha, asintió brevemente con la cabeza.

—Así está mejor. Os habéis retrasado, pero lo olvidaré por esta vez. ¿Cómo están los preparativos?

—Muy bien, señora. El palanquín está listo; los caballos de carga también, y la Hermana Antasone nos ha dicho que acaban de ver la escolta acercándose a la Residencia. Sin duda llegará dentro de diez minutos y podremos salir cuando tú lo desees.

—Bien. —De nada serviría demorar la partida, por cuesta arriba que se le hiciese el viaje. Era mejor iniciarlo y terminar cuanto antes—. ¿Y lo de Shu-Nhadek? —preguntó.

—El mensajero partió hace dos días, Matriarca, para avisar al Margrave. Este comprenderá el honor que le haces y te dará alojamiento con las mayores comodidades posibles.

—Así lo hará, si ha vuelto del Norte —observó agriamente Ilyaya—. Si no, sólo Aeoris sabe la confusión que encontraremos. —Volvió rígidamente a su sillón, suspirando de alivio al sentarse de nuevo—. Está bien. Podéis traerme mi capa de viaje y mi maleta personal. Y quiero ver a la Maestra de Novicias antes de marcharme.

—Sí, señora.

Las mujeres salieron para cumplir sus tareas y dejaron a Ilyaya tamborileando con sus dedos nudosos e impacientes sobre el brazo del sillón.

La Hermana Fayalana Impridor estaba sola en el Salón de Oraciones cuando la encontraron las doncellas de la Matriarca. La Maestra de Novicias levantó la mirada del montón de libros de la Ley de Aeoris que estaba arreglando después de las plegarias de la mañana, y sonrió lentamente.

—Buenos días, Missak. ¿Está preparada la Matriarca para emprender el viaje?

—Lo está, Hermana, y pide que vayas a verla antes de la partida.

—Desde luego, iré enseguida. —Fayalana dejó los libros, se sacudió el hábito y siguió a Missak hacia la puerta. Cuando salieron al pasillo, arqueó las cejas y preguntó—: ¿Cómo está hoy la Matriarca?

La pregunta tenía claramente un doble significado, aunque sólo las Hermanas más antiguas se atrevían a hablar de él. Missak sonrió débilmente.

—Dicho entre nosotras, Hermana, estaba un poco malhumorada y pensamos que iba a darle una de sus rabietas, pero parece que le pasó.

—Demos gracias a la Providencia —dijo fervientemente Fayalana—. Ya tenemos bastantes preocupaciones, tal como están las cosas… y no es, desde luego, que la Matriarca pueda evitar sus pequeñas manías. Es una dolencia que sufriremos todas a medida que nos hagamos viejas.

Missak asintió con la cabeza.

—A veces, Hermana, me despierto por la noche y me pregunto si debería ella emprender este viaje. A fin de cuentas, tiene más de ochenta años y no es una mujer vigorosa.

La mirada de Fayalana se ablandó.

—Sé lo que sientes, porque esto nos preocupa a todas. Pero es algo que no puede delegar, Missak. La ley de Aeoris prohíbe que nadie salvo el verdadero triunvirato se siente en el Cónclave: no puede haber apoderamiento ni sustituciones, ¿sabes?

—Sí, lo sé. Pero ella debería retirarse, Hermana. A su edad no debería cargar con estas responsabilidades.

Los ojos negros de Fayalana parecieron mirar hacia dentro durante unos momentos, como si viese algún significado oculto en las palabras de la otra mujer. Entonces su cara se animó y dijo secamente:

—Estoy de acuerdo, Missak. ¡Pero no quisiera ser yo la encargada de sugerírselo!

Aproximadamente al mismo tiempo que la Matriarca y su séquito iniciaban el fatigoso viaje en dirección sudeste, hacia el Estuario de Perspectiva, una embarcación se balanceaba en el ligero oleaje del muelle de la Isla de Verano. Tanto en cubierta como en el extremo de tierra de la plancha reinaba mucha actividad; los hombres bajaban y subían con provisiones, pertrechos, baúles; un torrente al parecer inagotable de artículos hacían la peligrosa travesía desde el muelle hasta el barco. En la cubierta de popa, bajo la sombra del palo mayor, un hombre joven con la faja azul distintiva de los capitanes de barco observaba las operaciones con mirada tranquila y práctica, mientras la tripulación estaba sentada en el suelo o en la borda, hablando distraídamente o jugando a cuartos o a golpear el ancla. De vez en cuando, sonaba una carcajada sobre la algarabía general si alguien ganaba una buena puesta.

En el muelle, muy apartados de aquella confusión, dos caballos engualdrapados se agitaron inquietos entre las varas de un carruaje descubierto, hasta que una viva palabra del conductor hizo que se tranquilizaran. Detrás de ellos, uno de los dos ocupantes del carruaje observaba la distante actividad con gran interés. Era un joven delgado, de cabellos castaños y de unos diecisiete años, de bellas facciones a no ser por la prominente nariz que dominaba su cara. Intentaba dejarse crecer el bigote, tanto para contrarrestar el efecto de la nariz como para parecer un poco mayor; pero hasta ahora le había crecido poco.

Su lujoso atuendo (chaqueta bordada y de anchas mangas sobre unos pantalones de seda; cinturón repujado, del que pendía una espada corta y envainada, (puramente decorativa) estaba lleno de arrugas por haber permanecido tanto tiempo sentado. Los muelles del carruaje chirriaron cuando el joven estiró una pierna en la que le había dado un calambre y lanzó un suspiro; su acompañante, un hombre mucho mayor que él, le miró de reojo.

—¿Estas fatigado, Alto Margrave?

Fenar Alacar se frotó los ojos.

—En realidad no, Isyn. Sólo cansado de esperar.

—Fue tuya la idea de venir a ver los preparativos. —El viejo vaciló y después sonrió con cierta timidez—. Con el debido respeto, Señor.

—No me des ese tratamiento, Isyn; sabes que hace que me sienta incómodo. Yo te llamé «Señor» durante muchos años en vida de mi padre y no puedo acostumbrarme a la idea de que todo se haya vuelto ahora del revés. —Fenar trataba de disimular su aburrimiento y su frustración, pero el esfuerzo era demasiado grande—. Todo eso —e indicó el bullicioso muelle con un movimiento imperioso de una mano que recordó vivamente a Isyn el antiguo Alto Margrave— parece un jaleo innecesario y una pérdida de tiempo. ¡Maldita sea, hay menos de un día de viaje hasta el continente y, en cuanto lleguemos a Shu-Nhadek, estaré tan bien alojado como si no me hubiese movido de mi palacio! Mira, hay bastante comida para toda una compañía de la milicia, y mi vajilla, mis copas y cuchillos; incluso mi sillón para sentarme. ¡Es ridículo!

Isyn sacudió la cabeza. Doce años de enseñanza y el muchacho todavía no parecía comprender del todo lo que era y por qué debía ser tratado de esta manera.

—Es una precaución necesaria, Alto Margrave, especialmente tal como están las cosas. No podemos correr el menor riesgo de que te ocurra una desgracia.

Fenar lanzó un bufido.

—Y por eso tengo que tener un ejército de cocineros y hombres que prueben la comida, me hagan la cama y quiten el polvo a mi sillón, y sufrir la frustración de esperar y esperar mientras cargan en el maldito barco una enorme cantidad de tonterías superfluas. —Miró de soslayo y con resentimiento a su preceptor, ahora convertido en consejero—. Si los poderes del Caos quieren impedir la celebración del Cónclave tendiéndome una trampa mortal, ¡me imagino que encontrarán un medio más sutil que el veneno!

Isyn no quiso picar el anzuelo. Aunque sólo tuviese diecisiete años, el muchacho era Alto Margrave, y su investidura era todavía lo bastante reciente para que quisiera en ocasiones dar pruebas de su autoridad. Era una manera de disimular su inseguridad, y el viejo lo comprendía.

—Hay que recordar, señor —dijo amablemente y empleando el término que Fenar deliberadamente rechazaba—, que el Sumo Iniciado y su séquito no llegarán hasta dentro de por lo menos tres días o más si son retenidos por el mal tiempo. Y te diré, a título personal, que no me encanta la perspectiva de pasar el intervalo en Shu-Nhadek con sólo la señora Matriarca por compañía.

Hubo una pausa y después Fenar bufó de nuevo, pero esta vez para contener la risa.

—¡Por los dioses que me espanta la idea! Sabes, Isyn. Me cuesta creer que la vieja esté aún con vida. Ya era una anciana cuando la vi por última vez, y yo era entonces un niño. ¡Ahora debe tener al menos cien años!

Sus palabras eran irrespetuosas y estaba exagerando, pero Isyn se sintió aliviado ante aquella muestra de infantilismo: sentaba mucho mejor al muchacho que su anterior intento de arrogancia. Los días próximos, pensó, serían de prueba en más aspectos de los que parecía; Fenar Alacar temía el inminente Cónclave, aunque por nada del mundo lo habría confesado y, si tenía miedo, reaccionaría, como todas las criaturas jóvenes e inexpertas, de una de dos maneras: o retrayéndose enfurruñado, o tratando de hacer alarde de su posición de gobernante absoluto, al menos en teoría, de toda la Tierra. Isyn había presenciado el principio de esta reacción el año pasado, cuando el nuevo Sumo Iniciado visitó la corte de la Isla de Verano; impresionado por Keridil Toln, Fenar se había sentido al mismo tiempo molesto por su aplomo y por la aureola del sumamente oculto Círculo que le rodeaba. Entonces, no había tenido valor suficiente para desafiar a Keridil; ahora, si se hallaban en desacuerdo, la cosa podría ser diferente, y el Sumo Iniciado sería un adversario demasiado formidable para Penar.

El muchacho se rebulló de nuevo. Había comprendido el sentido de las palabras de Isyn, pero éstas no sirvieron para calmar su impaciencia.

—No sé por qué tenemos que ir a Shu-Nhadek —dijo con irritación—. Tanta pompa y tantas ceremonias son inútiles. ¿Por qué no podemos navegar directamente desde aquí a la Isla Blanca?

Isyn no respondió, pero frunció el entrecejo, y Fenar hizo un ademán de enojo.

—¡Sí, ya sé! Así está escrito, y así debe ser. Sólo porque algunos viejos manuscritos que se están pudriendo en el lejano norte dicen que tenemos que seguir este ridículo procedimiento… No frunzas tanto el entrecejo, Isyn; no me gusta tu desaprobación.

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