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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (7 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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—¿Tienes frío, amor mío?

—No…

Apoyó una mano en su cadera y se apretó más a él, excitada por sus propios pensamientos y por recuerdos de días anteriores a aquel en que Keridil había sustituido a Tarod en su corazón. Entonces, sin quererlo ella, la imagen de otra joven apareció en su mente: pequeña, vulgar, angulosa, desaliñada, con unos cabellos que parecían de plata…, y un frío arranque de cólera destruyó el naciente deseo. Se apartó bruscamente hacia la ventana, cerrando de nuevo los puños, y dijo, tratando de disimular lo que sentía:

—¿Y qué hay de aquella campesina?

—¿Cyllan Anassan? —Keridil la observó, consciente del torbellino en la mente de ella y procurando reprimir una punzada de sospecha en cuanto a su causa—. La estarán buscando; no me cabe duda de ello…, y tiene la piedra del Caos. Es imperativo que la encontremos antes que él.

Sashka encogió los hombros como un ave de presa.

—No quise decir eso. Sé que la prenderéis, Keridil; lo sé. Pero, cuando la traigan al Castillo, ¿qué pasará?

El no respondió inmediatamente, y ella volvió la cabeza para mirarle. Keridil le devolvió la mirada todavía no despejadas del todo sus dudas, y al fin dijo:

—Ha sido puesto precio a su cabeza, no solamente por ser cómplice del Caos, sino también por el asesinato de Drachea Rannak. En conciencia, no podía decretar otra cosa. Pero si he de ser sincero, no me gusta la idea de ejecutar a una mujer.

Sashka frunció los párpados.

—¿Ni siquiera a una mujer que mató al hijo y heredero de un Margrave a sangre fría?

—Ni siquiera a esa mujer. —Y añadió, con cierta brusquedad—. ¿No podrías tú matar, Sashka? ¿No lo harías por algo en lo que creyeses de verdad?

—Si ella cree en el Caos, ¡sólo merece la muerte!

—No he dicho que crea en el Caos —replicó Keridil—. No creo que sea así. Pero cree en Tarod.

Su expresión puso sobre aviso a Sashka justo a tiempo de controlar su reacción, y se dio cuenta de que aquellas palabras eran un desafío. Si discutía, si mostraba emoción o cólera, Keridil sospecharía la verdad: que su odio era en buena parte causado por los celos. Ella había desdeñado y traicionado a Tarod por el Sumo Iniciado, pero el conocimiento de que los sentimientos de Tarod se habían desviado hacia otra persona era más de lo que podía tolerar. Especialmente cuando aquella otra persona era una campesina y vaquera vulgar, sin belleza ni educación. Ahora, menos que nunca, debía permitir que Keridil percibiese la verdad…

Con rostro sereno, cruzó despacio la estancia, dirigiéndose a él y apoyando una mano en su manga. Sus dedos trazaron sensualmente un dibujo sobre el brazo de él.

—Desde luego, tienes razón —dijo suavemente, alegrándose de conocer ahora lo bastante a su amante para saber lo que podía revelar y lo que debía ocultar—. Es difícil condenar de súbito. Por ejemplo, si yo te estuviese defendiendo…

El se rió de esta idea, pero la tensión había cesado.

—¡Espero no necesitarlo nunca!

Sashka bajó los ojos y levantó la mano de él hasta sus labios para besarla, lamiendo ligeramente su piel.

—Sin embargo, si llegase el momento de hacerlo… —Mordisqueó sus dedos—. Si me necesitases…

Dejó sin terminar la ambigua sugerencia y se alegró al sentir, al cabo de un momento, que él le rodeaba la cintura y la atraía hacia sí.

—Si… —empezó a decir Keridil, pero se interrumpió al oír ruido en el patio.

Se volvió en redondo hacia la ventana y miró.

—¡Un ave! ¡Uno de los mensajeros ha vuelto! —Su abrazo cambió de naturaleza, y la besó rápidamente, como en un breve saludo, antes de soltarla del todo—. Discúlpame, amor mío, pero he de ver lo que trae.

Y antes de que ella pudiese hablar, salió corriendo de la habitación, cerrando de golpe la puerta a su espalda.

Sashka miró fijamente la puerta y después lanzó una maldición que, en labios de una joven noble y educada, habría hecho que su madre se desmayase del susto.

El halcón venía del sur de Chaun. Keridil reconoció el sello distintivo de la Matriarca, la Hermana Ilyaya Kimi, mientras se abría paso entre los mirones. El halconero del Castillo desprendió el mensaje de la pata del ave y se lo tendió gravemente, mientras el halcón aleteaba y se posaba en el puño de su amo, cansado pero todavía dispuesto a darle un picotazo a cualquiera que hiciese un movimiento imprudente. Keridil se alejó un poco y, mientras rompía el sello del enroscado pergamino, vio que Gant Ambaril Rannak se acercaba a través del grupo de curiosos.

—Sumo Iniciado. —El Margrave había presenciado la llegada del halcón desde su ventana, y sus cansados ojos tenían una expresión afanosa y atormentada—. ¿Hay alguna noticia…?

—Una carta de la Matriarca de la Hermandad. —Keridil no desenrolló el pergamino, a pesar de la evidente ansiedad del otro hombre—. Me parece improbable que tenga noticias de los fugitivos. Lo siento. —Trató de suavizar sus palabras con una simpática sonrisa—.

En cuanto se sepa algo de la asesina de Drachea, te enviaré a buscar.

Gant asintió con la cabeza, disimulando su contrariedad y recordando, de mala gana, que las cartas que se cruzaban entre dos de las tres primeras autoridades del país no eran de incumbencia de un simple Margrave provincial.

—Desde luego… Gracias —dijo—. Pero cuando vi el pájaro, me pregunté si… —Irguió un poco los hombros—. Volveré junto a mi esposa.

Keridil le acompañó hasta la puerta principal y, cuando el Margrave empezó a subir la escalera de los pisos superiores, volvió a toda prisa a su estudio. Sashka se levantó de su sillón al verle entrar.

—¿Qué es? —Había cierta vivacidad en su tono.

—Un mensaje de la Hermana Ilyaya Kimi.

—¿La Matriarca?

Por un instante, los ojos de Sashka permanecieron muy abiertos; como Novicia de la Hermandad le habían enseñado a reverenciar a su superiora casi como si fuese encarnación de la sabiduría. Y por muy alta que fuese su posición como prometida del Sumo Iniciado, aquel hábito no se extinguía fácilmente. Cuando Keridil se sentó en el borde de la mesa y abrió la misiva, no trató de mirar por encima de su hombro como habría hecho en otra circunstancia, sino que observó, con los nervios en tensión, mientras él leía en silencio. A los pocos momentos, comprendió que algo grave estaba ocurriendo.

Keridil leyó varias veces la enrevesada y adornada escritura de bien meditadas frases, esperando a medias que hubiese interpretado mal las palabras. Pero no podía haber error; la pregunta que formulara con tanta agitación fue contestada.

Ilyaya Kimi tenía ahora más de ochenta años y estaba delicada de salud, pero su mente (pese a sus excentricidades y sus ataques de mal humor) era tan clara como siempre. Al recibir el mensaje del Sumo Iniciado, había comprendido inmediatamente el peligro de difundir la noticia de la fuga de Tarod, aunque estaba completamente de acuerdo con Keridil en que no podía ocultarse la verdad. Brevemente, y con una visión que le hizo estremecerse, describió el histerismo que, a su entender, se apoderaría de todas las provincias en cuanto se diese la alarma. El Caos era para todos los hombres y mujeres una pesadilla ancestral, un legado de un pasado que, aunque olvidado desde hacía largo tiempo, se negaba a morir. Y sólo había, declaraba, un curso de acción que, en su opinión, debía tomar el Sumo Iniciado.

Keridil dejó caer a un lado la mano que sostenía el pergamino y se frotó los ojos con el pulgar y el índice de la otra. Por todos los dioses que habría querido que su padre, Jehrek, estuviese todavía vivo.

Jehrek había tenido la prudencia y el buen criterio que eran fruto de años de experiencia, y su hijo necesitaba ahora desesperadamente aquellas cualidades.
Si no hubiese muerto
… Y algo se nubló en el alma de Keridil al recordar que había sido Yandros, Señor del Caos, quien quitara la vida al viejo…

—¡Keridil!

El casi había olvidado la presencia de Sashka en la habitación, y levantó la mirada, sobresaltado, como si hablase un fantasma. Ella le estaba observando, muy abiertos los ojos negros y tendiendo una mano vacilante hacia él.

—¿Qué es, Keridil? ¿Qué te dice?

Jehrek ya no estaba aquí para ayudarle.., pero podía hacerlo Sashka. Aunque era mala cosa hacer confidencias a personas ajenas al Círculo, a pesar de que el Consejo de Adeptos podía desaprobarlo enérgicamente, Keridil necesitaba compartir su carga con ella.

Le tomó la mano y dijo a media voz:

—La Hermana Ilyaya Kimi me pide formalmente que convoque el Cónclave de los Tres.

Sashka le miró, pasmada. Lo había comprendido, sabía lo que era aquello; pero, ahora que él había pronunciado las primeras palabras, tenía que explicar el resto.

—Me pide que informe al Alto Margrave y que empiece los preparativos. —Hizo una pausa y añadió—: Confirma lo que yo más temía, Sashka… Que nuestra única esperanza de vencer al Caos es ir al Santuario de la Isla Blanca y abrir el cofre de Aeoris.

Los vecinos que se habían reunido en la pequeña plaza frente al palacio de justicia de Vilmado estaban demasiado enfrascados en sus propios asuntos para prestar atención a la desconocida de cabellos castaños montada en un poney peludo y descuidado, al que seguía otro de mala gana. La tarde estaba declinando, el sol lanzaba rayos rojos y oblicuos que proyectaban largas sombras, y soplaba un fuerte viento del nordeste, que se filtraba a través de la ropa y recordaba a todo el mundo que el verano estaba aún muy lejos.

Cyllan se detuvo junto a una hilera irregular de puestos de mercado cubiertos y saltó del poney que iba delante, golpeándole con fuerza el belfo cuando trató de morderla. Parecía que se estaba celebrando una reunión en la plaza; un hombre con uniforme de oficial estaba plantado en la escalinata del palacio de justicia, flanqueado por otros que vestían prendas militares escogidas apresuradamente y llevaban una gran variedad de armas. El oficial hablaba a la muchedumbre, alargando de vez en cuando las manos en ademán tranquilizador cuando sus inquietos oyentes empezaban a replicar a gritos; pero Cyllan estaba demasiado lejos para oír lo que decían. Se acercó al primero de los puestos del mercado, donde una mujer alta y delgada, con los brazos en jarras, miraba ceñuda a la multitud.

—¿Qué sucede?

La vendedora miró por encima de la larga nariz, con expresión hostil.

—Lo bastante para estropear mi negocio y hacerme volver a casa con la bolsa vacía.

No parecía dispuesta a hacer comentarios, por lo que Cyllan le preguntó:

—¿Hay cerca de aquí una posada que pueda tener una habitación disponible?

—¿Una posada? —La mujer volvió a mirarla fijamente, sin disimular el hecho de que estaba valorando a la desconocida y no le gustaba lo que veía—. Prueba en Los Dos Cestos. Es donde suelen ir los vaqueros y otra gente parecida. —Señaló con la cabeza un estrecho callejón—. Está en el extremo de aquella calle.

Cyllan le dio las gracias y se llevó los malhumorados poneys.

Oscuras sombras la rodearon al entrar en el callejón, así como los olores de la cuneta mezclados con los apenas más apetecibles a comida rancia. Encontró fácilmente Los Dos Cestos (la posada no era muy atractiva, pero correspondía con el aspecto que ofrecía ella) y ató los animales a una anilla de la medio arruinada pared. Después, cuando iba a cruzar el umbral, se detuvo al sentir en el estómago el nudo del miedo.

¿Y si la reconocían? Hacía dos días que había huido de Wathryn; lo más probable era que el mensaje del Círculo referente a su fuga hubiese sido ya difundido por todo el país y que, en ese momento, se estuviese informando a los que estaban delante del palacio de justicia de lo referente a la servidora del Caos que tenía puesta a precio la cabeza. Había estado bastante segura en la carretera, encontrando solamente en ella algún grupo ocasional de conductores de ganado o alguna pequeña caravana; pero aquí, en una población, estaba peligrosamente expuesta. Y si alguien sospechaba de ella…

Refrenó sus pensamientos, diciéndose severamente que se estaba portando como una tonta. Era imposible que pudiese evitar todas las ciudades y todos los pueblos en su viaje hacia el sur; necesitaba mezclarse con la gente si quería oír algún rumor sobre Tarod o alguna pista sobre su paradero. Además, se recordó que Keridil Toln buscaba a una muchacha de cabellos largos y de un rubio pálido, cabalgando un buen caballo gris. Una vaquera de cabello castaño que conducía dos poneys ariscos no merecería más que una breve mirada.

Esta idea le dio valor; pero, a pesar de ella, sintió que le flaqueaban las piernas cuando abrió la puerta desvencijada de Los Dos Cestos y penetró en la posada.

El local destinado a taberna estaba vacío, salvo por el muchacho desgalichado encargado de servir las bebidas y que la miró al entrar.

El chico vio una muchacha vulgar con pantalones de hombre, chaqueta de cuero y botas de montar, y con los cabellos de color castaño rojizo recogidos en un moño sobre la nuca. Ella le sonrió con indecisión y él correspondió a su sonrisa.

—Buenas tardes.

Cyllan recorrió la habitación con la mirada, y captó el fuego lento y las mesas vacías. Flotaba en el aire un olor a comida, por fortuna más agradable que el que se percibía en el exterior. Se acercó al mostrador y dijo:

—Tomaré una jarra de cerveza de hierbas, un plato de carne y pan, si es que tienes.

El mozo asintió con la cabeza.

—Tenemos todo el que quieras. Esto se llenará cuando termine la reunión en la plaza. —Seguía mirándola y ella empezó a sentir que se le ponía la piel de gallina, pero se dio cuenta de que su escrutinio era más de esperanza que de sospecha. El chico sonrió de nuevo—. También tenemos raíces picantes; recién cosechadas. Puedo servirte un plato para acompañar la carne.

—Sí, gracias.

Él salió apresuradamente de detrás del mostrador para conducirle a una mesa cerca del fuego; pero entonces, al recordar las constantes exhortaciones de su amo, su semblante se nubló.

—¿Tienes dinero? —preguntó—. El posadero dice que no puedo servir a nadie sin cobrar por anticipado. Es un cuarto de gravin.

Cyllan hurgó en su bolsa y sacó una moneda. El muchacho la tomó, la mordió y asintió satisfecho con la cabeza.

—Iré a buscar la comida.

Mientras el mozo se alejaba a grandes zancadas, Cyllan apoyó la cabeza en la tosca pared y cerró los ojos, dejando que el débil calor del fuego penetrase en su cuerpo. Hasta el momento, todo iba bien; podía descansar un rato y mitigar su hambre. Y, por ahora, el nuevo disfraz le serviría.

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