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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (9 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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Pero, al menos por un breve tiempo, no corría peligro de ser descubierta. Mañana se dirigiría hacia el sur y, si la apoyaban la suerte y los dioses (no quería considerar qué dioses), podría enterarse de más cosas que la ayudasen a encontrar a Tarod.

Se acomodó mejor en la estrecha cama. Sintió la piedra-alma dura pero cálida sobre su piel; introdujo una mano debajo de la camisa, cerró los dedos sobre los duros contornos de la piedra y se quedó dormida.

CAPÍTULO IV

E
l caballo de Tarod brincaba inquieto al lado de la última de las cinco carretas que transportaban lentamente madera por el camino principal de Han a la provincia de Wishet. La espada que colgaba de su cinto, y a la que no estaba acostumbrado, le golpeaba la pierna de modo irritante, y sentía deseos de librarse de ella, así como de la caravana que avanzaba con dificultad y que le había obligado, durante dos días, a cabalgar con la rapidez de un caracol. De haber ido solo, habría podido viajar ligero y deprisa; pero dio su palabra a los ancianos de Hannik, y faltar ahora a ella atraería sospechas que prefería no despertar.

Hacía dos noches, había dormido en Hannik, en una posada situada casi a la sombra de la residencia del Margrave de la provincia, atraído por el relato de un boyero de que la «cómplice del Señor del Caos» había sido aprehendida en la ciudad. Al llegar a ella se había encontrado con un gran alboroto que se centraba alrededor de una muchacha de cabellos rubios a la que sorprendieron cuando trataba de explotar su pobre talento de adivina, y los pequeños trucos que había empleado Tarod para disfrazarse le habían llevado involuntariamente a aquel tumulto. La insignia de oro de Iniciado, tomada del cadáver de un hombre al que mató en el Castillo, y su gran habilidad en cambiar sutilmente de imagen, le dieron una personalidad perfecta en un momento en que nadie habría pensado en encontrarse con un Adepto del Círculo que realizaba un viaje urgente. Los ancianos de la ciudad habían considerado la llegada de un Iniciado entre ellos como un don de los dioses y habían pedido a Tarod que presidiese el juicio contra la muchacha.

El amargo desasosiego que había sentido cuando miró al fin a la aterrorizada hija de un criador de caballos de la provincia Vacía era todavía como un cuchillo clavado entre sus costillas cuando lo recordaba. En toda su celda (una habitación del palacio de justicia) colgaron amuletos y símbolos de hechicería, mientras la muchacha sollozaba acurrucada en un rincón y protestaba de su inocencia. La aparición de un Adepto del Círculo le había provocado un paroxismo de terror, y se había arrojado a los pies de Tarod, suplicándole que la absolviese y la salvase. Este se volvió furiosamente a los ancianos, acusándolos de tontos por haber pensado que una criatura casi imbécil podía ser una fugitiva del Círculo. Ellos se disculparon confusamente, tratando al mismo tiempo de justificar su precaución, y Tarod, recordando al fin el papel que había asumido, reconoció que habían hecho bien en seguir las exhortaciones del Sumo Iniciado y extremar su cautela. La muchacha fue puesta en libertad y los ancianos suplicaron a Tarod que acompañase las cinco carretas que se pondrían en camino por la mañana, insistiendo en que la presencia de un Iniciado sería una garantía de seguridad y aumentaría la moral de los milicianos rápidamente reclutados para proteger la caravana durante el viaje.

—A fin de cuentas, señor —dijo el primer anciano, un hombre meloso a quien Tarod había cobrado inmediatamente antipatía—, ningún secuaz del mal (evitó cuidadosamente emplear la palabra Caos) se atrevería a atacar una caravana custodiada por un Adepto.

Tarod sonrió débilmente.

—¿Qué te hace pensar que se les ocurriría tal cosa a esos fugitivos? Su objetivo es evitar ser capturados, no exponerse a ello.

El viejo se picó.

—Incluso los adoradores del demonio tienen que comer, señor.

Hombres ricos viajarán en esta caravana; mercaderes, propietarios de barcos… Con esos seres malignos rondando por el mundo no podemos arriesgarnos; estoy seguro de que tu Sumo Iniciado estaría de acuerdo.

Sin duda Keridil lo estaría… Consciente de que podía despertar las sospechas del viejo si seguía discutiendo, Tarod hizo un ademán de indiferencia.

—Muy bien. Cabalgaré con la caravana hasta que se separen nuestros caminos.

Y así había acompañado durante dos días las carretas y a su escolta, esforzándose en dominar su propia impaciencia y la de su montura. Habían encontrado a pocas personas, salvo un grupo de milicianos de otra población, pero la tensión era fuerte entre los viajeros, y aumentaba a cada milla que cubrían. Las aves mensajeras del Castillo terminaron ya su trabajo y no había un solo pueblo, de la importancia que fuese e incluso en la provincia más remota, que no estuviese enterado de la noticia de la escapada de los fugitivos. En Hannik, Tarod había visto una copia de la proclama de Keridil, y su contenido le había sorprendido e inquietado. El Sumo Iniciado anunciaba que los secuaces del Caos estaban en la Tierra y debían ser aprehendidos a toda costa, antes de que pudiesen alcanzar su maligno y mortal objetivo: desencadenar las fuerzas de todos los demonios en todo el mundo.

No creyó que Keridil pudiese ser tan implacable en su odio o tan ciego. El Sumo Iniciado sabía (ciertamente lo había sabido incluso antes de su primera traición a su vieja amistad) que Tarod no debía lealtad al Caos; sin embargo, estaba dispuesto a alterar la verdad de la manera que fuese para capturar de nuevo a su enemigo. Y Tarod estaba viendo ya los resultados de la acción de Keridil. Su aviso había impresionado a la gente del campo, resucitando todas las supersticiones profundamente arraigadas, todos los recuerdos ancestrales, toda clase de miedo en sus mentes; y, como la leña seca, ese miedo prendía con tanta rapidez que Tarod dudaba de que cualquier poder del mundo pudiese apagarlo. Lo de Hannik: había sido sólo un principio. ¿Cuántos inocentes más, como la hija del criador de caballos, serían víctimas de la persecución, inspirada por el terror, de sus propios hermanos?

Un vivo estremecimiento atávico recorrió su espina dorsal ante esta idea, al evocar involuntariamente un antiguo recuerdo. Aquella herida particular había cicatrizado durante los años pasados en la Península de la Estrella, pero ahora podía recordar el macabro suceso con la misma claridad que si se estuviese repitiendo. El recuerdo de él mismo, cuando tenía doce años, pasmado y horrorizado en medio de una turba enfurecida, mientras el cuerpo destrozado de su primo yacía a sus pies, muerto por una fuerza monstruosa que no había soñado que un ser humano pudiese poseer.

Había sido sólo un juego
… Casi podía oír su propia voz infantil protestando, presa del pánico, cuando la multitud se le echó encima.

Ancianos del Concejo, graves mercaderes y hombres de negocios, madres de otros muchachos, todos ellos arrojando piedras y exigiendo su muerte… Sí, ahora sabía lo que debía sentir la hija del criador de caballos. Keridil, queriéndolo o no, había abierto las compuertas a una marea mortal.

Una agitación cerca de la cabeza de la caravana le devolvió de pronto al mundo real. La segunda carreta se había detenido, obligando a pararse entre chirridos y protestas a las que la seguían, y entre el ruido de las carretas y los relinchos de los caballos, pudo oír a hombres que gritaban. Un joven e inexperto miliciano dirigió a Tarod una mirada de impotente súplica, mientras luchaba por dominar a su rebelde montura, y Tarod suspiró. En todas las situaciones, desde la más grave hasta la más nimia, la escolta de la caravana se volvía a él en petición de ayuda y de orientación, y su inepcia empezaba a agotarle la paciencia. Hizo una seña al joven guardia para que se pusiese detrás de él y espoleó su caballo hacia la cabeza del convoy.

—¡Y lo vi tan claro como estoy viendo tu nariz! Eras…

—Retira esa insinuación o por Aeoris que…

El viento llevaba fragmentos del furioso altercado a sus oídos mientras Tarod avanzaba, y éste vio que el conductor de la segunda carreta estaba disputando con un mercader que cabalgaba al lado de su carro, haciendo ambos oídos sordos a los ruegos vacilantes del jefe de la escolta, que trataba de interponerse entre ellos. La voz helada de Tarod interrumpió la contienda.

—¿Qué significa esto?

El carretero giró en redondo sobre su asiento, señalando frenéticamente con una mano al mercader, y entonces advirtió Tarod el intrincado collar-amuleto que llevaba.

—¡Traición! —chilló histérico el carretero—. Ese hombre, que se hace pasar por mercader, ¡es uno de ellos!

El mercader abrió la boca para negarlo furiosamente, pero, antes de que pudiese pronunciar una palabra, Tarod le gritó:

—¡Silencio! —La mandíbula del hombre empezó a temblar, como si fuese a darle un ataque de apoplejía, y Tarod prosiguió—: ¡No puedo escuchar a los dos al mismo tiempo! Ya tendrás ocasión de hablar, pero ahora escucharé al carretero.

Este, ganando confianza, empezó de nuevo:

—Tenemos un espía entre nosotros, Adepto, estoy seguro de ello.

¡Un espía del Caos! —Hizo la señal de Aeoris delante de la cara—.

No hace dos minutos que vi que sacaba algo de su bolsa y lo besaba.

Era una piedra, una joya…, y el Sumo Iniciado dice que aquel diablo del Caos lleva su alma en una joya, y que ésta es una gema mortal.

Hay algo maligno en todo esto, señor; lo siento, ¡lo huelo! Si esos demonios fugitivos saben disfrazarse, seguro que…

Su voz se extinguió cuando Tarod le dirigió una dura mirada. El mercader empezaba a protestar de nuevo y Tarod tocó los flancos de su caballo con los tacones de las botas para que se acercase al hombre.

—Tu amigo parece creer que tiene una sólida razón para sospechar de ti. ¿Qué tienes que decir?

El mercader bufó.

—¡Ese estúpido bebe demasiada cerveza! Ha estado dándole a la bota desde que emprendimos la marcha…

—Entonces, lo que dice haber visto ¿fue pura imaginación?

El tono de Tarod era desafiador. El hombre se ruborizó.

—Bueno…

—Te haré una sencilla pregunta y espero una clara respuesta. ¿Se imaginó o no se imaginó que te veía rendir un homenaje ritual a una joya?

En el fondo, a Tarod le importaba un bledo aquella discusión; de buen grado habría dejado que los dos resolviesen su disputa como mejor pudiesen. Pero tuvo que recordarse que estaba representando el papel de un auténtico Adepto del Círculo; con las exhortaciones de Keridil frescas en la memoria de todos, habría sido inconcebible que no se mostrase vivamente interesado.

El mercader enrojeció todavía más y murmuró unas palabras con la boca cubierta por la capa, por lo que resultaron ininteligibles. Los ojos de Tarod se hicieron amenazadores.

—Estoy esperando tu respuesta, mercader.

Despacio y de muy mala gana, el hombre hurgó en su bolsa y sacó algo que pareció reacio a mostrar. Pero al fin abrió los dedos y Tarod vio un trozo pequeño de cuarzo, de forma irregular, en la palma de su mano. Lo tomó sin decir palabra y lo levantó para examinarlo.

En algún tiempo, alguien había aplicado un tosco cincel a la superficie desigual del cuarzo. Tallado en ella, pero apenas reconocible, aparecía un símbolo familiar, o lo que pretendía ser tal, cortado por una raya en zigzag, y se intentó marcar el perfil del símbolo con alguna clase de tinte que casi había desaparecido del todo. No era más que un amuleto, sin duda comprado a precio de usura a algún escrupuloso charlatán un Primer Día de Trimestre.

Tarod cerró los dedos alrededor de la pieza de cuarzo y sonrió sin pizca de humor al mercader, cuyas mejillas estaban ahora encendidas de vergüenza.

—No creo —dijo pausadamente— que tengamos un servidor del Caos entre nosotros. Es más probable que tengamos un tonto crédulo y supersticioso que pasó demasiado tiempo escuchando la palabrería de embaucadores itinerantes.

—Abrió de nuevo la mano—. ¿Qué te dijo el vendedor de esa baratija? ¿Que estaba imbuida de la energía de los propios dioses y que te protegería de todos los espíritus malignos y demonios que puede conjurar la imaginación humana? —Volviéndose en su silla, mostró el trozo de cuarzo al carretero—. Esta es tu piedra del Caos, ¡el engaño más burdo que jamás he tenido la desgracia de ver!

Fijó significativamente la mirada en el collar-amuleto que pendía sobre el jubón del carretero, y el hombre tuvo el acierto de ruborizarse casi tan intensamente como el mercader. Tarod esperó hasta que estuvo seguro de que el carretero había comprendido el significado del símbolo tallado en la superficie del cristal y, después, levantó el brazo y arrojó la piedra lo más lejos que pudo.

—El Círculo no mira con simpatía a los charlatanes que profanan lo sagrado en su propio provecho —dijo secamente—. Y tampoco aprecia a los tontos que se dejan embaucar con esos trucos. —El mercader le estaba observando con una mezcla de vergüenza y resentimiento; Tarod le miró de arriba abajo y el hombre bajó la mirada—. Dadas las circunstancias, me inspiras cierta simpatía; los tiempos no son fáciles. Pero ahora os advierto a los dos que no quiero volver a oír acusaciones tontas, ni ver más actos de superstición infantil. —Se volvió al carretero, que se estaba quitando lentamente su propio collar-amuleto—. Esta estúpida disputa nos ha hecho perder bastante tiempo. ¡Sugiero enérgicamente que no se vuelva a hablar del asunto!

Sin esperar a que ninguno de los dos le replicase, hizo dar media vuelta a su caballo y volvió a la cola de la caravana, seguido del joven miliciano, que durante toda la conversación no había dicho ni una palabra, pero que ahora le observaba con muda admiración. Poco a poco, la carreta que iba en vanguardia empezó a moverse, y las otras la siguieron, y mientras el rechinante convoy reemprendía la marcha, Tarod puso su caballo a paso lento y se sumió otra vez en sus inquietantes pensamientos.

Tal vez había hecho mal en menospreciar a los dos protagonistas y sus supersticiones. A fin de cuentas, si hallaban consuelo en sus amuletos ¿qué mal podían hacer? Pero había percibido algo más alarmante en el fondo de aquel altercado; algo que le recordó el desgraciado incidente en Hannik. El miedo había sembrado la sospecha, y la sospecha se convertía rápidamente en histerismo. Si una sencilla y lamentable creencia en los amuletos podía provocar acusaciones de complicidad con el Caos, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que cualquier acto, cualquier palabra, cualquier ademán fuesen interpretados como señal de malas intenciones?

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