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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (26 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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A esas horas la Barca habría llegado ya a su destino… Tarod, reflexivamente, volvió al lugar donde unos cantos rodados le ofrecían un sitio en el que descansar. Creía que Cyllan debía estar todavía viva e indemne; conociendo como conocía a Keridil, dudaba de que el Sumo Iniciado tomase una decisión apresurada sobre su destino. Más bien la consideraría como el señuelo perfecto para atraer a su enemigo a la Isla…, y estaba en lo cierto, aunque la llegada de Tarod sería muy diferente de la que Keridil preveía.

¿Y qué haría cuando llegase?, se preguntó. Había trazado sus planes y estaba resuelto a ponerlos en práctica; pero antes de este momento había rehuido siempre considerar demasiado profundamente las consecuencias de lo que pretendía hacer. Sin embargo ahora, con la larga tarde por delante y nada que hacer salvo estar sentado y contemplar el mar, tenía pocas defensas contra las preguntas y las aprensiones que rondaban en el fondo de su mente esperando una respuesta.

Estaba jugando, no solamente con su vida, sino también con su propia alma, con la esperanza de que podría apelar al árbitro supremo y ser escuchado con misericordia. Pero habían ocurrido tantas cosas desde que juró entregar la piedra del Caos en la Isla Blanca que ya no estaba seguro de poder confiar en su criterio. Personas inocentes habían muerto a sus manos y a las de Cyllan y, por muy grande que fuese su justicia y su clemencia, era posible que ni siquiera Aeoris pudiese pasar por alto o perdonar aquellos hechos. Su palabra debía prevalecer contra la de Keridil cuando hiciese su alegato… ¿Querría el más grande de los Siete Dioses escuchar a un acusado siervo del Caos cuando el acusador era su Sumo Iniciado?

Tarod se volvió bruscamente, irritado por sus pensamientos. No había espacio para la duda; no podía dejar que ésta tomase posiciones, pues, si lo hacía, arraigaría y crecería demasiado aprisa para ser dominada. Tomó su decisión y no debía vacilar; además, la alternativa era clara. El Orden o el Caos: no había término medio. Había emprendido su camino; tenía que llegar al fin.

Sin embargo, su estado de ánimo estaba muy lejos de ser satisfactorio cuando volvió a las rocas y se sentó para la larga espera.

Más tarde se dio cuenta de que había dormido durante buena parte de la tarde, y cuando se despertó, la última luz resplandecía triste en occidente, prendiendo fuego a los bordes del acantilado. La cala estaba sumida en sombras; con la marea menguante, parecía húmeda, helada e inhóspita, y el frío se filtraba a través de la fina camisa de Tarod.

Este se levantó, flexionando los miembros para aliviar el entumecimiento de los músculos, y descendió lentamente por la playa hasta el borde del agua. La espuma formaba en la orilla una pálida franja, pero, más allá, las olas eran oscuras y el mar y el cielo ya no podían distinguirse. Se preguntó cuándo vendrían los fanaani y dominó un escalofrío que poco tenía que ver con el aire cortante.

Tarod no podía calcular el tiempo que estuvo en la playa mientras se desvanecía la luz y era finalmente reemplazada por una oscuridad total. Pero al fin oyó una nota débil, dulce y misteriosa, muy lejana pero discernible en medio del murmullo del mar. Momentos más tarde, se le unieron otra y otra nota, en una armonía pura que era como un lamento y que le estremeció hasta la medula e hizo que sintiese un nudo en la garganta. La canción de los fanaani… Estaban aquí, esperándole.

Tarod lanzó un profundo suspiro y abrió su mente a los primeros tanteos de unos pensamientos ajenos que sondaban los suyos. Al principio sólo estaban compuestos de extrañas y fantasmagóricas imágenes marinas, pero gradualmente se fundieron hasta que unas palabras claras tomaron forma en la mente de Tarod.

Ven…, únete a nosotros… únete a nosotros

La oscuridad era casi absoluta, pero cuando una ola se levantó para romper a sus pies, pudo verles; unas formas más negras contra el oleaje. Le asaltaron la duda y el miedo, pero reprimió estos sentimientos y caminó hacia delante.

El mar formó remolinos alrededor de sus tobillos, alrededor de sus rodillas. La playa descendió rápidamente y la primera ola que rompió sobre él era fría como el hielo y le produjo escalofríos. Tarod esperó la ola siguiente y se sumergió en ella, emergiendo después y sacudiéndose el agua de los cabellos y los ojos. Echó una última mirada a la cala silenciosa y dormida; después empezó a nadar vigorosamente hacia el mar abierto. Los fanaani salieron a su encuentro cuando dejó atrás el acantilado; como antes, eran tres, aunque no habría podido decir si eran las mismas criaturas con quienes se comunicó en el puerto de Shu-Nhadek. Unos cuerpos lisos y resbaladizos le rodearon y sintió que un animal rozaba el suyo; pataleando, alargó un brazo y lo pasó sobre el lomo de aquél para agarrarse al hombro poderoso y de tupido pelaje, mientras un segundo fanaani se colocaba al otro lado como un tercer eslabón. Ahora pudo ver claramente delante de ellos al tercer animal, más grande que los otros, de pelambre moteado y unos ojos que, al volverse a mirarle, parecían serenos y sabios. Tarod sonrió, formando palabras de agradecimiento en su mente, y el fanaán que iba en cabeza emitió una serie de notas temblorosas y argentinas en una escala extraña. Como si el sonido fuese una señal, las dos criaturas que iban al lado de Tarod nadaron hacia delante. Él sintió que los fuertes músculos se contraían debajo de sus manos, vio que el mar se hinchaba saliendo a su encuentro y entonces los fanaani nadaron fácil y rápidamente, llevándole hacia el negro y vacío horizonte.

CAPÍTULO XI

L
o más fantástico de todo, pensó Cyllan, era el profundo silencio con que la Barca Blanca entró lentamente en el puerto. No hubo gritos ni voces de la extraña tripulación, ni chasquidos y estrépito al ser plegadas las enormes velas y tensadas las cuerdas; casi parecía que la nave tenía vida y voluntad propias, por la facilidad con que maniobró hacia su lugar de amarre y se detuvo al fin junto al muelle.

Un Guardián demacrado, indiferente, aflojó los nudos de las cuerdas que sujetaban los tobillos de Cyllan y, aunque sus muñecas siguieron atadas, pudo arrodillarse sobre la cubierta y observar cómo se acercaba la isla sagrada a las primeras luces frías de la aurora. La niebla la envolvió hasta que el barco estuvo casi llegando a su abrigo; entonces los débiles rayos del sol que llegaban oblicuos desde el este habían rasgado la niebla, y la Isla se había elevado ante ellos con impresionante claridad. Rocas amenazadoras que al parecer no ofrecían posibilidad de desembarcar en ellas surgían del mar, dominadas por un solo y titánico risco en el centro de la isla; era la enorme concha de un volcán largo tiempo dormido, una negra silueta contra el pálido cielo. Cyllan había sentido el aura que irradiaba del lugar y volvió la cabeza con un estremecimiento de terror.

La Barca siguió navegando, indiferente su tripulación a los traidores arrecifes que acechaban debajo de la superficie del océano y mostraban a veces unos dientes salvajes sobre el agua espumosa. Entonces, sin previo aviso, viró hacia tierra, en dirección a la cara del acantilado, haciendo que Cyllan cerrase los ojos y murmurase una imprecación en voz baja. Pero no se produjo ningún chirrido, ningún choque violento, y cuando se atrevió a mirar de nuevo, vio que la enorme roca delante de ella se había partido hacía innumerables siglos para crear un estrecho canal a través del cual pasaba el oleaje, y que la Barca iba a meterse en sus fauces. Se deslizaron entre gigantescos cantiles mojados por la espuma y que Cyllan creyó que casi podía tocar con alargar la mano; entonces, el oleaje se calmó gradualmente, hasta que la Barca navegó en aguas profundas y tranquilas, silenciosa como un fantasma blanco.

Y ante ellos estaba su punto de destino.

En lo alto se alzaban los cantiles y casi se tocaban, y el cielo era un fino y cruel puñal resplandeciente. Las sombras eran tan profundas que el muelle junto al que se había detenido la Barca quedaba medio oculto en la penumbra; pero Cyllan pudo ver que, en aquel puerto, todo había sido tallado a una escala que no guardaba relación con las dimensiones humanas. Las piedras del muelle eran bloques monstruosos que un ejército de obreros se habría visto en dificultades para mover una pulgada, y ahora unos hombres, pálidos como fantasmas, estaban saliendo de algún lugar invisible para amarrar la embarcación a un gigantesco noray que empequeñecía sus figuras. Detrás de ellos, un tramo de escalones había sido cortado en la cara de la roca, una escalera tan enorme que tenía que haber sido obra de gigantes; y Cyllan se estremeció al imaginar la naturaleza de los pies inhumanos que pisaron aquellos escalones un milenio atrás.

Hubo movimiento sobre la cubierta y, al volver la cabeza, vio que los otros pasajeros de la Barca salían de las habitaciones, fuesen cuales fueren, que ocupaban abajo. Al principio no reconoció a Keridil Toln; éste había cambiado su ropa por un atuendo más formal y se cubría los hombros con una gruesa capa de ceremonia cuyo tejido era invisible bajo el peso de sus bordados con hilo de oro. El cuello alto de la capa ocultaba su cara, pero ella pudo ver la diadema de oro que ceñía los rubios cabellos, así como el bastón de mando de Sumo Iniciado que llevaba en la mano. Caminó despacio hacia el lado de la Barca, escoltado por dos Guardianes, y Cyllan sintió que se le encogía la garganta; por mucho que le odiase, por muy enemigo que fuese, no podía dejar de sentirse impresionada por aquella figura majestuosa.

Detrás de Keridil venía Fenar Alacar, pálido el semblante y pareciendo demasiado joven en su atuendo de ceremonia, con la espléndida capa de piel blanca sobre carmesí y él gran rubí solitario, insignia del Alto Margrave, resplandeciendo sobre el hombro derecho. Y por último, con el paso cauteloso de la vejez y la enfermedad, la Matriarca Ilyaya Kimi. Como siempre, vestía el hábito blanco de la Hermandad, pero el cinturón que acostumbraba portar había sido sustituido por una faja de plata, y llevaba en la cabeza una diadema de filigrana de plata de la que pendía, casi hasta los pies, un velo de tisú de plata.

Cyllan permaneció rígida mientras la pequeña procesión pasaba a sólo tres pasos de ella. Por un breve instante, su mirada se cruzó con la de Keridil; vio tensión en su semblante y le pareció que la miraba con una mezcla de compasión y desdén. Pasó y ella se volvió para librarse del escrutinio de sus acompañantes.

La pared maciza del muelle estaba al mismo nivel que la cubierta de la Barca Blanca y, cuando desembarcaron los miembros del triunvirato, los Guardianes que esperaban formaron una apretada escolta a su alrededor cuando pisaron tierra firme. Cyllan siguió con la mirada las formas que se alejaban, hasta que solamente una confusa mancha blanca en la penumbra marcó el lugar donde se hallaban, y entonces su pulso se aceleró al sentir que una mano, fría y ligera como una tela de araña, le tocaba un hombro.

El tripulante de ojos pálidos no la miró ni le habló. Señaló simplemente hacia la pasarela con cuerdas a modo de barandillas que separaba el barco del muelle, y antes de darse cuenta de lo que hacía, Cyllan se encontró caminando insegura en aquella dirección. Oyó movimiento a su espalda, pero no se atrevió a volverse; después cruzó el estrecho puente sobre el agua negra y tranquila y, temerosa y pasmada, puso pie en la Isla Blanca.

Otra mano la tocó en el hombro (se estremeció por aquel contacto que encontraba repulsivo) y fue guiada hasta el pie de la monstruosa escalera que ascendía hasta perderse de vista. Keridil y sus compañeros no se veían en ninguna parte, y se preguntó si habrían sido llevados por este camino; era difícil creer que la anciana Matriarca tuviese la energía necesaria para una subida semejante. La escalera, temible y amenazadora, atrajo su mirada, y de nuevo sintió el toque escalofriante del aura de la Isla, y se estremeció.

Otras personas estaban ahora siendo escoltadas desde el barco: dos hombres a los que nunca había visto y que llevaban insignias de Adeptos; otro, más viejo, cuyo atuendo indicaba que era un erudito; dos Hermanas de Aeoris, y (Cyllan sintió que se cerraban sus mandíbulas) una joven alta y de noble aspecto, de cabellos castaños que le caían sobre los hombros. Sashka Veyyil, la antigua amante de Tarod que le había traicionado, entregándolo al Círculo y que disfrutaba ahora de su triunfo como nueva consorte del Sumo Iniciado. Se habían visto una vez, en el Castillo, y aquel encuentro era una espina clavada en la memoria de Cyllan.

Sashka vio que la muchacha rubia la estaba mirando, y una ligera sonrisa despectiva se pintó en su hermoso semblante. Entonces, un Guardián vestido de blanco se interpuso entre ellas y señaló en silencio la gigantesca escalera.

Cyllan se había preparado para una agotadora subida hacia sabían los dioses qué destino en la cima de la terrible escalera; pero no fue así. En vez de esto, cuando el pequeño grupo hubo subido menos de cien escalones, su escolta les guió hacia la negra boca de un túnel abierto en la roca oscura. Durante un rato, caminaron en la oscuridad, roto solamente el silencio por la respiración estertorosa del viejo erudito que trataba de recobrar su aliento; después el túnel se abrió en una alta pero estrecha cámara, iluminada desde arriba no se veía cómo y amueblada solamente con una mesa de madera y varios bancos. Entraron en la cámara, sin saber de cierto lo que se quería de ellos, y uno de los impertérritos Guardianes que habían conducido a la comitiva hasta allí se volvió hacia ellos y habló.

—El Cónclave de los Tres está a punto de empezar. —Su voz resonó débilmente en la bóveda—. Los que han acompañado al triunvirato permanecerán aquí hasta que sean llamados.

Una de las Hermanas dijo tímidamente:

—El consejero del Alto Margrave se ha visto perniciosamente afectado por la subida, Guardián. Necesita algo que le serene la agitación y le ayude a recobrar las fuerzas.

—Será debidamente atendido.

Los modales del Guardián no habían cambiado y Cyllan se puso nerviosa por la manera en que aquellos hombres extraños (si eran hombres) parecían incapaces de hablar directamente a alguien. Él empezó a volverse, pero Sashka dio súbitamente un paso adelante.

—Guardián. —Estaba claro que no compartía la timidez de la Hermana, y había un matiz de indignación en su voz—. Supongo que no vais a dejar aquí a esta criatura. —Señaló imperiosamente con un dedo a Cyllan—. Es prisionera del Sumo Iniciado, ¡y aliada del Caos! ¡Debería ser encerrada en alguna parte donde no represente una amenaza para el resto de nosotros!

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