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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (6 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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No había pretendido dormir tanto tiempo. Aunque todavía era de noche, el débil resplandor en el este le decía que la mañana no estaba lejos, y ella había proyectado alejarse de Wathryn antes de que nadie se levantase.

Saltó de la cama, estremeciéndose al percibir las protestas de su cuerpo. La caída que había sufrido la había magullado fuertemente y ahora empezaba a dejarse sentir todo el efecto de aquellas contusiones.

Para empeorar las cosas, durante su estancia en el Castillo de la Península de la Estrella había perdido la costumbre de estar largas horas sobre la silla. La carrera, en especial la huida de los bandidos, había castigado todavía más sus músculos. Pero no importaba; tenía que marcharse de allí; después de lo que el joven Gordach le revelase inconscientemente la noche pasada, no se atrevía a permanecer en la población ni un solo instante después de que amaneciese.

El aire era muy frío, y Cyllan se envolvió en una de las mantas antes de acercarse a la ventana y agacharse para mirar al exterior. La noche anterior se encontraba demasiado fatigada para captar nada que no fuese lo que tenía más cerca; lo único que recordaba era una plaza de mercado y la cara rolliza y asombrada de Sheniya Win Mar cuando su escolta la había llevado a la puerta de la posada. La posadera la había empujado a una larga habitación de techo bajo, donde el latón y el estaño brillaban a la luz del fuego, y le había traído toallas calientes y una bata seca que le estaba grande. Ella se había sentado al amor de la lumbre medio aturdida, mientras le servían un cuenco de estofado caliente y una copa de vino. Sheniya atajó enérgicamente los intentos de Lesk Barith de interrogar a su invitada y, cuando se hubo marchado, desilusionado el hombre, la posadera perdió su inicial temor de dar albergue a semejante dama (Cyllan sonrió irónicamente al recordarlo) y pronunció un torrente de comentarios, recuerdos y opiniones que había permitido a Cyllan comer sin decir nada. Resultaba que Sheniya era viuda y que sus dos hijos hacía tiempo que habían abandonado el nido, por lo que le quedaba una reserva importante de instinto maternal que ahora prodigó de lleno a su invitada. Al fin, después de haber estado dos veces a punto de caer en el fuego a causa de la fatiga, Cyllan fue ayudada a subir una estrecha y empinada escalera y a meterse en la cama en la mejor habitación de la posada, y Sheniya se despidió con un último y encarecido ruego de que la llamase inmediatamente, si la dama necesitaba algo.

Cyllan miró la desierta plaza del mercado y pensó que lo que necesitaba era su caballo, ensillado y con provisiones, y una buena ventaja sobre los que sin duda la perseguirían cuando las noticias de la Península de la Estrella llegaran hasta la posada del Arbol Alto. Hasta aquel momento, había dicho Gordach, solamente unos pocos dignatarios locales conocían la naturaleza del mensaje traído por un halcón desde la fortaleza del Círculo, pero cuando todo su contenido fuese de conocimiento público, Cyllan se hallaría en gran peligro. Keridil tenía que haber dado la descripción de la muchacha que escapó del Castillo después de matar al hijo del Margrave de Shu, y sus cabellos y sus ojos, tan característicos, serían suficientes para delatarla al instante.

No podía esperar que se sostuviese la historia urdida a toda prisa que había contado a sus salvadores; en la confusión que siguió a la caza le había dado buen resultado, pero no resistiría una investigación más a fondo. Si tenía que conservar su libertad y su vida, tenía que huir.

Estaba a punto de alejarse de la ventana cuando una sombra que se movió, súbitamente, al otro lado de la plaza retuvo su atención. El fuerte resplandor de una linterna brilló entre dos casas y apareció un hombre, bostezando y envuelto en una gruesa capa, que cruzó las mojadas losas en dirección a una tabla monolítica de piedra que se alzaba solitaria en el centro de la plaza.

Cyllan había visto Piedras de la Ley en todas las pequeñas poblaciones por las que había pasado durante sus duros años como conductora de ganado. Se erigían en las plazas del mercado, en los muelles, en realidad en todos los lugares donde solía congregarse la gente, y en sus melladas superficies se fijaban los documentos de vital importancia para los vecinos. La noticia de la muerte de cualquiera de los tres líderes del país o del Margrave de la provincia tenía que ser fijada en la Piedra de la Ley, así como todos los nuevos edictos promulgados por la Corte del Alto Margrave en la Isla del Verano; de hecho, cualquier información que tuviesen que saber todos los hombres, mujeres y niños del distrito o de todo el mundo.

Se pasó la lengua por los labios, que se le habían secado de pronto al observar que el hombre se detenía delante de la Piedra de la Ley y sacaba de debajo de los pliegues de su capa un rollo de pergamino y un martillo corto y de cabeza roma. Momentos después, el sordo martilleo que produjo el hombre al clavar el pergamino en la Piedra de la Ley rompió el silencio de la noche. La coincidencia era demasiado elocuente. Aquel aviso sólo podía referirse a ella y a Tarod. Y cuando despuntase la aurora, redoblaría un tambor en la plaza del mercado para que acudiesen todos hacia la Piedra, donde serían leídos con voz fuerte los detalles del bando, para que ningún vecino se perdiese la importante noticia.

No por primera vez maldijo Cyllan su falta de instrucción. No sabía leer, y si quería saber lo que decía el bando, tendría que esperar a que amaneciese y se le diera lectura oficial. Pero no se atrevía a esperar. Si, como creía, el pergamino era un edicto de la Península de la Estrella, la milicia de la provincia habría sido puesta sobre aviso mucho antes de fijar el anuncio y, a estas horas, debía de haber empezado la caza. Lo más probable era que los hombres que la habían salvado de los bandidos hubiesen dado ya su descripción y se hubiesen dado cuenta de la identidad de la persona a quien habían salvado. La milicia podía llegar en su busca en cualquier momento; tenía que marcharse, y hacerlo en seguida.

El vigilante, todavía bostezando, había terminado su tarea y se alejaba, con su linterna oscilando como un fuego fatuo. Los ojos de Cyllan se adaptaron mejor a la oscuridad, y miró a su alrededor. Para su inmenso alivio, vio que la ropa que llevaba cuando había llegado a la posada estaba delicadamente plegada sobre una silla, limpia y seca.

Sheniya Win Mar se había excedido en el cumplimiento de su palabra; prometió que las prendas estarían secas por la mañana, pero, por lo visto, la aparente categoría de su invitada la había inducido a terminar su tarea antes de irse a dormir. Mientras tiraba la manta y empezaba a vestirse, temblando, Cyllan pensó irónicamente que las últimas horas le habían dado una visión inesperada de lo que debía ser la vida de una dama de calidad. Gente pendiente de cada una de sus palabras, ansiosa de obedecer sus órdenes y de cuidarle… Era una lástima, pensó, que no pudiese disfrutar plenamente de ese trato. Ahora, con todas las fuerzas del Círculo probablemente en pie para encontrarla, era del todo inverosímil que volviese a presentársele una oportunidad semejante.

Cautelosamente, metió una mano debajo de la almohada y sacó la piedra del Caos, tratando de no dejarse atraer por su ojo solitario y chispeante. La guardó en su corpiño (era una lástima que la falda larga y el justillo fuesen tan poco prácticos para una huida veloz y sigilosa, pero nada podía hacer al respecto), después se pasó rápidamente los dedos por los pálidos cabellos y se acercó de puntillas a la puerta.

La hostería estaba en silencio. Ninguna luz delatora se filtraba por debajo de ninguna puerta, y la empinada escalera estaba envuelta en la oscuridad. Rezando para no pisar en falso, se deslizó escalera abajo y se detuvo un instante, aterrorizada, cuando una vigueta crujió en alguna parte del viejo edificio. Después de lo que le pareció una eternidad, llegó a la planta baja y a la pesada puerta que se interponía entre ella y la libertad. La puerta tenía un enorme cerrojo y no podía esperar correrlo sin ruido. Al no haber sido untado desde hacía tiempo, protestó con un chirrido, y Cyllan apretó los dientes, angustiada, mientras escuchaba por si había movimiento en el piso alto. Pero no oyó nada; por lo visto, Sheniya Win Mar seguía durmiendo. Por fin, sabiendo que no podía esperar más, Cyllan abrió la puerta y salió a la plaza en la mañana temprana.

El frío la azotó al instante; el frío sin viento y cortante de principios de la primavera. En el Castillo de la Península de la Estrella no había necesitado llevar zapatos, y las botas de hombre que solía usar se habían perdido hacía tiempo en el mar. Al sentir el frío de las losas de la plaza del mercado que penetraba a través de las finas suelas, habría dado cualquier cosa por recobrar su antiguo calzado, y también la capa que había perdido la noche anterior en su desesperada huida de los bandoleros. Pero no importaba; podía prescindir de ello; tenía cosas más urgentes en que pensar.

Con los dientes castañeteando, se deslizó a lo largo de la pared frontera de la posada, observando cautelosamente la plaza desierta, hasta que llegó a un callejón lateral. A través de un arco pudo distinguir el perfil de unos edificios bajos detrás de la posada, que, lógicamente, tenían que ser los establos. Estaba en la mitad del camino de su meta…

Afortunadamente, parecía que Sheniya Win Mar no tenía mozo de cuadra, ni los furiosos gansos que empleaban muchos granjeros como populares y eficaces guardianes, y sólo un silencio ininterrumpido saludó a Cyllan cuando abrió la puerta del establo y se deslizó en su interior. Oscuras sombras se movieron inquietas, y vio el blanco de un ojo saltón; instintivamente, emitió un sonido grave y gutural, que su tío le había enseñado a emplear para calmar a los animales nerviosos. Los caballos se tranquilizaron, y oyó un suave y satisfecho resoplido.

Solamente había tres animales en el establo: una yegua negra de lomo arqueado, un poney peludo y el gran caballo de color gris de hierro. Las guarniciones estaban colgadas de ganchos a bastante altura en la pared; reconoció las suyas por las manchas de barro y de sudor en el cuero y empezó a ensillar su montura. Una rápida inspección le dijo que el animal había sido bien alimentado y abrevado. Dando un último tirón a la cincha para comprobar que estaba segura, separó el caballo de su pesebre y lo encaró hacia la puerta. Al salir, los cascos del animal resonaron fuertemente sobre los guijarros, arrancando de ellos vivas chispas azules, y Cyllan, alarmada, lo detuvo y contempló la oscura mole de la posada. Por un instante, pensó que la suerte seguía protegiéndola, pero entonces brilló una lámpara detrás de una ventana del piso alto y, segundos más tarde, se corrió la cortina y una cara pálida, de rasgos imprecisos, miró en su dirección.

Cyllan sintió que la bilis subía a su garganta al contemplar, espantada, aquella cara. Oyó (o creyó oír, nunca lo sabría de cierto) una voz que llamaba, y ésta la sacó de su pasmo inicial e hizo que se dejase llevar por el instinto. Alargó una mano, se agarró a la silla, levantó un pie, encontró el estribo y, con frenético impulso, subió a lomos del caballo. Este se encabritó de lado; ella agarró las riendas, todavía luchando por enderezarse, y clavó con fuerza los tacones en los flancos.

El ruido del corpulento caballo saliendo a toda velocidad del callejón fue suficiente para despertar a la mitad de los moradores de Wathryn, pero era demasiado tarde para tratar de detenerlo. Cyllan había sido vista y lo único que podía hacer era salir al galope para salvar la vida. Se agachó sobre el cuello de su montura, gritándole estridentemente y golpeándole con las riendas enlazadas. Cruzaron la plaza del mercado, no dando por un pelo contra la Piedra de la Ley, y volaron hacia la carretera. Delante de ellos, un desgarrón de las nubes permitió ver un resplandor verde-purpúreo en la dirección por la que saldría el sol; Cyllan dirigió su montura hacia la derecha, apartándose de la carretera y desviándose hacia el sur. Esperaba oír en cualquier momento el ruido de sus perseguidores, pero no fue así; llegó a los bosques de más allá de la ciudad y tampoco resonaron pisadas de caballo a sus espaldas. Al fin permitió Cyllan descansar a su caballo y se volvió sobre la silla para mirar atrás.

Wathryn seguía durmiendo. Si Sheniya Win Mar reconoció a su antigua huésped o se había creído víctima del robo de un caballo, aún no había dado la voz de alarma, y esto era suficiente para dar a Cyllan la ventaja que necesitaba. Delante de ella se extendían las grandes llanuras labrantías del sur y, después, la provincia de Shu, donde, si todavía vivía, la buscaría Tarod.

Si todavía vivía
… Cyllan palpó el sitio donde guardaba la piedra del Caos y murmuró una oración que no iba dirigida a Aeoris. Después se acomodó mejor sobre la silla y puso su caballo al abrigo de los árboles.

CAPÍTULO III

—¿K
eridil?

La alta y noble joven había entrado en la estancia tan silenciosamente que él no advirtió su presencia hasta que salió de la sombra y se acercó a la ventana junto a la cual estaba de pie el Sumo Iniciado. Este se volvió, sorprendido, y después sonrió cuando ella se acercó para besarle.

—Pareces cansado, amor mío. —Su voz era cálida y solícita—.

Deberías tomarte un rato para descansar; el mundo no dejará de girar mientras tú duermes.

Él sonrió de nuevo y le rodeó los hombros con un brazo, estrechándola contra su cuerpo.

—Más tarde dormiré un poco. —Señaló con la cabeza a la ventana, donde despuntaba el día—. Todavía estamos esperando que regresen las primeras aves mensajeras. Tardan más de lo que yo quisiera; esperaba que, a estas horas, la noticia se habría difundido por todas las provincias.

Sashka suspiró débilmente.

—¿Y no hay noticias del paradero de Tarod?

—No. Desde luego, hemos tratado de localizarle por medios mágicos, y las videntes de la Hermandad están empleando todos sus recursos. Pero conozco a Tarod; si no quiere que le encuentren, se necesitaría, para descubrirle, mucho más de lo que son capaces nuestros Adeptos.

—Le encontraréis —dijo ella, con tal veneno en la voz que Keridil se quedó momentáneamente sorprendido al ver que su odio igualaba al suyo—. Le encontraréis, Keridil. Y entonces…

Las uñas de una mano se clavaron en la palma de la otra al cerrar ella los dedos. Cuando Tarod fuese capturado de nuevo gozaría con su muerte lenta. Dos veces había burlado él al Círculo; estaba resuelta a no verse privada esta vez del placer de su destrucción final. Y quizá se permitiría verle por última vez, para recordarle que la había conocido tocado y amado… Un ligero y agradable escalofrío recorrió su espina dorsal, y Keridil, al advertirlo, le preguntó, solícito:

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