Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Miró a Cyllan y dijo, involuntariamente:
—Ojalá pudiese…
—¡No! —La voz de Tarod era furiosa—. No lo digas. ¡No te atrevas a decirlo!
Yandros le miró, y un débil fruncimiento arrugó sus facciones cruelmente perfectas.
—¿Tanto significaba para ti? No me respondas como hombre ni como un Señor del Caos. Respóndeme, pues, como Tarod, que es ambas cosas.
Los ojos verdes se entrecerraron doloridos y Tarod desvió la mirada. Yandros suspiró. Miró a Cyllan y extendió la mano izquierda. Al principio pensó Keridil que debía ser una ilusión, pero sus dudas duraron poco. Cyllan parpadeó, un sonido suave brotó de sus labios y su cuerpo se puso tenso. Después la inteligencia inundó los ojos ambarinos donde no había más que la mirada fría de la muerte, y murmuró una palabra, apenas audible:
—Tarod…
Tarod se volvió rápidamente de espaldas, torturado el semblante.
—Yandros, no puedes… Está muerta; ¡yo la vi morir!
—Tranquilízate. —Yandros seguía mirando a Cyllan, pero alargó una mano para tocar el brazo de Tarod—. No la he reanimado. No es solamente un cuerpo sin alma que se mueve y habla. Vive.
Tarod se detuvo, volvió la cabeza para mirar al Señor del Caos, impresionado y confuso. El poder de desafiar a la muerte, de invertir el golpe de su mano, era uno de los que sabía que solamente poseía Yandros en el reino del Caos…, pero era un poder que Yandros no había querido ejercitar durante miles de años.
Yandros tomó la mano de Cyllan y la hizo ponerse en pie, aunque ella sólo podía mirarle en hipnótica confusión. Él sonrió y llevó una mano a la cara manchada de sangre y, después, a la fea herida entre sus senos. A su contacto, la sangre y la herida abierta desaparecieron.
—Tengo una deuda personal con Cyllan —dijo Yandros, amablemente regocijado—. Si pagándola puedo también aliviar la aflicción de mi hermano, tanto mejor.
Cyllan empezaba a recobrarse de la inercia de la inconsciencia; se llevó una mano a la cara, trató de hablar, pero no encontró palabras para expresar lo que sentía. Sus ojos súbitamente enloquecieron, se fijaron en Tarod, e hizo un violento movimiento para librarse de las manos de Yandros. Este las soltó y ella corrió hacia el señor de negros cabellos, deteniéndose solamente cuando estuvieron cara a cara, como si al fin careciese de valor para tocarle. El no dijo nada, pero le tendió las manos; Cyllan avanzó con paso vacilante y sus hombros empezaron a temblar mientras las lágrimas surcaban sus mejillas.
Yandros se acercó a ellos.
—Despídete, Cyllan —dijo—. Tarod y yo debemos marcharnos de este mundo, y tú tienes que quedarte. —Hizo una pausa, sonrió—. Es decir, a menos que estés dispuesta a hacer el sacrificio que te permita venir con nosotros.
Ella se volvió lentamente a mirarle, sin comprender. En cambio, Tarod se dio cuenta de lo que quería decir Yandros, pero el Señor del Caos se le adelantó cuando se disponía a hablar.
—El Caos está en deuda contigo —dijo a la pasmada joven—. Y yo puedo hacerte un regalo que, si lo aceptas, te permitirá quedarte con Tarod. —Sus ojos adquirieron de pronto un ardiente brillo carmesí—. Para siempre.
Cyllan empezó a comprender y se estremeció al resurgir una esperanza que apenas se atrevía a reconocer. Tenía la boca seca como el polvoriento suelo del cráter, pero murmuró:
—¿Quieres decir que yo… podría…?
Yandros sonrió de nuevo, esta vez con un matiz de humor irónico.
—¿Es tan terrible la perspectiva de vivir en nuestro reino, Cyllan? Sospecho que tú sabes más del Caos que cualquier otro mortal de tu mundo. —Alargó una mano y tocó ligeramente su brazo, resiguiendo la cicatriz que le había causado en el Castillo de la Península de la Estrella—. Y no experimentarías nuestro mundo a la manera vulnerable de un ser humano. Te convertirías en parte del Caos, serías inmortal por derecho propio. Te ofrezco esto en reconocimiento a tu valor y a tu fidelidad a mi hermano. Aquella vida puede ser tuya, si así lo deseas.
Dejar atrás su existencia, dejar atrás la humanidad y entrar en el reino inconcebible del propio Caos…, ser inmortal, desligada de la cosas terrenas, indemne al tiempo y a la perspectiva de la muerte…
Cyllan no podía asimilar lo que le ofrecía Yandros; no podía comprenderlo, ni siquiera imaginarlo. Pero un hecho se destacaba como una clara joya en el miasma de sus confusas reacciones. Si aceptaba lo que le ofrecía el Caos, ella y Tarod estarían juntos por toda la eternidad, si no lo aceptaba, nunca volvería a verle.
Se volvió, desesperada, a la oscura figura que tenía al lado.
Hombre, demonio, dios, fuese de lo que fuera, le amaba más que al mundo, y ahora necesitaba más que nunca su guía.
—Tarod, ¿qué debo hacer? —dijo, con voz entrecortada.
Tarod sacudió la cabeza.
—No puedo ayudarte, amor mío. No tengo derecho a tratar de influir en ti, no en esto. Pero Yandros ha dicho la verdad.
Sus ojos verdes, que nada tenían ahora de humanos, estaban fijos en su cara. Ella conocía bien aquella mirada, y le estaba diciendo lo que había esperado más que nada en el mundo. Sin él, nada valía la pena.
Dejó que sus dedos se cerraran con fuerza sobre los de él y cerró los ojos ambarinos.
—Iré. Si Tarod quiere tenerme con él, iré… de buen grado. —Pestañeó y miró de nuevo a Yandros—. ¿Cómo podré jamás darte las gracias?
Yandros hizo un ademán indiferente, con una expresión astuta en el semblante.
—No es más que un antojo. El Caos no tiene lógica, deberías saberlo. Simplemente me gusta complacer a Tarod.
Tarod rió por lo bajo.
—Si es esto lo que te gusta creer, Yandros, sea como tú dices.
Yandros inclinó la cabeza, como burlándose ligeramente de sí mismo.
—Y ahora —dijo—, hay una última cuestión…
Giró sobre los talones y se enfrentó a Keridil.
Keridil había escuchado la conversación entre los tres con muda estupefacción, incapaz de moverse o de reaccionar de cualquier modo.
Comprendía, o creía comprender, lo que Yandros había ofrecido a Cyllan, y este conocimiento reavivaba en su interior una herida dolorosa. Yandros había demostrado ser más compasivo que Aeoris, y si el más grande de los Señores del Caos había podido devolver la vida a un muerto, seguramente podría volver a hacerlo… La cara de Sashka, hermosa como antes de que Tarod descargase en ella su venganza, se materializó ante los ojos de su mente y aumentó su dolor; desterró la imagen haciendo un gran esfuerzo y, cuando miró de nuevo a Yandros, comprendió que lo que había esperado durante un breve instante era imposible. Y tal vez, pensó, aunque no pudo reconocerlo, no habría querido que fuese posible.
Yandros y Tarod se movían ahora en dirección a él. Keridil todavía no podía aceptar del todo el hecho de que los dioses a quienes adoró durante toda su vida habían sido derrotados, y de que estos desaforados, veleidosos e imprevisibles entes habían ocupado su sitio.
El Caos había vuelto… ¿Qué futuro podía haber ahora para él?
Yandros leyó sus pensamientos, y el Señor del Caos de cabellos de oro sonrió:
—El futuro, Sumo Iniciado, será como vosotros lo hagáis —dijo, y su voz argentina pareció levantar chispas en lo más profundo del ser de Keridil—. El mundo cambiará. El Orden ya no gobierna, pero nosotros seremos unos amos muy diferentes. Nos gustan los conflictos y, si tú deseas que el Orden represente aquí un papel, se levante contra el Caos, tienes derecho a luchar por ello. Vuelve a la Península de la Estrella, Keridil Toln. Es el lugar que te corresponde por derecho.
Aprovecha todo lo que puedas lo que te hemos dejado. Es más de lo que te imaginas.
Keridil no pudo responderle. Contempló un instante aquella cara cruelmente hermosa, aquellos ojos cambiantes, y tuvo que desviar la mirada. Tarod se adelantó.
—Donde hay conflicto puede haber verdadero desarrollo y vida —dijo—. Entiende esto y lo comprenderás todo. Creo… —Miró a Yandros y se estableció una comunicación privada entre ellos—. Creo que tú, más que todos los otros mortales, eres capaz de cumplir las tareas que te esperan, Keridil. —Para sorpresa y confusión del Sumo Iniciado, alargó la mano izquierda y tomó la derecha de Keridil con una fuerza que produjo en su brazo una descarga que le llegó hasta el hombro—. Te deseo suerte, viejo amigo.
La mano aflojó su apretón y los largos y flacos dedos se encorvaron al retirarlos Tarod. Este sonrió y, por un instante, esta sonrisa reprodujo la del rapaz de doce años que había venido, como desconocido forastero, al Castillo y se había hecho amigo del hijo del Sumo Iniciado. Reprodujo también la del rebelde Iniciado de cabellos negros que había crecido y se había desarrollado dentro del Círculo; el Adepto que, dejando atrás al Círculo, había ejercido un poder que había destruido las barreras del Tiempo, el demonio que había desafiado al ser supremo y le había vencido. Era la sonrisa de un Señor del Caos.
Keridil observó, incapaz de hablar, cómo atraía Tarod a Cyllan a su lado y se enfrentaban los tres a él. Creyó ver (después no pudo nunca estar seguro, aunque la imagen acompañaría sus sueños durante el resto de su vida) un paisaje tan extraño, tan indescriptible, que su mente no pudo realmente registrarlo, superponiéndose sobre la dura roca muerta del cráter; un lugar donde el color y la forma y el sonido chocaban y se mezclaban en loca algarabía. El Caos… Keridil lo contempló sólo un instante; después, con un ruido parecido al de una puerta grande cerrándose suavemente, desaparecieron las tres figuras que tenía delante.
Se quedó plantado, inmóvil, durante mucho tiempo. Detrás de él estaba el altar partido por la mitad donde había reposado el cofre de Aeoris, pero el propio cofre se desvaneció. A su alrededor yacían sus compañeros: Penar Alacar, Ilyaya Kimi, el anciano erudito Isyn, dos Hermanas, sus propios Adeptos; todos seguían durmiendo, y el silencio que descendió sobre el cráter muerto del volcán era casi insoportable. Keridil miró a su alrededor como buscando inspiración o consuelo en las imponentes paredes de roca, pero allí no había nada. Lo único que vio fue el primer y delator destello de luz en el cielo, que le dijo que empezaba a despuntar la aurora en el horizonte del este. En su estado de ánimo actual, le dio poco consuelo.
Alguien rebulló y respiró con menos fuerza que el céfiro y, al volverse, vio que el Alto Margrave se estaba moviendo lentamente, como en trance, estremeciéndose al elevarse su conciencia a través de las capas profundas del sueño en dirección a la mañana. También los otros daban señales de despertar, aunque la anciana Matriarca seguía yaciendo inmóvil, pálida, como una arrugada y frágil muñeca.
La mirada de Fenar Alacar se encontró con la de Keridil, pero éste no pudo responder a la muda y asombrada súplica que ardía en los ojos pasmados del Alto Margrave, y se volvió de espaldas. Tal vez con el tiempo podría empezar a contestar los millones de preguntas no formuladas; pero todavía no. Todavía no.
Se habían ido tantas cosas…, tantas cosas que él había dado por ciertas durante toda su vida y que ahora habían sido barridas. Y sin embargo, Keridil experimentaba que una sensación injustificada de liberación empezaba a invadirle, como si levantaran de sus hombros una carga de la que nunca se había dado plenamente cuenta. De momento, todavía no encontraba solaz en ello…, pero había en ello una promesa, una promesa que era como la de la aurora que ascendía lentamente y sin ruido en el cielo. Fuese lo que fuere lo que guardaba el futuro, se le había dado una oportunidad de vivir y de gobernar como le dictase su conciencia, libre de toda fidelidad ciega al Orden o al Caos. Y esperaba (creía, se dijo severamente) que podría mostrarse digno de aquella responsabilidad.
Lentamente, Keridil se hincó de rodillas sobre el duro suelo de roca. Inclinó la cabeza al doblarse sobre sus propias manos cruzadas, y empezó a orar.
Pero ya no sabía a qué dioses tenía que rezar.
S
i volvía la mente en aquella dimensión, podía ver el Castillo. Aquel edificio tan antiguo, construido por manos que no eran del todo humanas, habitado por sucesivas generaciones, usurpado por otros cuyas vulnerabilidad y mortalidad eran difíciles de advertir. Ahora el círculo se había cerrado, o casi cerrado.
Los centinelas en lo alto de las cuatro vertiginosas torres estaban en sus puestos, teñidas las caras por las últimas luces ensangrentadas del sol al deslizarse hacia el horizonte occidental. Esperaban, como lo hacían cada atardecer, la tormenta sobrenatural que vendría rugiendo del norte en el momento del ocaso, proyectando sus caóticos relámpagos a través de los cielos, mientras las grandes y pulsátiles franjas de color avanzaban inexorablemente detrás de ella. Esperaban el Warp que anunciaba la noche, que pregonaba el poder del Caos en su mundo, y cuando llegase, se celebrarían los ritos y se harían las súplicas y el equilibrio se mantendría una vez más.
Él sentía un extraño afecto por el lúgubre y negro Castillo. Contenía recuerdos que le gustaba contemplar; en los confines de sus paredes aprendió mucho, sufrió mucho y, finalmente, recobró la memoria de su propia y verdadera naturaleza. También había encontrado el alma humana por la que estuvo dispuesto a sacrificarlo todo.
Ella se movió a su lado y él sintió su sonrisa. Aquí, en un reino más allá de la comprensión humana pero que era ahora el suyo, eligió adoptar la forma de una mujer de cabellos pálidos, cara solemne y ojos ambarinos, en la que solamente la resplandeciente ropa del Caos que envolvía su cuerpo delgado desmentía la ilusión de humanidad. Eligió aquella imagen porque sabía que a él le gustaba; él se volvió hacia ella y adoptó una forma que completaba la suya: cabellos negros en contraste con los de oro blanco, ojos verdes que la miraban afectuosamente al atraerla hacia sí y estrecharla con fuerza. En algún lugar lejano, una voz entonó una horrible armonía; él frunció el entrecejo, y el sonido se transformó en una nota pura y trémula que le recordó, agradablemente, las criaturas marinas de pelaje abigarrado que había conocido antaño y que habían servido bien al Caos.
El sol rojo de sangre se estaba hundiendo en el mar mucho más allá de la mole del Castillo, y él sintió en sus venas los primeros anuncios del Warp que se acercaba. La tormenta era su sangre, su nervio; hizo un ligero esfuerzo de voluntad y sintió que la fuerza crecía, aullando y arrastrándose sobre el mar en dirección a la tierra. Y al acercarse furioso al Castillo, vio, como había visto antes, una figura solitaria en una ventana alta que se abría al norte que se estaba oscureciendo. Un hombre que, antaño, fue su amigo.