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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (5 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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La roca era un lecho duro e incómodo, pero Tarod se instaló lo mejor que pudo, arrebujándose más en la gruesa capa. El viento, que soplaba a ráfagas, gimió en su mente como la voz lejana de un sueño medio olvidado, y a los pocos minutos Tarod se quedó dormido.

El instinto le despertó segundos antes de que los ruidos de cascos de caballo y de una fuerte respiración se mezclasen con el gemido del viento. Abrió los ojos verdes y contempló una silueta monstruosa que cubría la mitad del turbulento cielo. Un fuerte olor animal penetró en sus fosas nasales, y Tarod se quedó rígido de la impresión, sin saber si aquella aparición era real o surgida del abismo de una pesadilla.

Se oyó una carcajada ronca y el monstruo se movió, descomponiéndose en las formas de dos hombres montados a caballo e indiscutíblemente reales.

—El durmiente se despierta. —El acento era gutural, y Tarod presumió que tenía su origen en el lejano norte de la provincia Vacía.

No le gustó el tono de voz—. Sé bienvenido en tu regreso al mundo, amigo. ¿No es para ti un honor tener a tan buenos compañeros para recibirte?

Alguien rió entre dientes detrás de Tarod; éste volvió rápidamente la cabeza y vio a otros tres jinetes a su espalda. El que había reído era un joven picado de viruelas y de expresión bobalicona, que tendría dieciséis o diecisiete años; los otros eran mayores pero no más agradables, y Tarod se dio cuenta de que eran, pues no podían ser otra cosa, un grupo de bandidos.

Suspiró, se apoyó de nuevo de espaldas en la roca y cerró una vez más los ojos. No llevaba encima nada que valiese la pena; por lo tanto, no era probable que esos rufianes de aspecto siniestro le causasen muchas molestias; pero le irritaba su inoportuna llegada.

El jefe, un individuo delgado como una serpiente y que lucía una extraña mezcla de chucherías robadas sobre una sucia pelliza, bufó con fuerza.

—Parece que nuestro amigo no aprecia nuestra amabilidad al detenernos para pasar un rato con él. —Hizo avanzar su caballo y tocó a Tarod con la punta de una bota. Tarod abrió los ojos—. ¡En pie, amigo!

Tarod le miró fijamente.

—¿Me lo dices a mí?

El joven rió de nuevo y el jefe hizo una burlona reverencia.

—Te pido perdón, señor, si te he ofendido. Pero no veo a nadie más a quien dirigirme.

Los otros rieron ruidosamente y su jefe sonrió, correspondiendo a su aprobación. Su caballo se acercó todavía más y los otros siguieron su ejemplo, de manera que Tarod se vio estrechamente rodeado.

—Tal vez nuestro amigo tiene una legión de demonios ocultos en el bolsillo, Ravakin —sugirió uno de ellos—. Quizá se ha imaginado que les hablabas a ellos.

Ravakin sonrió de nuevo, afectadamente, mostrando los dientes cariados.

—Es más probable que lleve un caballo y unas alforjas ocultas en la manga. Tal vez querrá mostrárnoslos, como prueba de camaradería y de buena voluntad. —Por segunda vez, la punta de una bota golpeó las costillas de Tarod—. Vamos, amigo, ¿dónde están tus cosas?

—Las estás viendo con tus propios ojos, amigo —dijo tranquilamente Tarod.

—El viajero tiene sentido del humor —se burló Ravakin.

Un hombre robusto que estaba a su lado rió por lo bajo.

—¿Crees que sería tan divertido si encendiésemos una fogata debajo de él?

—Desde luego, sería mucho más hablador. Nadie que esté en su juicio se aventura en estos montes si quiere conservar la vida; ha de tener un tesoro en alguna parte. Y nos dirá dónde está. —Se lamió los labios—. Cuando nosotros le hayamos divertido durante un rato, nos suplicará que le dejemos decirlo.

Evidentemente, pretendía con sus palabras debilitar la confianza de Tarod, y le contrarió que aquel hombre de cabellos negros se limitase a sonreír débilmente. Frunció el entrecejo e hizo un ademán al más corpulento de sus compañeros.

—Regístrale. Ve lo que lleva encima.

—No te molestes. —Tarod se levantó con una agilidad y una rapidez que le sorprendió. Se echó la capa atrás y dijo, con voz engañosamente amable—. No tengo dinero, ni bienes, ni nada que pueda interesaros, caballeros. Si queréis buscar un caballo, podéis hacerlo con mi beneplácito. No lo encontraréis, porque no tengo ninguno.

Ahora empezó a hablar el joven, en una voz sólo cascada a medias.

—Tal vez dice la verdad, Ravakin. No hemos visto nada, y no se podría esconder un gusano en este erial…

—¡Cierra ese pico! —le replicó severamente Ravakin—. No puede haber venido de ninguna parte, sin un caballo y provisiones. Amit, Yil, daremos a nuestro amigo una pequeña lección de camaradería para aflojarle la lengua.

Mientras hablaba, hizo avanzar su caballo de manera que el flanco rozó a Tarod y le hizo perder el equilibrio. En el mismo momento, dos de los otros adelantaron sus monturas, empujándole hacia Ravakin y levantando una nube de polvo sofocante con los cascos.

—¡Ray! —La súbita exclamación hizo que el jefe de la banda se detuviese en seco—. ¿Qué lleva debajo de la capa?

Los ojos maliciosos y curiosos de Ravakin se fijaron en Tarod, pero Amit, que era el que había hablado, reconoció el símbolo distintivo antes que su jefe.

—¡Maldita sea, Ray, es un Iniciado!

—¿Un Iniciado? —El jefe le dirigió una mirada fulminante—.

¡Por mí, podría ser el Margrave de los Siete Infiernos!

—Se inclinó hacia delante sobre la silla, echando sobre la cara de Tarod un aliento caliente, que apestaba a comida rancia—. Le daremos este título. Nuestro eminente amigo, el Margrave de los Siete Infiernos. Vamos, Margrave. Vas a bailar para nosotros hasta que nos hartemos de ti, y entonces te quitaremos esa bonita chuchería si no tienes nada mejor que ofrecernos.

Tarod no dijo nada, no se movió, y Ravakin, lentamente y regocijándose en ello, sacó un largo cuchillo del cinto. Acarició el mango con el dedo pulgar.

—¿Me has oído, Margrave de los Siete Infiernos? Vamos a enviarte a tus propios dominios… —Alargó la mano y, con una seguridad fruto de la práctica, tocó con la punta del cuchillo el cuello de Tarod, mientras dos de sus hombres empezaban a silbar sin la menor armonía—. Diviértenos, Margrave. ¡Veamos cómo bailas a nuestro son!

Tarod había permanecido impasible durante las chanzas de los bandidos, pero, de pronto, la cólera hirvió en él, y otro sentimiento familiar resurgió con ella. No hizo ningún movimiento para desafiar a sus atacantes, sabiendo que estaba en desventaja e inseguro de la fuerza que podría ejercer contra ellos, si es que le quedaba alguna. Pero la cólera despertó otras emociones y comprendió que, por muy débil que estuviese, todavía podía enfrentarse con ventaja a semejante pandilla de arrogantes imbéciles.

—Ravakin —dijo pausadamente, pero con un cambio brusco en el tono de la voz que hizo que el jefe de la banda frunciese el entrecejo.

La hoja del cuchillo osciló, y Tarod, con desdeñoso ademán, la apartó a un lado. El rostro de Ravakin enrojeció de ira, y el hombre le habría asestado una cuchillada si el caballo no hubiese retrocedido, percibiendo algo que todavía estaba más allá de la comprensión de su amo. Los ojos verdes buscaron los grises desvaídos de Ravakin, y Tarod aguantó con firmeza la mirada del jefe bandolero.

—Te daré una oportunidad —dijo suavemente Tarod—. Ocúpate de tus asuntos, asalta a algún otro viajero y déjame en paz. Es mi último aviso, Ravakin.

Ravakin siguió mirándole unos momentos; después, echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada.

—¡Me amenaza! ¡Me amenaza nada menos que el Margrave de los Siete Infiernos! —Sus secuaces, tranquilizados, rieron con él—.

Sin un cuchillo, sin una espada, sin tener siquiera un palo, ¡se imagina que puede asustarme! —La risa se convirtió en hipo y Ravakin se enjugó la nariz y los ojos lacrimosos con la manga. Entonces su amplia sonrisa se transformó bruscamente en una fea mueca, y dijo despectivamente—: Matadle.

En su afán de imitar los cambios de humor de su jefe, los hombres se reían todavía, y se mostraron lentos en reaccionar a la orden.

Antes de que pudiesen hacer un movimiento, Tarod alzó la mano izquierda, la cerró sobre el morro del caballo de Ravakin, y pronunció una sola palabra incomprensible.

El animal relinchó y se encabritó y Tarod tuvo el tiempo justo de agacharse a un lado para evitar que le alcanzasen los cascos. El jefe de los bandidos lanzó una exclamación de asombro que inmediatamente se convirtió en grito de terror cuando el asustado animal empezó a corcovear. Perdió el equilibrio, se inclinó hacia un lado en la silla y cayó sobre el polvo con un fuerte golpe. El caballo saltó y el grito de Ravakin se convirtió en rugido de furia insensata mientras trataba de ponerse en pie e intentaba agarrar a tientas su cuchillo perdido. Se estaba incorporando, cuando unos dedos terriblemente vigorosos le agarraron del cuello y le torcieron la cabeza en un ángulo horrible, hasta que, retorcido y presa de dolor, quedó enfrentado a los ojos verdes y fríos, como el hielo, de Tarod.

Los hombres que le sobrevivieron, no pudieron nunca imaginar los horrores que vio Ravakin en aquel momento; las ilusiones conjuradas por Tarod sólo él podía verlas, y eran fruto de un antiguo y malévolo poder que se regocijaba en el tormento. Lo único que vieron fue el aura oscura y maligna que envolvía al hombre que, hasta hacía unos momentos, había sido una presa fácil y divertida. Sus caballos relincharon y se encabritaron, y dominando aquel ruido, vibró el grito de Ravakin, como una súplica y una protesta incoherente, mientras su mente rebasaba los linderos de la locura. Sus ojos se desorbitaron y su rostro se tiñó de púrpura; sus manos arañaron desesperadamente los indescriptibles fantasmas que caían sobre él y en medio de los cuales parecía arder la cara cruelmente sonriente del extranjero de cabellos negros. Se retorció y se encogió, con un gruñido ahogado y con la lengua fuera de la boca, como una serpiente hinchada, y entonces, los pasmados hombres oyeron un solo y estremecedor chasquido: Tarod, con una sola mano, había roto el cuello de Ravakin.

La pandilla de bandidos no esperó a presenciar el terrible final de su jefe. Cuando Tarod se volvió hacia ellos, enfurecido y previendo un ataque por la espalda, estaban ya dando la vuelta a sus monturas y golpeando frenéticamente sus flancos con los tacones de las botas, espoleándoles para alejarse de allí, dondequiera que fuesen. Sus voces, agudizadas por el pánico, incitaban a los animales a continuar su carrera, y Tarod se quedó mirándoles, mientras su furia ciega se extinguía poco a poco.

Las voces de los bandidos y el estruendo de los cascos de sus monturas se perdieron con el zumbido del viento. Tarod se tambaleó hacia atrás y se apoyó en la roca, súbitamente débil y agotado. A menos de dos pasos yacía Ravakin, con la lengua fuera y los redondos ojos mirando estúpidamente un guijarro a un pie de su nariz. Tarod se sintió asqueado y tuvo náuseas al contemplar el cadáver. Lo que hizo fue puramente maléfico. Habría sido mucho más sencillo matar al jefe de los bandoleros sin emplear una crueldad tan salvaje, y sin embargo, había sido incapaz de resistir la tentación. El poder había surgido en él y lo había empleado… Miró su mano izquierda y la estropeada base del anillo que llevaba todavía en el dedo índice. Incluso sin la piedra del Caos había maldad en él. Recuperada la piedra, ¿no le sería mucho más difícil luchar contra tan nociva influencia?

Pisando los talones a esa idea, le acometió la aguda impresión de que se estaba compadeciendo a sí mismo. Más importante que su bienestar era el de Cyllan, que llevaba la piedra del Caos y carecía del poder de Tarod para protegerse. Si tenía que encontrarla, su pragmatismo le advertía que no debía perder tiempo y sí emplear todos los recursos que tenía a mano, fuesen cuales fueren las protestas de su conciencia.

Se irguió, se plantó junto al cadáver y lo empujó con un pie para que rodase sobre la espalda. Haciendo caso omiso de aquella mirada ciega y acusadora, registró el cuerpo de Ravakin. Además de la espada corta, el jefe de bandoleros llevaba un cuchillo afilado y bien equilibrado en una vaina bordada, sin duda propiedad de alguna víctima anterior, y una bolsa debajo de la pelliza, con monedas por un total de unos cincuenta gravines y un puñado de pequeñas pero valiosas gemas. Lo suficiente, al menos, para permitir a Tarod revestir una imagen que no despertase sospechas en las poblaciones provincianas.

Levantó la mirada y vio el caballo del muerto, quieto a poca distancia, con la cabeza gacha y observándole. Evidentemente, le habían enseñado a no moverse cuando nadie lo montaba y, una vez mitigado su miedo, obedeció aquellas enseñanzas. Tarod levantó una mano y chascó los dedos, emitiendo al mismo tiempo un grave sonido gutural.

El caballo levantó las orejas y se acercó, vacilando al principio y después con más confianza, obedeciendo la orden mental con que Tarod acompañó el movimiento. Era un buen animal, un bayo corpulento y poderoso; ningún bandido que estuviese en su sano juicio emplearía una montura que no fuese vigorosa y segura, y Ravakin había sido un experto a su propia e infame manera. El caballo permaneció pasivo mientras Tarod examinaba las alforjas. En ellas encontró más monedas, un collar femenino de bronce y esmalte, un brazalete haciendo juego y una buena cantidad de carne seca y trozos de fruta fermentada; las raciones adecuadas para un hombre que viajaba ligero pero necesitaba una buena manutención. Había también una bota de vino, vacía en tres cuartas partes, pero que podía utilizarse para llevar agua. Tarod bebió el resto de su contenido y comió uno de los pedazos de fruta seca mientras comprobaba las guarniciones del animal; guardó el cuchillo envainado en el cinto y, por último, saltó sobre la silla del bayo. Cuando el animal levantó la cabeza y bufó, ansioso por alejarse de aquella roca que olía a muerte, Tarod sacó el collar y el brazalete de la alforja y los dejó caer sobre el cuerpo de Ravakin, produciendo un débil y frío tintineo. Los secuaces del bandido no se atreverían a volver allí; con un poco de suerte, el cadáver sería encontrado por algún minero de la provincia Vacía y, posiblemente, las joyas serían devueltas a su legítima dueña, si seguía con vida.

Miró por encima del hombro. Las nubes de lluvia estaban ahora a poco más de una milla, pero creyó que el bayo podía dejarlas atrás.

Volviendo la cabeza del animal hacia el sur, lo lanzó a medio galope a lo largo del accidentado camino.

Cyllan se despertó y vio el fantasmal resplandor que precede a la aurora dando un pálido relieve al ventanuco de su habitación en la posada del Arbol Alto. Se volvió en la blanda cama, arrebujándose más en las gruesas mantas y, hasta despertar del todo, se quedó mirando la ventana. Alarmada, se incorporó de un salto.

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