Read El Señor Presidente Online
Authors: Miguel Angel Asturias
Cara de Ángel saludó a los oficiales del Estado Mayor. (Era bello y malo como Satán.) Tibia nostalgia de nido flotaba en la noche inexplicablemente grande vista desde ahí. Un farolito señalaba en el horizonte el sitio en que velaba, al cuidado del señor Presidente de la República, un fuerte de artillería.
Camila bajó los ojos delante de un hombre de ceño mefistofélico, cargado de espaldas, con los ojos como tildes de eñes y las piernas largas y delgadas. En el momento en que ellos pasaban, este hombre alzaba el brazo con lento ademán y abría la mano, como si en lugar de hablar fuese a soltar una paloma.
—Parthenios de Bithania —decía— fue hecho prisionero en la guerra de Mitrídates y llevado a Roma, enseñó el alejandrino.
De él lo aprendimos Propercio, Ovidio, Virgilio, Horacio y yo... Dos señoras de avanzada edad conversaban a la puerta de la sala en que el Presidente recibía a sus invitados.
—Sí, sí —decía una de ellas pasándose la mano por el peinado de rodete—,
ya yo
le dije que se tiene que reelegir.
—Y él, ¿qué le contestó? Eso me interesa...
—Sólo me sonrió, pero yo sé, que sí se reelegirá. Para nosotros, Candidita, es el mejor Presidente que hemos tenido. Con decirle que desde que él está, Moncho, mi marido, no ha dejado de tener buen empleo.
A espaldas de estas señoras el
Tícher
pontificaba entre un grupo de amigos:
—A la que se da casa, es decir, a la casada, se le saca como una casaca.
—El señor Presidente preguntó por usted —iba diciendo el auditor de Guerra a derecha e izquierda—, el señor Presidente preguntó por usted, el señor Presidente preguntó por usted...
—¡Muchas gracias! —le contestó el
Tícher.
—¡Muchas gracias! —se dio por aludido un «jockey» negro, de las piernas en horqueta y los dientes de oro.
Camila habría querido pasar sin que la vieran. Pero imposible. Su belleza exótica, sus ojos verdes, descampados, sin alma, su cuerpo fino, copiado en el traje de seda blanco, sus senos de media libra, sus movimientos graciosos, y, sobre todo, su origen: hija del general Canales.
Una señora comentó en un grupo:
—No vale la pena. Una mujer que no se pone corsé... Bien se ve que era mengala...
—Y que mandó a arreglar su vestido de casamiento para salir a las Fiestas —murmuró otra.
—¡Los que no tienen como figurar, figúrense! —creyó oportuno agregar una dama de pelo ralo.
—¡Ay, qué malas somos! Yo dije lo del vestido porque se ve que están pobres.
—¡Claro que están pobres, en lo que está usted! —observó la del cabello ralo, y luego añadió en voz baja—: ¡Si dicen que el señor Presidente no le da nada desde que casó con ésta!...
—Pero Cara de Ángel es muy de él...
—¡Era!, dirá usted. Porque según dicen —no me lo crean a mí— este Cara de Ángel se robó a la que es su mujer para echarle pimienta en los ojos a la policía, y que su suegro, el general, pudiera escaparse; ¡y así fue como se escapó!
Camila y Cara de Ángel seguían avanzando por entre los invitados hacia el extremo de la sala en que se encontraba el Presidente. Su Excelencia conversaba con un canónigo, doctor Irrefragable, en un grupo de señoras que al aproximarse al amo se quedaban con lo que iban diciendo metido en la boca, como el que se traga una candela encendida, y no se atreve a respirar ni a abrir los labios; de banqueros con proceso pendiente y libres bajo fianza; de amanuenses jacobinos que no apartaban los ojos del señor Presidente, sin atreverse a saludarlo cuando él los miraba, ni a retirarse cuando dejaba de fijarse en ellos; de las lumbreras de los pueblos, con el ocote de sus ideas políticas apagado y una brizna de humanismo en su dignidad de pequeñas cabezas de león ofendidas al sentirse colas de ratón.
Camila y Cara de Ángel se aproximaron a saludar al Presidente. Cara de Ángel presentó a su esposa. El amo dispensó a Camila su diestra pequeñita, helada al contacto, y apoyó sobre ella los ojos al pronunciar su nombre, como diciéndole: «¡fíjese quién soy!». El canónigo, mientras tanto, saludaba con los versos de Garcilaso la aparición de una beldad que tenía el nombre y singular de la que amaba Albanio:
¡Una obra sola quiso la Natura Hacer como ésta, y rompió luego apriesa La estampa do fue hecha tal figura!
Los criados repartían champaña, pastelitos, almendras saladas, bombones, cigarrillos. El champaña encendía el fuego sin llama del convite protocolar y todo, como por encanto, parecía real en los espejos sosegados y ficticio en los salones; así como el sonido hojoso de un instrumento primitivamente compuesto de tecomates y va civilizado de cajoncitos de muerto.
—General... —resonó la voz del Presidente—, haga salir a los señores, que quiero cenar solo con las señoras...
Por las puertas que daban frente a la noche clara fueron saliendo los hombres en grupo compacto sin chistar palabra, cuáles atropellándose por cumplir presto la orden del amo, cuáles por disimular su enojo en el apresuramiento. Las damas se miraron sin osar recoger los pies bajo las sillas.
—El Pueta puede quedarse... —insinuó el Presidente.
Los oficiales cerraron las puertas. El Poeta no hallaba dónde colocarse entre tanta dama.
—Recite, Pueta —ordenó el Presidente—, pero algo bueno; el
Cantar de los Cantares...
Y el Poeta fue recitando lo que recordaba del texto de Salomón.
Canción de Canciones la cual es de Salomón.
¡Oh si él me besara con ósculos de su boca!
Morena soy, oh hijas de Jerusalén,
Mas codiciable
Como las tiendas de Salomón.
No miréis en que soy morena Porque el sol me miró...
Mi amado es para mí un manojito de mirra Que reposa entre mis pechos...
Bajo la sombra del deseado me senté
Y
su fruto fue dulce a mi paladar. Llevóme a la cámara del vino
Y
la bandera sobre mí fue amor...
Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén, Que no despertéis ni hagáis velar al amor, Hasta que quiera Hasta que quiera...
He aquí que tú eres hermosa, amiga mía; Tus ojos entre tus guedejas como de paloma; Tus cabellos como manada de cabras; Tus dientes como manada de ovejas Que suben del lavadero, Todas son crías mellizas
Y
estéril no hay entre ellas...
Sesenta son las reinas y ochenta las concubinas...
El Presidente se levantó funesto. Sus pasos resonaron como pisadas del jaguar que huye por el pedregal de un río seco. Y desapareció por una puerta azotándose las espaldas con los cortinajes que separó al pasar.
Poeta y auditorio quedaron atónitos, pequeñitos, vacíos, malestar atmosférico de cuando se pone el sol. Un ayudante anunció la cena. Se abrieron las puertas y mientras los caballeros que habían pasado la fiesta en el corredor ganaban la sala tiritando, el Poeta vino hacia Camila y la invitó a cenar. Ella se puso en pie e iba a darle el brazo cuando una mano le detuvo por detrás. Casi da un grito. Cara de Ángel había permanecido oculto en una cortina a espaldas de su esposa; todos le vieron salir del escondite.
La marimba sacudía sus miembros entablillados atada a la resonancia de sus cajones de muerto.
No se veía nada delante. Detrás avanzaban los reptiles silenciosos, largos, escaramuzas de veredas que desdoblaban ondulaciones fluidas, lisas, heladas. A la tierra se le contaban las costillas en los aguazales secos, flaca, sin invierno. Los árboles subían a respirar a lo alto de los ramajes densos, lechosos. Los fogarines alumbraban los ojos de los caballos cansados. Un soldado orinaba de espaldas. No se le veían las piernas. Era necesario explicárselo, pero no se lo explicaban, atareados como estaban sus compañeros en limpiar las armas con sebo y pedazos de fustanes que todavía olían a mujer. La muerte se los iba llevando, los secaba en sus camas uno por uno, sin mejoría para los hijos ni para nadie. Mejor era exponer el pellejo a ver qué se sacaba. Las balas no sienten cuando atraviesan el cuerpo de un hombre; creen que la carne es aire tibio, dulce, aire un poco gordito. Y pían como pajarracos. Era necesario explicárselo, pero no se lo explicaban, ocupados como estaban en dar filo a los machetes comprados por la revolución en una ferretería que se quemó. El filo iba apareciendo como la risa en la cara de un negro. ¡Cante, compadre, decía una voz, que dende-oíto le oí cantar!
Para qué me cortejeastes, Ingrato, teniendo dueña, Mejor me hubieras dejado Para arbolito de leña...
¡Sígale, compadre, el tono!...
La fiesta de la laguna Nos agarró de repente; este año no hubo luna Ni tampoco vino gente...
¡Cante, compadre!
El día que tú naciste, Ese día nací yo, y hubo tal fiesta en el cielo Que hasta tata Dios fondeó...
¡Cante, compadrito, cante!... El paisaje iba tomando quinina de luna y tiritaban las hojas de los árboles. En vano habían esperado la orden de avanzar. Un ladrido remoto señalaba una aldea invisible. Amanecía. La tropa, inmovilizada, lista esa noche para asaltar la primera guarnición, sentía que una fuerza extraña, subterránea, le robaba movilidad, que sus hombres se iban volviendo de piedra. La lluvia hizo papa la mañana sin sol. La lluvia corría por la cara y la espalda desnuda de los soldados. Todo se oyó después en grande en el llanto de Dios. Primero sólo fueron noticias entrecortadas, contradictorias. Pequeñas voces que por temor a la verdad no decían todo lo que sabían. Algo muy hondo se endurecía en el corazón de los soldados; una bola de hierro, una huella de huesos. Como una sola herida sangró todo el campo: el general Canales había muerto. Las noticias se concretaban en sílabas y frases. Sílabas de silabario. Frases de oficio de Difuntos. Cigarrillos y aguardiente teñido con pólvora y malhayas. No era de creer lo que contaban, aunque fuera cierto. Los viejos callaban impacientes por saber la mera verdad, unos de pie, otros echados, otros acurrucados. Estos se arrancaban el sombrero de petate, lo somataban en el suelo y se cogían la cabeza a rascones. Por allí habían volado los muchachos, quebrada abajo, en busca de noticias. La reverberación solar atontaba. Una nube de pájaros se revolvía a lo lejos. De vez en cuando sonaba un disparo. Luego entró la tarde. Cielo de matadura bajo el mantillón roto de las nubes. Los fuegos de los vivacs se fueron apagando y todo fue una gran masa oscura, una solíngrima tiniebla; cielo, tierra, animales, hombres. El galope de un caballo turbó el silencio con su ¡cataplán, cataplán!, que el eco repasó en la tabla de multiplicar. De centinela en centinela se fue oyendo más y más próximo, y no tardó en llegar, en confundirse con ellos, que creían soñar despiertos al oír lo que contaba el jinete. El general Canales había fallecido de repente, al acabar de comer, cuando salía a ponerse al frente de las tropas. Y ahora la orden era de esperar. «¡Algo le dieron, raíz de chiltepe, aceitillo que no deja rastro cuando mata, que qué casual que muriera en ese momento!», observó una voz. «¡Y es que se debía haber cuidado!», suspiró otra. ¿Ahhhhh?... todos callaron conmovidos hasta los calcañales desnudos, enterrados en la tierra... ¿Su hija?...
Y al cabo de un rato largo como un mal rato, agregó otra voz: «¡Si quieren, la maldigo; yo sé una oración que me enseñó un brujo de la costa; fue una vez que escaseó el maíz en la montaña y yo bajé a comprar, que la aprendí!... ¿Quieren?...» «¡Pues ái ve vos —respondió otra habla en la sombra—, lo que es por mí lo aprebo porque mató a su pagre!»
El galope del caballo volvió de nuevo al camino —¡cataplán, cataplán, cataplán!—; se escucharon de nuevo los gritos de los centinelas, y de nuevo reinó el silencio. Un eco de coyotes subió como escalera de dos bandas hasta la luna que asomó tardía y con una gran rueda alrededor. Más tarde se oyó un retumbo.
Y con cada uno de los que contaban lo sucedido, el general Canales salía de su tumba a repetir su muerte: sentábase a comer delante de una mesa sin mantel a la luz de un quinqué, se oía el ruido de los cubiertos, de los platos, de los pies del asistente, se oía servir un vaso de agua, desdoblar un periódico y... nada más, ni un quejido. Sobre la mesa lo encontraron muerto, el cachete aplastado sobre
El Nacional,
los ojos entreabiertos, vidriosos, absortos en una visión que no estaba allí.
Los hombres volvieron a las tareas cotidianas con disgustos; ya no querían seguir de animales domésticos y había salido a la revolución de
Chamarrita,
como llamaban cariñosamente al general Canales, para cambiar de vida, y porque
Chamarrita
les ofrecía devolverles la tierra que con el pretexto de abolir las comunidades les arrebataron a la pura garnacha; repartir equitativamente las tomas de agua; suprimir el poste; implantar la tortilla obligatoria por dos años; crear cooperativas agrícolas para la importación de maquinaria, buenas semillas, animales de raza, abonos, técnicos; facilitación y abaratamiento del transporte; exportación y venta de los productos; limitar la prensa a manos de personas electas por el pueblo y responsables directamente ante el mismo pueblo; abolir la escuela privada, crear impuestos proporcionales; abaratar las medicinas; fundir a los médicos y abogados y dar la libertad de cultos, entendida en el sentido de que los indios, sin ser perseguidos, pudiesen adorar a sus divinidades y rehacer sus templos.
Camila supo el fallecimiento de su padre muchos días después. Una voz desconocida le dio la noticia por teléfono.
—Su padre murió al leer en el periódico que el Presidente de la República había sido padrino de su boda...
—¡No es verdad! —gritó ella...
—¿Que no es verdad? —se le rieron en las narices.
—¡No es verdad, no fue padri!... ¡Aló! ¡Aló! —Ya habían cortado la comunicación; bajaron el interruptor poco a poquito, como el que se va a escondidas—. ¡Aló! ¡Aló!... ¡Aló!...
Se dejó caer en un sillón de mimbre. No sentía nada. Un rato después levantó el plano de la estancia tal y como estaba ahora, que no era como estaba antes; antes tenía otro color, otra
atmósfera. ¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muerto! Trenzó las manos para romper algo y rompió a reír con las mandíbulas trabadas y el llanto detenido en los ojos verdes.
Una carreta de agua pasó por la calle; lagrimeaba el grifo y los botes de metal reían.
—Los señores, ¿qué toman?...
—Cerveza...
—Para mí, no; para mí, whisky... —y para mí, coñac...