EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (24 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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Keridil había mirado a Sashka, que hasta entonces no había dicho nada, y le preguntó en voz baja:

—¿Y qué piensas tú, amor mío?

Sashka aguantó su mirada.

—Por mucho que sufra, no será nada en comparación con lo que se merece.

Por un momento pareció más malévola de lo que él la había creído capaz, aunque su expresión cambió rápidamente y él pensó que tal vez no había sido más que un efecto de luz. Y así, como el disentimiento de Fenar no fue muy enérgico, el cuerpo exánime de Cyllan fue llevado a bordo y dejado caer brutalmente entre las cajas de pescado, las redes y las cuerdas de la bodega.

Ahora, mientras la Bailarina Azul seguía navegando, todos habían tenido un respiro de lo que les esperaba…, pero pronto sintieron que el movimiento de la barca cambiaba sutilmente, perdiendo ritmo, y oyeron órdenes apagadas sobre sus cabezas. Keridil se puso tenso, al percibir un momento antes que sus compañeros el ruido de pisadas que bajaban hacia ellos. Se abrió la puerta del camarote y el capitán apareció en el umbral.

—Ya hemos llegado, Señor…, al menos todo lo que ellos nos permiten acercarnos. He ordenado a los hombres que preparen el bote.

Keridil se levantó, teniendo que agachar la cabeza en el camarote de techo bajo, y vio un destello casi de pánico en el semblante de Fenar Alacar antes de que éste pudiese dominarse una vez más.

—Gracias, capitán. —Miró a cada uno de sus compañeros—.

Creo que todos estamos ya dispuestos.

No se atrevía a mirar hacia arriba. Desde su asiento en la popa del bote de la Bailarina Azul, el casco de la Barca Blanca llenaba todo su campo visual, ocultando el cielo y las lunas y el horizonte como una gigantesca capa de niebla. Podía oír los chasquidos de la viejísima madera, los ominosos y restallantes gemidos de las enormes velas agitadas por el viento. Todo a su alrededor era blanco, de un blanco turbio y enfermizo, de modo que de cerca parecía más una aparición del reino de los fantasmas que cuando lo había mirado desde tierra. En una ocasión había mirado Keridil tratando de ver la punta del palo mayor, pero el vértigo y otra sensación menos explicable habían hecho que volviese apresuradamente la cabeza, quedándole solamente la turbadora impresión de una enorme y fantástica vela y de una sola estrella fría centelleando en el negro cielo.

A su lado, en el húmedo y estrecho banco del bote, se sentaba Sashka, arrebujada en su abrigo y con la mirada fija en el suelo curvo.

Delante de ellos, Fenar Alacar parecía estar temblando irreprimiblemente, y los otros compañeros no lo pasaban mucho mejor. Solamente Ilyaya Kimi contemplaba el monstruo que se acercaba lentamente con una calma peculiar y resignada, como si no hubiese poder capaz de afectarla.

El bote se estaba acercando al costado de la Barca Blanca: una pared blanca que parecía caer del cielo sobre ellos. El golpe que dio el bote contra el costado del barco fue inaudible debido al rugido del agua debajo del casco, y Keridil saltó cuando, viniendo al parecer de ninguna parte, bajó serpenteando una cuerda que golpeó el costado del barco con un sordo chasquido. Uno de los remeros agarró la punta de la cuerda y sujetó con ella la proa del bote; después bajó una sombra y Keridil, al mirar hacia arriba, vio una tosca maroma que oscilaba como la cuerda de una horca y que descendía poco a poco desde la cubierta de la Barca.

La Matriarca cambió de posición en su asiento y sonrió irónicamente.

—Si he leído bien mis escrituras, Sumo Iniciado —gritó hacia atrás—, te corresponde el privilegio de subir primero a bordo.

—Keridil…

Sashka no pudo disimular su miedo y le asió una mano mientras él se ponía cautelosamente en pie. El se desprendió de aquellos dedos, esperando que su apretón hubiese sido para darle ánimo, pero no pudo hablar antes de pasar cuidadosamente sobre el banco y dirigirse a proa. Al llegar a ella, oyó que la voz de Fenar murmuraba aterrorizada sobre el ruido del oleaje.

—He olvidado las palabras… Que los dioses me valgan, Isyn, pero olvidé lo que tengo que decirles…

El Sumo Iniciado cerró un momento los ojos; después se agarró con fuerza a la maroma.

La ascensión pareció un sueño interminable, pero al fin llegó un momento en que Keridil vio una luz que brillaba arriba y, segundos más tarde fue impulsado hacia adentro y se tambaleó sobre la cubierta de la Barca Blanca. Durante unos instantes estuvo casi cegado; después, al acomodarse su mirada, les vio.

Debían de ser doce o quince, alineados en semicírculo sobre las pálidas tablas de la cubierta. Las movedizas velas proyectaban extrañas sombras sobre sus inmóviles figuras y, por un instante, Keridil tuvo la espantosa sensación de que no eran verdaderos hombres, sino muertos resucitados, increíblemente viejos e inconcebiblemente extraños. Las palabras que ensayó con tanto cuidado se atascaron en su garganta; entonces una de las figuras se movió y se rompió el hechizo… o al menos su elemento peor.

Como sus compañeros, el portavoz de los Guardianes vestía de blanco de los pies a la cabeza; tenía andadura de marinero, aunque no se parecía a ningún marinero que Keridil hubiese visto jamás. Una cara blanca como la leche, jamás tocada por el sol; cabellos grises desgreñados y echados atrás sobre el cráneo; un semblante sin la menor expresión. Miró al Sumo Iniciado con ojos vacíos, y Keridil tuvo la desconcertante impresión de que el Guardián no le veía o consideraba irrelevante su presencia.

Le correspondía a él ser el primero en hablar, pero las palabras contenidas en los pergaminos legales del Círculo parecían ahora muy diferentes de las que había ensayado con Gyneth en el papel de Guardián. Keridil reprimió un casi incontenible impulso de toser y dijo:

—Keridil Toln, Sumo Iniciado del Círculo, viene en son de paz y humildemente a pedir la autorización de los Guardianes para poner pie en la Isla Blanca.

El Guardián siguió atravesándole con la mirada.

—¿Cuál es el objeto del Sumo Iniciado para pedirlo?

—Reunirme con el Alto Margrave Fenar Alacar y con la señora Matriarca Ilyaya Kimi, en el Cónclave de los Tres.

—Según las leyes de Aeoris, el Cónclave de los Tres sólo puede convocarse cuando se han agotado todos los otros recursos. ¿Afirma el Sumo Iniciado que es así?

Sintiendo como si estuviese representando un papel en una pantomima, en un plano más allá de lo terreno, Keridil respondió con firmeza:

—Así es.

Un silencio solamente turbado por los chasquidos de la madera y de las velas siguió a sus palabras, y Keridil tuvo la impresión de que el Guardián consultaba con sus compañeros, aunque no vio que hiciese ninguna señal. Después de lo que pareció una pausa interminable, el hombre pálido habló de nuevo.

—La petición de Keridil Toln, Sumo Iniciado del Círculo, ha sido oída y atendida. Que suban a bordo los que deseen compartir este deber.

El Guardián retrocedió, distanciándose de Keridil, y el Sumo Iniciado vio que la maroma se balanceaba pesadamente sobre la borda de la Barca Blanca para iniciar de nuevo su descenso. Miró involuntariamente por encima del hombro para ver lo que hacían sus compañeros, pero, desde aquella altura, el bote era invisible.

Carraspeó para llamar la atención del Guardián.

—Traemos una prisionera —dijo, todavía algo inseguro del terreno que pisaba, a pesar de que se habían cumplido todas las formalidades—. Ella…

El Guardián le interrumpió, con una sonrisa glacial.

—La joven puede ser subida a bordo. Estará encerrada de la manera adecuada hasta que sea requerida su presencia.

Keridil no quiso especular sobre lo que sabían de Cyllan y cómo lo habían sabido. Se limitó a asentir con la cabeza en prueba de conformidad y se volvió hacia la borda cuando la maroma empezó a subir lentamente, muy lentamente, con el segundo pasajero bien sujeto, para traerlo a bordo.

El golpe que privó del conocimiento a Cyllan había dejado una fuerte moradura en su frente y, cuando empezó a recobrar la conciencia, sintió debajo de aquélla unos latidos dolorosos en el cráneo. Al principio, se resistió a abrir los ojos, creyendo solamente que despertaba de una pesadilla cuyas imágenes contrapuestas se habían hecho confusas:

Tarod durmiendo en su habitación de la posada; una cuerda que le raspaba la mano, y la absurda visión de la cara de Keridil Toln sobre el telón de fondo del puerto de Shu-Nhadek iluminado por la luna…, una loca e inquietante pesadilla. Tenía los miembros entumecidos; hizo un esfuerzo para incorporarse… y cayó dolorosamente hacia atrás, y el golpe contra una superficie dura le obligó a abrir los ojos.

Estaba rodeada de blancura. Mortajas blancas formaban grandes y amenazadoras alas a su alrededor, elevándose sobre ella a tal altura que, por un instante, su confusa mente creyó que eran nubes. Pero las nubes no bajan a la tierra… y la superficie debajo de ella se movía de una manera que le pareció desconcertante pero familiar.

Alarmada, trató de ponerse en pie, y cayó de nuevo. Tenía las muñecas y los tobillos atados… Y el movimiento que sentía debajo de ella, continuado, rítmico, era el de un barco navegando en alta mar…

Sólo entonces vio la figura inmóvil que estaba de pie detrás de ella. Vestido de blanco, como un marinero fantasma, miraba a ninguna parte, indiferente a los esfuerzos de ella para liberarse. Su mera impasibilidad hizo que sintiese escalofríos en la medula, al darse cuenta de que, aunque la vigilaba, era completamente indiferente a cuanto ella tratase de hacer, pues sabía, mejor que ella, su impotencia.

Blanco… Un barco blanco, velas blancas, tripulación vestida de blanco…, la verdad empezó a abrirse odiosamente camino en la mente de Cyllan. ¡Keridil! Su cara no había sido un sueño; él estaba allí…

¿Allí?, se preguntó, e instantáneamente supo la respuesta a su muda pregunta. La había capturado, la habían pillado en una trampa y traído a este barco, un barco que, por amarga ironía, la llevaba al lugar que Tarod y ella habían deseado desesperadamente alcanzar.

Pero no de esta manera, dioses, ¡no de esta manera!

Sabiendo que sólo tendría una oportunidad y que era su única esperanza, hizo acopio de toda la fuerza mental que pudo reunir y su mente retrocedió hacia Shu-Nhadek y la oscura habitación de la posada. Desde alguna distancia no determinada oyó una imprecación ahogada, de alguien cuyo atuendo de colores contrastaba sorprendentemente con el blanco que la rodeaba, y que corría hacia el lugar donde yacía ella.

¡Tarod!, gritó mentalmente, frenética, aunque, en su pánico y su confusión, no sabía Cyllan si podría alcanzarla. El centinela vestido de blanco descansó el peso del cuerpo sobre el otro pie, sin dar otra señal de haber percibido su llamada; después se apartó a un lado para dejar paso a otro hombre, el cual la miró con cólera y desprecio.

Keridil sabía lo que ella había hecho, y ella lo leyó en sus ojos.

Después él sonrió y ella se sintió desesperada.

—Llama a tu amante demonio, si así te place —dijo casi amablemente el Sumo Iniciado—. El Caos no tiene aquí poder, y él no puede venir sobre el agua en tu rescate. —Hizo una pausa y acentuó su sonrisa—. Sí, llámale. Deja que te siga, si es lo bastante imbécil… ¡y si se atreve!

Se volvió y se marchó, y ella le siguió con mirada afligida. Desde luego, eso era exactamente lo que quería el Sumo Iniciado: que Tarod fuese atraído a la Isla Blanca, a la fuente absoluta del poder de Aeoris, en su persecución. Y Tarod les seguiría y, cuando llegase, ¿qué encontraría esperándole?

Volvió la cabeza a un lado, mirando por encima de la barandilla de la barca el mar oscuro como la pizarra. No lloraría, nada la induciría a darles la satisfacción de ver sus lágrimas; pero por dentro, tenía destrozada el alma.

¡Tarod!

El grito que resonó en su mente era tan fuerte como si alguien hubiese gritado su nombre en la habitación. Violentamente despertado de su sueño, Tarod se incorporó, vibrando todavía aquel sonido en su conciencia, y en el mismo instante en que reconoció aquella voz angustiada, se dio cuenta de que Cyllan no estaba ya a su lado.

—Cyllan…

El nombre se formó en sus labios en una aguda exclamación de alarma, y Tarod se levantó rápida y ágilmente de la cama, atraído por un instinto inadvertido hacia la ventana, donde levantó la cortina.

La calle y la plaza del mercado estaban vacías. La primera luna se había hundido detrás de los tejados, y el segundo y más pequeño satélite que la seguía era una pálida media luna en el oeste. La aurora no estaba lejos, pero salvo unas pocas estrellas desparramadas de las que las luces que quedaban encendidas en el puerto parecían un reflejo, nada podía ver.

Tarod giró en redondo y contempló las frías sombras de la estancia. Buscó mentalmente el origen de aquel grito, pero no encontró nada. Lo único que sabía de cierto era que Cyllan se había ido. Rápidamente concentró su atención en la posada, dejando que su mente sondease y buscase. Otros huéspedes dormían en sus camas: una pareja, vuelta de espaldas, que se había peleado antes de retirarse a descansar; un austero mercader que compartía la cama con una prostituta del muelle a la que introdujo disimuladamente; el dueño de la posada, cuyo jergón le resultaba incómodo por las monedas guardadas debajo de él… Y abajo, la cervecería desierta y el silencioso comedor; fuera, los establos llenos de caballos adormilados…, pero ni rastro de Cyllan.

La mano izquierda de Tarod se estremeció de pronto y la piedra del anillo resplandeció, llamándole la atención. Simultáneamente, una intuición que no era humana le puso la piel de gallina, diciéndole que, dondequiera que estuviese Cyllan, no la encontraría por medios normales. Se tumbó de nuevo en la revuelta cama, tapando el anillo con la mano derecha. Era reacio a valerse de la hechicería, pero no tenía otra alternativa si quería encontrarla. Y así (tuvo que endurecerse para soportar la idea) sabría si estaba viva o muerta.

Cerró los ojos verdes y sintió que el antiguo poder empezaba a despertar en él. Era algo doloroso y exquisitamente familiar y, a pesar de sus presentimientos, lo recibió de buen grado, dejando que se elevase a través de los muchos niveles de conocimiento y se apoderase al fin de su conciencia. Entreabrió de nuevo los ojos, estrechas rendijas esmeraldas que brillaron ahora con una inteligencia extraña al mezclar se primero, y eliminar después, la comprensión nacida del Caos a la comprensión mundana. La adivinación era un talento que había desarrollado durante sus años de Adepto, pero lo de ahora no se parecía en nada a las prácticas seguidas en el Círculo. No necesitaba ningún cristal ni invocaciones, y los planos en que se movía su mente estaban mucho más allá de los que sus colegas de antaño habrían podido aspirar a alcanzar.

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