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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (10 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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Tal vez, se dijo, sus pensamientos iban demasiado aprisa y demasiado lejos. Pero esta esperanza fue rápidamente seguida del convencimiento de que su instinto estaba en lo cierto. En todos sus años de Iniciado, raras veces había salido de la Península de la Estrella; se había acostumbrado a vivir en una comunidad que comprendía la naturaleza de la superstición, y la había superado en alto grado; pero en el mundo exterior, las cosas eran muy diferentes. Para esta gente, los Adeptos eran poco menos que dioses por derecho propio, y el Castillo, un lugar que había que venerar y temer. No tenía nada de extraño que respondiesen al mensaje del Sumo Iniciado como niños asustados por un cuento de miedo.

¿Se daba cuenta Keridil, se preguntó, de que con sus referencias a los demonios se exponía a causar males peores que todo lo que había manifestado Yandros hasta ahora? ¿O consideraba que valía la pena pagar este precio, a cambio de conseguir su venganza? Esta idea era estremecedora, pues insinuaba aspectos del carácter del Sumo Iniciado que, incluso predispuesto como estaba contra él, Tarod no le habría atribuido nunca.

Miró especulativamente al cielo, que una vez más amenazaba lluvia. El tiempo, aunque tenebroso, se mantuvo extrañamente tranquilo durante su viaje, casi demasiado tranquilo. Ninguna tormenta, ningún Warp; nada que sugiriese la influencia adversa que Yandros habría podido ejercer si hubiese querido. Era como si interviniese alguna otra entidad, bloqueando todo lo que podía hacer el Señor del Caos para trastornar el mundo, y se preguntó qué otros y más arcanos mecanismos podía haber puesto en movimiento el Círculo para encontrarle. Indudablemente, habían empleado toda su ciencia oculta para conseguir la ayuda de Aeoris, pero ¿podían pretender que los dioses aprobasen el miedo que se extendía como una epidemia a causa de su trabajo?

Salvo en sus momentos más sombríos, Tarod había confiado siempre en los Señores del Orden; pero ahora empezaba a roerle el gusano de la duda. La verdad no había sido aún puesta a prueba, pero si Aeoris y sus hermanos pretendían dejar el mundo a merced de los que se habían proclamado sus siervos y no hacían nada para atajar el creciente peligro, entonces Yandros, en alguna parte, debía estar.

Recordó la cara lacrimosa de la aterrorizada muchacha de Hannik. Fue una de las primeras víctimas, pero habría muchas más que seguirían su suerte. El instinto le decía que la pesadilla no había hecho más que empezar.

Las fuertes lluvias de los últimos días habían afectado poco al sur de la provincia de Chaun, en el lejano sudoeste, y así, la madera y el techo de paja de la casa de campo estaban lo bastante secos para arder de modo espectacular. Un humo denso y graso surgía del tejado; la vieja parra encaramada en las paredes se encogía, chasqueaba y se retorcía como serpientes moribundas, y el brillante resplandor del fuego brotaba de todas las ventanas.

Más allá de la casa, los dos pajares empezaban también a arder y, a lo lejos, en los bien cuidados campos, unos hombres se movían como fantasmas entre nubes de humo y prendían fuego a las jóvenes mieses con sus antorchas.

Estruendosamente, y con una súbita erupción de llamas, se hundió el tejado de la casa de campo, y entre aquel ruido infernal se oyó gritar a una mujer en desesperada pero impotente protesta. La esposa del granjero estaba arrodillada en el patio, tratando de tomar en brazos a sus tres hijos pequeños, mientras una mujer mayor con el hábito blanco y ahora tiznado de las Hermanas de Aeoris se esforzaba en contenerla. A pocos pasos de ella, su marido yacía despatarrado sobre el polvo. Había querido impedir aquella locura, pero una tea encendida contra su cara puso fin a sus protestas, cegándole un ojo y dejándole una cicatriz que llevaría durante el resto de su vida.

Y, a distancia segura del granjero herido y de su histérica familia, un grupo de serios y pequeños terratenientes y de modestos dignatarios locales observaba la destrucción con satisfacción sombría. Una necesidad muy lamentable, convinieron entre ellos, pero una necesidad a fin de cuentas. El zagal que informó del extraño rito que había visto realizar a su amo al ponerse el sol el día anterior se había portado bien; la fidelidad, por muy recomendable que fuese, tenía que subordinarse a la obligación de denunciar a un servidor del Caos…

Ardió la casa y todo lo que contenía, y al fin terminó el espectáculo; los gritos de la esposa del granjero se convirtieron en profundos y desgarradores sollozos. El hombre que se había erigido en jefe de la delegación avanzó con paso lento hasta el lugar donde se hallaba la Hermana de blanco hábito y contempló a la campesina con una mezcla de compasión y repugnancia.

—Desde luego —dijo—, tendremos que tomar algunas medidas en bien de los niños.

Los ojos de la Hermana eran duros.

—Temo, anciano, que hayan sido contagiados por el pecado de su padre. Creo que lo mejor sería darles albergue en mi Residencia durante un tiempo prudencial. De esta manera podríamos asegurarnos de que queda borrada toda señal de corrupción antes de que ésta se apodere de ellos.

—Cierto…, cierto. —El anciano suspiró—. Un suceso muy desgraciado… ¿Sabes, Hermana, que el hombre sigue todavía haciendo protestas de inocencia? Afirma que estaba haciendo una pócima, una fórmula transmitida por su abuela, la cual dice que era una mujer muy devota, y que con ello quería proteger a su familia contra el mal.

Ella sonrió, pero su sonrisa no era alegre.

—Con el debido respeto, anciano, te diré que si sabes tu catecismo sabrás también que la mentira y el engaño son propios del Caos. Desde luego, es posible que el hombre dijese la verdad, pero ¿habrías estado tú dispuesto a correr el riesgo?

—No… —El anciano miró a través del patio el humeante esqueleto de la casa—. No, no me habría atrevido.

La Hermana se volvió y se agachó para agarrar del cuello de la capa a la llorosa mujer.

—Vamos, ¡levántate! —Llamó por encima del hombro a otra Hermana, más joven, que permanecía en segundo término—. Hermana Mayan, ten la bondad de llevar los niños a la carreta. La niña parece apreciar mucho ese telar de juguete, pues no lo suelta; puede conservarlo, en prenda de su buen comportamiento.

La esposa del granjero miró a la Hermana con mudo y amargo rencor, pero estaba demasiado agotada emocionalmente para protestar cuando se llevaron a sus hijos.

—Debes considerarte afortunada —le dijo fríamente la Hermana—. En muchas otras provincias, tus hijos habrían sido expulsados contigo, para que os apañaseis solos. Deberías dar gracias a Aeoris de que aquí vivimos bajo la gracia de la propia Matriarca y de que ésta es una fuente de clemencia.

La mujer no respondió, y la Hermana la miró con un súbito arranque de desprecio y recelo.

—¿Todavía no te arrepientes? Conservas la vida…, ¿y qué te habrían dado tus tres veces malditos dioses del Caos a cambio de tus servicios?

—Nosotros nunca hemos… —empezó a decir furiosamente la mujer; pero al ver los ojos acerados de la Hermana, guardó silencio una vez más.

—Esto será una lección para vosotros —dijo, implacable, la Hermana—. Aprenderéis lo tonto y lo fútil que es atreverse a quebrantar las leyes de los dioses. Y cuando tú y tu marido rondéis por los caminos, indigentes como os merecéis, tal vez reflexionaréis sobre la misericordia de Aeoris y le pediréis perdón… ¡si apreciáis en algo vuestras almas!

Se estremeció al pensar en el desastre que habría podido producirse de no haber sido descubierta a tiempo aquella serpiente que moraba entre ellos. El mensaje del Sumo Iniciado advirtió del poder mortal que andaba suelto por el mundo; había puesto sobre aviso de la astucia de sus enemigos exhortando a las Hermanas para que estuviesen alerta contra cualquier señal de la insidiosa influencia del Caos. Y si los poderes ocultos podían infiltrar a uno de los suyos y hacerle pasar durante años por un Iniciado del Círculo, sólo Aeoris sabía cuánta maldad podían infundir en las mentes maleables de gente del campo como ésta. Recordó al demonio de negros cabellos que buscaban; le había visto en el Castillo cuando había ido, formando parte de la delegación de la Matriarca, a la ceremonia de investidura de Keridil Toln, y la idea de que incluso el Círculo hubiese sido engañado por él era estremecedora. Por esta razón estaba resuelta a no descuidar un solo instante su vigilancia en persecución de los malhechores. Una fruta corrompida podía estropear toda una cosecha. Su sagrado deber era procurar que tales frutas no tuviesen posibilidad de contagiar a otras su podredumbre, y estaba convencida de que, hasta ahora, había cumplido su obligación.

En la provincia de Wishet, cinco mujeres esperaban el juicio, acusadas de brujería. Habían intentado vender amuletos en el mercado de Puerto de Verano, y si en años anteriores habrían sido expulsadas de la ciudad o, más probablemente, ignoradas con tolerancia, ahora languidecían en el palacio de justicia, seguras de que su destino sería mucho menos agradable.

En la Tierra Alta del Oeste, el mal tiempo en el estrecho occidental hacía que la flota pesquera se viese confinada en los peligrosos y rocosos puertos de la Bahía del Fanaari. La señora Kael Amion, superiora de la gran Residencia de la Hermandad en la provincia, tuvo noticia de que los pescadores culpaban de su desdicha a las maquinaciones del Caos, y no discrepaba de ellos. Y cuando se buscaban y encontraban víctimas expiatorias, se abstenía de intervenir. Aeoris elegía a su manera el castigo de los pecadores; si uno o dos inocentes sufrían con los culpables, tal vez la lección sería tanto más eficaz. Al enterarse de que siete personas que llevaban pintados en el cuerpo signos de brujería habían sido metidas desnudas en una jaula de mimbre, y ésta arrojada al mar, más allá de la protección de la Bahía, no hizo comentario alguno, sino que se retiró a sus habitaciones a rezar por sus almas.

En la provincia Vacía, un minero dio albergue a un mercader cuyo caballo había perdido una herradura en la carretera del sudoeste, ofreciéndole una adecuada aunque sencilla comida y una cama para pasar la noche. Más tarde fue acusado de dar posada a un servidor del Caos, y cuando no se pudo encontrar al mercader, cuyos cabellos eran negros al decir de varios testigos, la acusación se consideró aprobada.

No se practicaban ejecuciones en la zona desde hacía una generación, pero no escaseaban las piedras de buen tamaño entre los montones de desperdicios de las minas cuando el hombre, sumariamente condenado, fue lapidado hasta morir.

Y en las Grandes Llanuras del Este, que tenían la deshonra de haber engendrado a la cómplice del demonio del Caos, nadie se atrevía a dirigir la palabra a su vecino sin antes pensarlo bien, por miedo de que fuese suficiente para condenarle. Los pocos lectores de piedras que conservaban todavía la antigua tradición cerraron sus puertas de la noche a la mañana, aunque un par de ellos fueron encontrados y sometidos a juicio sumario, sin que los ancianos de la ciudad entendiesen nada. La flota se negó a aventurarse en el Estrecho de los Bajíos Blancos hasta que todas las velas de todas las barcas hubiesen sido pintadas con dibujos mágicos, y también se pintaron complicados símbolos en las puertas y postigos de todas las casas de la provincia. Creció el nerviosismo; todas las muchachas de cabellos rubios y todos los hombres de cabellos negros temían constantemente ser detenidos, y el Margrave, llevando al extremo sus medidas, proclamó el toque de queda.

En alguna parte, pensó Tarod, Yandros debe estar riéndose…

Cuatro días después de partir de Vilmado, Cyllan llegó al camino ganadero principal que iba hacia el sudeste, desde Perspectiva a la provincia de Shu. Afortunadamente, no había habido hasta ahora incidentes en el viaje; uno de sus poneys perdió una herradura, pero el herrero de una aldea situada a un par de millas del camino la reemplazó, y también estuvo dispuesto a comunicar las últimas habladurías concernientes a los fugitivos.

Los rumores se acumulaban. Según éstos, Tarod había sido capturado en dos provincias diferentes y ella, en tres, y había numerosas noticias de que habían sido vistos juntos los dos. También se contaban historias sobre una desastrosa cosecha de primavera en Han, inundaciones en Wishet y un monstruoso Warp que había barrido la Tierra Alta del Oeste, Chaun y Chaun Meridional, cobrándose cincuenta vidas, señales todas ellas, insistió el herrero, de que los poderes de las tinieblas se estaban valiendo de sus servidores para provocar la confusión entre los devotos seguidores de Aeoris.

Cyllan contempló el interior de la herrería, donde todos los rincones estaban adornados con amuletos y pintados con símbolos sagrados, y se estremeció a pesar del calor del fuego. Toda la gente con quien se cruzó en el camino o que había encontrado en pueblos y aldeas llevaba algún amuleto contra el mal, y los encuentros con desconocidos habían estado llenos de tensión y de recelo. Incluso el locuaz herrero se había negado al principio a aceptar su encargo, y a Cyllan le costó convencerle de que era inofensiva. Se dio cuenta de que las cosas se estaban poniendo rápidamente fuera de control; un simple rumor bastaba para detener a un supuesto simpatizante del Caos; antiguos agravios eran vengados con absurdas acusaciones de brujería y endemoniamiento, nadie podía estar seguro de que su vecino o incluso su propia familia no se volviera contra él. En todas las poblaciones se formaban apresuradamente milicias que se tomaban la justicia por su mano, y solamente gracias a su buena suerte y, ocasionalmente, también a su astucia, eludió Cyllan la celosa búsqueda de presuntos malhechores.

Había tomado la precaución de comprar un collar-amuleto y colgárselo del cuello para no llamar la atención, pero esto no la libraba de la creciente inquietud que era ahora su constante compañera. La enfermedad del miedo que estaba aquejando al mundo había hecho también presa en ella y, con el miedo, decrecía rápidamente su esperanza de encontrar a Tarod antes de que el Círculo la encontrase a ella. Sabía que no podría esquivarles para siempre, y aunque el Círculo pudiese estar un día dispuesto a abandonar la caza de la amante de Tarod, nunca dejaría de buscar a la asesina de Drachea Rannak.

Cyllan se estremeció y trató de alejar los inquietantes pensamientos de su mente y concentrar su atención en el camino. A poca distancia delante de ella, pudo ver un pequeño montón de piedras, recién construido, a un lado de la senda; alrededor del improvisado santuario, los viajeros depositaron ofrendas (pequeños tesoros, artículos comestibles, baratijas y bufandas de colores) como súplica a Aeoris para que les protegiese en el camino. Había visto varios de estos santuarios durante los últimos años y, al acercarse a éste, se preguntó si también ella debía dejar algo, tal vez una moneda, como prenda.

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