Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Oscuridad. La oscuridad se movía, lenta y rítmicamente, como el flanco de algún enorme y amorfo animal al respirar. Una hoja de cuchillo de luz fría la perforó, temblando y rompiéndose como en un oleaje, y supo que estaba contemplando el mar bajo los últimos rayos de la luna.
Navegaba en el mar y sin embargo, no podía alcanzarla… Sentía la presencia de algo allí, en lo profundo, pero había un obstáculo que estaba protegido por una fuerza que resistía a su voluntad, y así se le escapaba, burlón, cuando él creía que lo había agarrado. La cólera lamió su mente como una llama; la cólera soberbia y fría de un ente que no podía tolerar verse frustrado. Sintió que su poder crecía al romper los últimos lazos que le unían al cuerpo humano en la posada de Shu-Nhadek, y por fin captó triunfalmente que la elusiva presencia en el mar no era mortal.
Velas blancas se hinchaban fantásticamente en la oscuridad, mientras el blanco casco rompía el agua negra. Las lenguas de fuego de la cólera que sentía Tarod fueron de odio y desprecio al chocar el aura del barco con la suya propia; era enemiga de aquello en que él se había convertido, vehículo y símbolo de su aborrecido enemigo, y solamente toda su fuerza de voluntad impidió que retrocediese asqueado.
No podía ver ningún detalle del barco, pero no lo necesitaba: su imagen astral era suficiente. Los pasajeros habían embarcado en plena noche y, ahora, la barca navegaba hacia la Isla Blanca y el Cónclave de los Tres. Y Cyllan estaba a bordo…
La furia acometió a Tarod mientras su mente volvía al cuerpo que había dejado en la oscura habitación. Sus músculos se contrajeron y le hicieron ponerse en pie de un salto, y un aura negra cobró vida y resplandeció a su alrededor. No podía contener su ira; era demasiado fuerte, demasiado inhumana, incontrolable…, pero tenía que reprimirla, tenía que aferrarse a su humanidad, luchar contra la voluntad del Caos.
Con un grito ahogado, se tambaleó hacia atrás y cayó sobre la cama, y cuando su cuerpo chocó con el jergón, algo pareció salir de su cráneo y desintegrarse con un ruido que no era ruido, una sensación discordante, mareante. Le dio vueltas la cabeza y se agarró a la almohada, buscando ansiosamente algo real y terreno que le sirviese de áncora. Después de unos momentos cesó el vértigo, aunque le dejó mareado y agotado. Lenta y dolorosamente, se sentó en la cama.
No había estado preparado para el poder del odio primigenio que había surgido dentro de él al encontrar la Barca Blanca de Aeoris. La enemistad era demasiado antigua para comprenderla, y él había reaccionado con todo el aborrecimiento y el desprecio contenidos en milenios de recuerdos preternaturales. Aferrándose al fin a su identidad, había luchado contra aquel poder y había vencido, pero había pagado cara la victoria. Y aunque pudiese haber encontrado a Cyllan, no podía cruzar la barrera que los separaba.
Todavía aturdido y sin saber apenas lo que estaba haciendo, cogió su ropa y empezó a vestirse. Todo requería demasiado tiempo; tenía viva conciencia de que le estorbaban las limitaciones de un cuerpo físico, y el recuerdo del poder que, aunque dormido ahora, se escondía en su alma, le desgarraba.
Sería tan sencillo… Se detuvo, mirando fijamente el anillo en su mano izquierda. El Caos era una fuerza titánica, pero en este plano terrenal, él era dueño del Caos. Una vez había desterrado a Yandros, destruyendo su única cabeza de puente en este mundo, y el Señor de los Cabellos de Oro no podía volver a menos que Tarod revocase la orden de destierro y le llamase de nuevo. Si lo hacía, la Barca Blanca y toda su tripulación no serían enemigo para semejante adversario.
Un horrorizado rechazo llegó pisando los talones de la idea, y Tarod se espantó al darse cuenta de lo cerca que había estado de caer en la tentación. Con las secuelas de la fuerza del Caos haciéndole cosquillas en la piel, había sentido resurgir antiguas afinidades; había deseado la presencia de Yandros como aliado y compañero por mucho tiempo.., y sabía que esta tentación era la oportunidad que había estado esperando el Señor del Caos. Yandros respondería a la llamada, si él la hacía. Y con su regreso, toda la esperanza de Tarod de reconciliarse con Aeoris quedaría destruida. Si tenía que demostrar su fidelidad al Orden, llamar ahora al Caos, incluso en una situación desesperada, sería la más grave de las traiciones.
¿Incluso para salvar la vida de Cyllan?
Esta muda pregunta era tan insidiosa como engañosa. Llamar a Yandros podría salvar a Cyllan del peligro en que se hallaba en la Barca, pero, aparte de esto, no serviría de nada. El Círculo no le haría daño… por ahora; con la Isla Blanca y el Cónclave tan cerca, Keridil tendría otros planes para ella. Y esto daba tiempo a Tarod; poco tiempo, ciertamente, pero suficiente.
Sus manos estaban más firmes cuando siguió vistiéndose. Aunque había desterrado las sacrílegas ideas, parecían reinar las tinieblas en la estancia; si no hubiese sabido que no podía ser, se habría imaginado que una presencia permanecía inmóvil en la sombra del último rincón, acechando; si podía poner su mente a tono casi podría convencerse de que no estaba enteramente solo.
Fue a coger su capa, pero lo pensó mejor. Ahora no tenía necesidad de disfrazarse. Al dirigirse sin ruido a la puerta, se detuvo y sonrió hacia el oscuro y silencioso rincón.
Dijo en voz baja:
—Esta vez no, Yandros…
La puerta se cerró suavemente a su espalda.
El arco deformado de la segunda luna se estaba hundiendo en el mar y, como faltaba menos de una hora para el amanecer, la niebla se había levantado del agua y se había trasladado a ráfagas a la ciudad, donde formaba pálidos y engañosos charcos en las calles y en la plaza del mercado. Tarod, oscuro como una sombra en las vulgares y negras vestiduras por las que había trocado el rico atuendo de mercader, recorrió en silencio un largo callejón, dejando atrás las tabernas cerradas, y salió a los muelles.
El puerto estaba desierto. Con sólo los últimos destellos de las estrellas, desparramadas, la oscuridad era casi absoluta; solamente la silueta de una barca de pesca amarrada que se balanceaba ligeramente se recortaba más negra contra el agua plomiza. Tarod avanzó en su dirección, encontró la escalera del muelle y bajó hasta que un débil y cambiante resplandor y un sonido apagado y rítmico le dijeron que había llegado al nivel de la marea.
Se agazapó en la escalera revestida de algas y observó el agua, borrando de su mente toda idea, salvo la única que inmediatamente le interesaba. Arriba y a su izquierda se movió una sombra; vio los ojos de un gato salvaje reflejando la débil fosforescencia del mar al mirarle furioso desde encima de la pared. Después se alejó corriendo y sin ruido. Tarod volvió de nuevo a su concentración, borrando la suave llamada mental.
Nunca había intentado comunicarse con semejantes criaturas, pero algo, más allá de su instinto normal, le dijo que vendrían. Ayudaron una vez a Cyllan, cuando, de no ser por ellos, se habría ahogado en el mar alborotado frente al promontorio del Castillo. Y sintió intuitivamente que ahora le ayudarían a él.
Cuando la primera cabeza lisa emergió de la superficie a poca distancia del muelle, Tarod soltó el aire que retenía en los pulmones y sonrió aliviado.
Había pensado que podría sentir su presencia antes de que llegasen, pero los fanaani no le avisaron. Curiosos, pero conscientes de que la mente de él era de un orden que les era desconocido, se acercaron en secreto, y solamente cuando tres de los bellos animales marinos, parecidos a gatos, hubieron salido a la superficie, sintió Tarod el primer y débil roce de un contacto telepático.
Extraño
. Esta palabra era la mejor interpretación que podía dar un ser humano a la idea que le transmitían las mentes desconocidas de los fanaani. No estaban seguros de él y nada que pudiese él decir o hacer les persuadiría de acelerar su juicio o influiría en ellos. Estas criaturas marinas, eran una ley en sí mismas; nadie podía sondear sus pensamientos ni sus motivaciones. Pero, si una mente estaba realmente abierta, era posible comunicar con ellos en su propia y extraña manera.
Dejó que les tocaran sus sentimientos, uno a uno, y volvió a sentir aquella curiosidad.
¿Me ayudaréis?
Como ellos, Tarod empleaba conceptos en vez de palabras, imágenes que traducía en una forma que ellos podían comprender mejor que el habla. La más próxima de aquellas tres criaturas dio una vuelta en el agua, sin producir apenas una ligera onda; era del tamaño de un hombre, y había en sus ojos un brillo de inteligencia cuando miró solemnemente a Tarod.
Secreto
. El pensamiento fue acompañado de un temblor de risa callada, y se dio cuenta de que los fanaani habían leído en él la necesidad de llegar a la Isla Blanca sin que nadie lo supiese, y que esto les divertía. Entonces llegó otro concepto: un animal terrestre sumergiéndose en profundidades verdes, sin respirar, desapareciendo progresivamente, muriéndose. Tarod sonrió débilmente al darse cuenta de que aquel animal terrestre era él y que los fanaani comentaban, compasivos, su incapacidad de nadar una distancia que para ellos era nada.
Les respondió con la idea de un fanaani tratando de caminar en tierra, completando la imagen con un irónico interrogante. El fanaani pestañeó, rodó de nuevo y desapareció bajo la superficie del mar casi sin producir la menor onda. Cuando reapareció unos segundos más tarde, había un nuevo concepto en su mente.
¿Por qué?
Quería averiguar su objetivo, y Tarod comprendió que cualquier intento de disimulo le apartaría de él y de sus compañeros. Los fanaani le exigían sinceridad a cambio de su ayuda, y les abrió la mente, permitiendo que viesen sus intenciones y su propósito y los interpretasen como pudiesen. La espera pareció interminable, pero al fin sintió que las extrañas y curiosas mentes se retiraban de la suya. Y después:
Demasiado pronto. Luz arriba
.
Tarod miró involuntariamente hacia lo alto. Las estrellas habían desaparecido y el cielo empezaba a iluminarse. Cuando miró de nuevo a los fanaani, vio que su abigarrada piel estaba perdiendo su fosforescencia.
Oscuridad arriba. Ven entonces. Ven a este lugar
… Y vio claramente en su mente, aunque la imagen era como se veía desde el mar, una cala donde las olas rompían sobre una estrecha barra de arena gris.
A un lado se proyectaba agresivamente hacia fuera un acantilado, y allí el constante ataque de las olas había desgastado un estrato blando y había abierto un enorme arco en el espolón de roca. Era un punto de referencia inconfundible, todo lo que él necesitaba.
Dos de los fanaani, que no se habían acercado al malecón en todo el intercambio de ideas, estaban ya dando media vuelta y adentrándose lentamente en el mar. Tarod intercambió una última mirada con la tercera criatura y transmitió cortésmente: Gracias.
Desaparecieron sin apenas dejar rastro, y él se levantó, estirando los entumecidos músculos y satisfecho de lo que había logrado. Aunque tenían fama de aliados de poco fiar, los fanaani no le habían fallado, y cuando se pusiera esa noche el sol, volverían para cumplir su promesa.
Una raya de color como de sangre oscura y seca se extendía ahora a lo largo del horizonte oriental. Tarod subió la escalera del muelle, se detuvo un momento para contemplar el mar que subía lentamente, y se encaminó a la posada.
La cala que le habían mostrado los fanaani estaba a unas nueve millas al este de Shu-Nhadek, donde la hasta allí suave costa se transformaba en los altos e inhóspitos acantilados que dominaban la línea costera de tres provincias antes de descender finalmente en las Grandes Llanuras del Este. El lugar era conocido como Punta de Refugio y fue la salvación de muchos pescadores sorprendidos lejos del puerto por la tormenta; pero raras veces era empleado y no había casas en las cercanías. Tarod salió temprano de la posada, diciendo al dueño que pensaba pasar el día fuera, cabalgando, y que su esposa, que estaba cansada, se quedaría en la cama. Cuando alguien llamase a la puerta para preguntar si la señora del vinatero quería comer o beber algo, él estaría ya muy lejos, y el dinero que dejó en la habitación, añadido al valor de la yegua abandonada por Cyllan, sería más que suficiente para pagar el hospedaje.
Se alegró de trocar la bulliciosa ciudad por la paz del campo, y siguió el estrecho camino a lo largo de la costa. Su caballo estaba nervioso después de haber estado encerrado en el establo de la posada, y él le dio rienda suelta, gozando con las sensaciones de un veloz medio galope al cabalgar en la dirección del sol naciente.
Localizó la cala mucho antes de llegar a ella; un largo espolón de roca que se adentraba en el mar, con un arco casi perfectamente simétrico abierto en la estrecha punta. Debían faltarle una milla o dos para llegar allí, y puso su caballo al paso, permitiendo que haraganease y mordisquease el verde césped primaveral. Tenía todo el día por delante, sin nada que hacer salvo esperar; no hacía falta que se diese prisa.
Media hora más tarde llegó a la cala y, sentado en la silla, contempló el escarpado acantilado que se cernía sobre un triángulo de playa allá en lo hondo. El mediodía estaba próximo y la bahía rebosaba de luz dorada y rojiza. Desde donde se hallaba, podía ver un estrecho camino que, aunque empinado, permitía bajar hasta la arena.
Saltó al suelo y, con alivio, se despojó de la adornada capa que le había permitido mantener su papel de mercader importante. También se desprendió de las botas de cuero suave, sabiendo que de ahora en adelante iría mejor descalzo, y de la bolsa que llevaba colgada del cinto, dejándolas caer descuidadamente sobre la hierba. Entonces volvió su atención al caballo, desensillándolo y dejando los arneses junto a su capa. Acarició el morro del animal, que relinchó suavemente antes de dedicarse afanosamente a alimentarse. Todavía no se había dado cuenta de que él lo puso en libertad; en vez de venderlo por un dinero que de nada le serviría, prefirió soltarlo. Sin duda, con el tiempo, alguien le encontraría y le haría suyo, como encontrarían la ropa y las monedas que había dejado allí. Si los bienes abandonados eran reconocidos como pertenecientes al vinatero que se había alojado en Shu-Nhadek, indudablemente habría especulaciones sobre su verdadera identidad y su destino, pero entonces todo esto le tendría ya sin cuidado.
El caballo levantó la cabeza y observó con ligera curiosidad cómo Tarod se dirigía hacia el camino. Después perdió su interés y continuó paciendo. Tarod no miró atrás, sino que empezó a descender por el abrupto, peligroso y resbaladizo sendero. Fue más fácil de lo que le había parecido y, en pocos minutos, llegó a la playa y cruzó la estrecha franja hasta donde rompía el mar. La arena, compuesta por los restos desgastados por el oleaje de innumerables millones de pequeñas conchas, era fría y húmeda bajo los pies. Se plantó en el borde del agua mirando hacia donde consideraba que debía de estar la Isla Blanca, pero el horizonte se perdía en la neblina y no pudo ver señal de la Isla.