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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (8 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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La pandilla de boyeros con la que había trocado el caballo del Margrave por ropa vieja, dos poneys cascados y diez gravines en metálico, no le habían hecho preguntas, contentándose con escupir y dar la mano para cerrar el trato. Cyllan sabía que había vendido el caballo por menos de la mitad de su valor; los poneys casi no valían nada y el caballo podía venderse por cuarenta o cincuenta gravines, pero el hecho de que hubieran realizado un trato tan abusivo por su parte aseguraría el silencio de los boyeros. Su tío celebró en su tiempo los suficientes negocios sucios como para que Cyllan conociese demasiado la manera de actuar de los conductores de ganado; en esto no corría ningún peligro. Había comprado la chaqueta de cuero y las botas a un vendedor ambulante y, a la mañana siguiente, completó su disfraz en el bosque arrancando la corteza cobriza de las ramas de un arbusto, machacándola en el agua de una pequeña charca, jadeando al sentir su frialdad, y tiñéndose los cabellos de color castaño con la mezcla. La coloración no era permanente; tendría que protegerse los cabellos de la lluvia, y los efectos de la corteza desaparecerían al cabo de aproximadamente una semana; pero disponía de tiempo suficiente.

Hasta aquel momento todo había marchado bien (salvo cuando había estado al borde del desastre en Wathryn), pero sabía que cuanto más se adentrase en el poblado sur, el viaje sería cada vez más peligroso. Por lo que podía calcular, se hallaba en las tierras fronterizas entre las provincias de Chaun y Perspectiva, y los campos eran aquí más despejados; tierras llanas y labrantías, cruzadas por importantes caminos ganaderos, pero sin los densos bosques del norte que pudiesen darle abrigo. La noche anterior había acampado en terreno descubierto, junto a un afluente de uno de los grandes ríos occidentales, y no se había atrevido a encender fuego hasta que la noche se había hecho demasiado fría para aguantarla sin él; durante el día había dado un amplio rodeo para esquivar dos caseríos, y si por la tarde se arriesgó a entrar en Vilmado había sido, simplemente, para evitar lo que sería otro rodeo más amplio y difícil. Y cuanto más cabalgase hacia el sur, más poblaciones encontraría y mayor sería el riesgo de ser capturada. Tenía que hallar a Tarod, pero no había oído ningún rumor acerca de él y aún no tenía la menor idea de en qué parte del mundo podía estar.

Durante la noche, al calor del fuego pero incapaz de dormir por miedo a que la pillasen desprevenida unos bandoleros o incluso un agricultor local, trató de utilizar su propia y sencilla forma de geomancia para establecer contacto con Tarod. Pero, sin su preciosa bolsa de piedras, el intento fue un fracaso, y Cyllan dudaba incluso de que con las piedras el resultado hubiese podido ser mejor. No tenía condiciones para esta labor, y ahora empezaba a desvanecerse su esperanza de que Tarod emplease sus propios poderes para encontrarla. Si lo había intentado, si era capaz de intentarlo, entonces había sido ella quien no había tenido las facultades psíquicas necesarias para oírle.

Al fin había sacado la piedra del Caos de su escondrijo y contemplado su resplandor centelleante, dándole vueltas en las manos y sintiéndola latir como si tuviese vida propia. Al observar sus profundidades de múltiples facetas, se había imaginado que se convertía en un ojo que la miraba fijamente y que, detrás de él, podía atisbar un reflejo de la sonrisa de Yandros… o de Tarod. Pero la ilusión duró sólo un momento y, después, la piedra se apagó de nuevo. Más tarde, al amanecer, se despertó de un sueño inquieto, creyendo que oía el estridente y elemental gemido lejano que anunciaba un Warp, pero también esto había sido una ilusión. Sin embargo, se dijo, si Yandros estaba tratando de ayudarla en su búsqueda, seguramente haría que…

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el regreso del mozo.

Este colocó dos platos y una jarra llena hasta el borde sobre la mesa, delante de ella, y después se quedó plantado, balanceándose sobre los pies y con la visible esperanza de iniciar una conversación. Bueno, nada perdería con hablar un poco, pensó Cyllan; las tabernas como éstas eran buenas fuentes de información, y los mozos que servían en ellas tenían fama de repetir cuanto oían a quienes estuviesen dispuestos a escucharles. Pero antes de que pudiese decir algo para darle pie, le llamó la atención el ruido de unas pisadas en el callejón. Oyó voces roncas, el relincho de un poney (probablemente uno de los suyos), se abrió la puerta y entraron una docena de hombres, seguidos de unas cuantas mujeres.

El que iba al frente del grupo, un hombre bajo pero robusto, que sudaba a pesar del viento del este, se detuvo y miró al mozo echando chispas por los ojos.

—Hay dos poneys atados ahí afuera. ¿Qué te dije sobre eso de dejar que cualquier desharrapado emplee mi anilla sin pedir permiso?

El muchacho se ruborizó y señaló con el pulgar en dirección de Cyllan, ya que estaba demasiado confuso para hablar. El posadero miró a la joven, en la que no había reparado antes, y gruñó:

—Son tuyos, ¿eh?

—Míos. —Cyllan había conocido a demasiados taberneros belicosos en sus buenos tiempos para dejarse intimidar por los modales de aquel hombre—. Y he pagado la comida.

El mesonero gruñó de nuevo, en tácita aceptación y casi como disculpándose. El mozo dijo:

—¿Te sirvo una cerveza, amo?

—No. —El posadero le lanzó una mirada furiosa—. Tienes que ir al palacio de justicia. Quieren que vayan allá todos los hombres y muchachos útiles que no asistieron a la reunión, y quieren que lo hagan inmediatamente. Yo diría que tú eres físicamente útil, aunque inútil por tu inteligencia.

Una mujer, aproximadamente de la edad de Cyllan, pero con los cabellos negros, los labios pintados de carmín y los brazos adornados con brazaletes baratos, lanzó una risa estridente, y el mozo enrojeció de nuevo.

—¿Eh… al palacio de justicia? ¿Ahora?

—Supongo que no eres tan sordo como estúpido, ¿verdad? Vamos, ¡mueve esas patas largas!

El muchacho salió pitando y uno de los hombres cerró la puerta y corrió el cerrojo, y después, para sorpresa de Cyllan, hizo rápidamente una señal contra el mal. Mientras tanto, la posadera había corrido detrás del mostrador, pero, en vez de servir cerveza a su clientela, empezó a buscar algo en una alacena.

—Ya está —dijo, sacando un objeto de allí—. Cuelga esto en la puerta, Cappik.

Su marido la miró fijamente.

—¡No seas ridícula, mujer!

—No, no; haz lo que ella dice, Cappik. A fin de cuentas, no puede hacernos ningún mal, ¿verdad? —arguyó otro hombre.

El posadero cedió, encogiendo los hombros, y la mujer colgó en la puerta lo que llevaba en la mano. Cyllan lo reconoció como un collar-amuleto, de pequeñas cuentas toscamente talladas, con menudos rollos de papel sujetos a intervalos en el cordón. Los había hecho su abuela, que era de la Tierra Llana del Este, y ahora eran muy raros; en cada rollo se había escrito una oración a Aeoris, y el collar era ciertamente un amuleto muy poderoso contra las fuerzas diabólicas.

Cuando la mujer hubo colgado el collar en la barra de la puerta, la atmósfera de la taberna sufrió un cambio, como si su pequeña acción hubiese centrado la atención de todos sobre algo que antes no se habían atrevido a considerar. La súbita tensión se hizo palpable; los hombres observaron en silencio el collar que se balanceaba lentamente, y el instinto psíquico de Cyllan percibió inmediatamente la fría sensación de miedo. No dijo nada, sino que siguió comiendo, mientras la esposa del mesonero servía cerveza a los hombres, acompañando sus movimientos de un ruido y un parloteo innecesarios. Con ello turbaba el silencioso ambiente; incluso aquella muchacha descarada había enmudecido. Por fin se repartieron las jarras y la cerveza pareció reanimar los vacilantes ánimos, pues todos rompieron de nuevo a hablar, aunque en tono grave y sin orden ni concierto. Cyllan trató de concentrarse en lo que decían, pero sólo pudo entender alguna palabra ocasional, hasta que unas pisadas junto a su mesa le hicieron levantar la cabeza, y entonces contempló al posadero plantado ante ella.

El hombre gruñó a modo de preámbulo y después dijo:

—Has llegado hoy, ¿verdad?

Cyllan asintió con la cabeza.

—Hace menos de una hora.

Su pulso se aceleró, pero no dio señales visibles de su agitación.

—Oscurecerá dentro de un par de horas. ¿Adónde piensas ir esta noche?

Ella no pudo imaginar la razón de estas preguntas, y los modales de aquel hombre la estaban poniendo nerviosa. Encogió los hombros.

—Iba a preguntar si tenéis una habitación disponible.

Para su sorpresa, una expresión de alivio se pintó en el semblante del posadero, que, hinchando el estómago sobre el ceñido pantalón, dijo:

—La tenemos y, si puedes pagarla, serás bienvenida. —Sin esperar que ella le invitase a hacerlo, se sentó delante de Cyllan—. No aconsejaría a nadie que saliese a la carretera después del anochecer, al menos por ahora. —Hizo una pausa, observándola con ojos astutos—.

¿Eres vaquera?

Cyllan había preparado cuidadosamente su historia antes de entrar en la población, y asintió de nuevo con la cabeza.

—Me dirijo al sur de Chaun para reunirme con la gente de mi primo.

—Eres del este, ¿no?

—Sí. De la Tierra Llana.

No había peligro en decir la verdad; la mitad de los conductores de ganado del mundo procedían de aquella provincia o de su vecina del norte.

—Me lo había imaginado. Conozco el acento; hay muchos de los vuestros por aquí. ¿Dónde has estado negociando?

—En Wishet —mintió Cyllan—. Tenía que entregar una docena de buenas yeguas de pura sangre en Puerto de Verano. —Hizo un guiño—. Debí quedarme con una de ellas para viajar hacia el oeste, en vez de hacerlo con ese par de cojos jamelgos.

El posadero lanzó una carcajada y Cyllan comprendió que este pequeño adorno en su relato había eliminado cualquier sospecha que aún pudiese tener aquel hombre. Era desconcertante darse cuenta de la facilidad con que podía volver a los modales de su antiguo estilo de vida, y pensó irónicamente que, a pesar de la influencia de Tarod, seguía siendo en el fondo una campesina vaquera; este papel le sentaba como un guante muy usado.

El posadero dejó de pronto de reír y se enjugó los labios con el dorso de la mano.

—Dondequiera que vayas, debes viajar de día y no apartarte de los caminos principales si tienes una pizca de sentido común.

Cyllan se puso súbitamente alerta.

—¿Por qué?

—¿No te has enterado de lo que sucede?

Ella sacudió la cabeza y el hombre gruñó, empezando a sudar de nuevo. Estaba claramente confuso por haber confesado algún interés por la seguridad de una desconocida, pero el miedo que sus ojos no lograban ocultar del todo le impulsaba a ser más sincero de lo que le dictaba su carácter.

—Ya —dijo—. Tal vez, si vienes de Wishet, la noticia todavía no habrá llegado allí… —Se inclinó sobre la mesa, bajando la voz, y bruscamente, el miedo que traslucía su mirada se convirtió en una emoción más inmediata—. La información ha llegado del lejano norte, enviada por el propio Sumo Iniciado del Círculo. —Hizo la señal de Aeoris sobre el corazón, y Cyllan tuvo el acierto de imitarle—. Dos personas, si es que se las puede considerar humanas, han escapado a la justicia del Círculo, y toda la Tierra estará agitada hasta que sean encontrados.

—¿Por qué? —preguntó Cyllan—. ¿Qué es lo que han hecho?

El posadero se pasó la lengua por los labios, inquieto.

—Asesinato, hechicería, demonología…, pero esto no es más que el principio. Peor que lo que han hecho es lo que son. —Miró hacia la puerta, donde colgaba el collar-amuleto, y después añadió, haciendo de nuevo la señal de Aeoris—: Servidores del Caos.

Dijo estas últimas palabras torciendo la boca, como si temiese ser oído por algún ente sobrenatural. Cyllan abrió los ojos de par en par y esperó que su expresión de espanto fuese convincente.


¿El Caos?
—repitió, en un murmullo—. Pero si ya no existe, ¿verdad?

—Así lo creíamos todos. Pero la noticia procede del propio Sumo Iniciado. Y mientras esos malhechores estén en libertad, todos corremos un gran peligro. —Se estremeció, se echó atrás y dirigió a Cyllan una severa y calculadora mirada—. Yo no me atrevería a conducir ganado por los caminos mientras esos diablos anden sueltos. ¡No lo haría por todo el vino del sur de Chaun!

—¡Eh, Cappik! ¿Por qué estás acaparando a tu visitante, privándola de una buena compañía? —Un hombre alto y moreno se acercó a la mesa y empujó hacia un lado al posadero para sentarse, sonriendo al mismo tiempo a Cyllan y mostrando los mellados dientes. Levantó su jarra—. Creo que es lo que todos necesitamos esta noche. Una buena compañía.

Los otros se acercaron uno a uno agrupándose delante del fuego.

La mujer del posadero añadió más leña, y todos se sentaron a las mesas próximas, encontrando sitio las mujeres donde podían, y Cyllan fue muy pronto centro de la atención de todos. Su interés no ofrecía el menor peligro; era simplemente la curiosidad natural y ociosa que provocaba una desconocida, y una oportunidad de distraer la mente de pensamientos menos agradables. Las lenguas se aflojaron cuando se hizo de noche, todos siguieron bebiendo cerveza, y los hombres empezaron a especular sobre las noticias del norte y lo que éstas podían significar. Cyllan escuchaba y hablaba poco, y aunque la charla se hizo pronto más ruidosa y exagerada, por los efectos de la cerveza, comprendió que el valor de que querían hacer gala sus acompañantes era pura jactancia; el miedo provocado en ellos, y en toda la población, por las noticias del norte era real y profundo.

Era tarde cuando al fin subió Cyllan la desvencijada escalera que conducía al piso superior de la posada. En la planta baja, unos pocos de los más atrevidos bebedores habían desafiado su terror para dirigirse a casa, tambaleándose en la oscuridad; pero la mayoría se había acomodado lo mejor posible alrededor del fuego, y Los Dos Cestos fue cerrada y atrancada para la noche.

La cama era estrecha, dura y no particularmente limpia; pero después de pasar dos noches al aire libre, Cyllan dio gracias por ello.

Después de apagar la vela y arrebujarse en la delgada manta, reflexionó sobre todo lo que había oído esta noche.

Tarod estaba vivo. El mensaje de la Península de la Estrella había desvanecido todas sus dudas y guardó este conocimiento como un precioso secreto. Mientras él viviese y estuviera en libertad, tenía ella esperanza…, pero el decreto del Sumo Iniciado le decía claramente que toda la Tierra les estaría buscando desesperadamente. Y la afirmación de que los dos fugitivos eran siervos del Caos representaba un elemento mortal. El miedo había sido esta noche un compañero tangible en la taberna; cuando se difundiese la noticia, este miedo se propagaría como un incendio forestal en pleno verano.

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