Read El Señor Presidente Online
Authors: Miguel Angel Asturias
El tren refrenó la marcha en las calles de un pueblecito tendidas como hamacas en la sombra, se detuvo poco a poco, bajaron los pasajeros de segunda clase, gente de tanate, de mecha y yesca, y siguió rodando cada vez más despacio hacia los muelles. Ya se oían los ecos de la reventazón,
ya se
adivinaba la indecisa claridad de los edificios de la aduana hediendo a alquitrán, ya se sentía el respirar entredormido de millones de seres dulces y salados...
Cara de Ángel saludó desde lejos al Comandante del Puerto que esperaba en la estación —¡mayor Farfán!...— feliz de encontrarse en paso tan difícil al amigo que le debía la vida — ¡mayor Farfán!...
Farfán le saludó desde lejos, le dijo por una de las ventanillas que no se ocupara de sus equipajes, que ahí venían unos soldados a llevárselos al vapor, y al parar el tren subió a estrecharle la mano con vivas muestras de aprecio. Los otros pasajeros se apeaban más corriendo que andando.
—Pero ¿qué es de su buena vida?... ¿Cómo le va?...
—¿Y a usted, mi mayor? Aunque no se lo debía preguntar, porque se le ve en la cara...
—El Señor Presidente me telegrafió para que me pusiera a sus órdenes a efecto, señor, de que nada le haga falta.
—¡Muy amable, mayor!
El vagón había quedado desierto en pocos instantes. Farfán sacó la cabeza por una de las ventanillas y dijo en voz alta:
—Teniente, vea que vengan por los baúles. ¿Qué es tanta dilación?...
A estas palabras asomaron a las puertas grupos de soldados con armas. Cara de Ángel comprendió la maniobra demasiado tarde...
—¡De parte del Señor Presidente —le dijo Farfán con el revólver en la mano—, queda usté detenido!
—¡Pero, mayor! ... Si el Señor Presidente... ¿Cómo puede ser?... ¡Venga... vamos... venga conmigo... hágame favor... venga... permítame... vamos a telegrafiar!
—¡Las órdenes son terminantes, don Miguel, y es mejor que se esté quieto!
—Como usted quiera, pero yo no puedo perder el barco,
voy
en comisión, no puedo...
—¡Silencio, si me hace el favor, y entregue ligerito todo lo que lleva encima!
—¡Farfán!
—¡Que entregue, le digo!
—¡No, mayor, óigame!
—¡No se oponga, vea, no se oponga!
—¡Es mejor que me oiga, mayor!
—¡Dejémonos de plantas!
—¡Llevo instrucciones confidenciales del Señor Presidente..., y usted será responsable!...
—¡Sargento, registre al señor! ... ¡Vamos a ver quién puede más! Un individuo con la cara disimulada en un pañuelo surgió de la sombra, alto como Cara de Ángel, pálido como Cara de Ángel, medio rubio como Cara de Ángel; apropióse de lo que el sargento arrancaba al verdadero Cara de Ángel (pasaporte, cheques, argolla de matrimonio —por un escupitajo resbaló dedo afuera el aro en que estaba grabado el nombre de su esposa—, mancuernas, pañuelos...) Y desapareció enseguida.
La sirena del barco se oyó mucho después. El prisionero se tapó los oídos con las manos. Las lágrimas le cegaban. Habría querido romper las puertas, huir, correr, volar, pasar el mar, no ser el que se estaba quedando —¡qué río revuelto bajo el pellejo, qué comezón de
cicatriz en el cuerpo!—, sino el otro, el que con sus equipajes y su nombre se alejaba en el camarote número 17 rumbo a Nueva York.
Todo sosegaba en el recalmón que precedió al cambio de la marea, menos los grillos húmedos de sal con pavesa de astro en los élitro,, los reflejos de los faros, imperdibles perdidos en la oscuridad, y el prisionero que iba de un lado a otro, como después de un tumulto, con el pelo despenicado sobre la frente, las ropas en desorden, sin probar asiento, ensayando gestos como los que se defienden dormidos, entre ayes y medias palabras, de la mano de Dios que se los lleva, que los arrastra porque se necesitan para las llagas, para las muertes de repente, para los crímenes en frío, para que los despierten destripados.
«¡Aquí el único consuelo es Farfán! —se repetía—. ¡Dónde no fuera el comandante! ¡Por lo menos que mi mujer sepa que me pegaron dos tiros, me enterraron y parte sin novedad!»
Y se oía la machacadera del piso, un como martillo de dos pies, a lo largo del vagón clavado con estacas de centinelas de vista en la vía férrea, aunque él andaba muy lejos, en el recuerdo de los pueblecitos que acababa de recorrer, en el lodo de sus tinieblas, en el polvo cegador de sus días de sol, cebado por el terror de la iglesia y el cementerio, la iglesia y el cementerio, la iglesia y el cementerio. ¡No quedaron vivos más que la fe y los muertos!
El reloj de la Comandancia dio una campanada. Tiritaron las arañas. La media, ahora que la aguja mayordoma estaba capoteando el cuarto para la media noche. Cachazudamente, el mayor Farfán enfundó el brazo derecho, luego el izquierdo, en la guerrera; y con la misma lentitud empezó a abrocharse por el botón del ombligo, sin parar mientes en nada de lo que allí tenía a la vista: un mapa con la república en forma de bostezo, una toalla con mocos secos y moscas dormidas, una tortuga, una escopeta, unas alforjas... Botón por botón hasta llegar al cuello. Al llegar al cuello alzó la cabeza y entonces toparon sus ojos con algo que no podía dejar de ver sin cuadrarse: el retrato del Señor Presidente.
Acabó de abrocharse, pedorreóse, encendió un cigarrillo en el aliento del quinqué, tomó el fuete y... a la calle. Los soldados no le sintieron pasar; dormían por tierra, envueltos en sus ponchos, como momias; los centinelas le saludaron con las armas y el oficial de guardia se levantó queriendo escupir un gusano de ceniza, todo lo que le quedaba del cigarrillo en los labios dormidos, y apenas si tuvo tiempo para botárselo con el envés de la mano al saludar militarmente: «¡Parte sin novedad, señor!».
En el mar entraban los ríos como bigotes de gato en taza de leche. La sombra licuada de los árboles, el peso de los lagartos cachondos, la calentura de los vidrios palúdicos, el llanto molido, todo iba a dar al mar.
Un hombre con un farol se adelantó a Farfán al entrar al vagón. Seguíanles dos soldados risueños afanados en el desenredar a cuatro manos los
lacitos
para atar al preso. Lo ataron por orden de Farfán y le sacaron en dirección al pueblo, seguido de los centinelas de vista que guardaban el vagón. Cara de Ángel no opuso resistencia. En el gesto y la voz del mayor, en el
primor
que exigía de parte de los soldados, que ya sin eso lo trataban mal, para que lo hicieran a la pura baqueta, creía adivinar una maniobra del amigo para poderle ser útil después, cuando lo tuviera en la Comandancia, sin comprometerse de antemano. Pero no lo llevaban a la Comandancia. Al dejar la estación doblaron hacia el tramo más apartado de la línea férrea y en un furgón con el piso cubierto de estiércol, le hicieron subir a golpes. Le golpeaban sin que él diera motivo, como obedeciendo a órdenes recibidas anteriormente.
—Pero ¿por qué me golpean, Farfán? —se volvió a gritar al mayor, que seguía el cortejo conversando con el del farol.
La respuesta fue un culatazo; mas por pegarle en la espalda, le dieron en la cabeza, desangrándole una oreja y haciéndole rodar de bruces en el estiércol.
Resopló para escupir el excremento; la sangre le goteaba la ropa, y quiso protestar.
—¡Se me calla! ¡Se me calla! —gritó Farfán alzando el fuete.
—¡Mayor Farfán! —gritó Cara de Ángel sin arredrarse, fuera de sí, en el aire que ya olía a sangre.
Farfán tuvo miedo de lo que le iba a decir y descargó el golpe. El fuetazo se pintó en la mejilla del infeliz que forcejeaba, rodilla en tierra, por desasirse las manos de la espalda.
—... Ya veo... —dijo con la voz temblorosa, incontenible, latigueante—, ... ya veo... Esta batalla... le valdrá a usted otro galón...
—¡Calle, si no quiere!... —atajó Farfán, levantando de nuevo el fuete.
El del farol le detuvo el brazo.
—¡Pegue, no se detenga, no tenga miedo; que para eso soy hombre, y el fuete es arma de castrados!...
Dos, tres, cuatro, cinco fuetazos cubrieron en menos de un segundo la cara del prisionero.
—¡Mayor, cálmese, cálmese!... —intervino el del farol.
—¡No, no!... A este hijo de puta le tengo que hacer morder el polvo... Lo que ha dicho contra el Ejército no se queda así... ¡Bandido... de mierda!... —y ya no con el fuete, que se había quebrado, con el cañón de la pistola arrancaba a golpes pelos y carne de la cara y cabeza del prisionero, repitiendo a cada golpe con la voz sofocada—:... ejército..., institución... , bandido de mierda... , así...
El cuerpo exánime de la víctima fue llevado y traído como
cayó
en el estiércol, de un punto a otro de la vía férrea, hasta que el tren de carga, que lo debía devolver a la capital, quedó formado.
El del farol ocupó lugar en el furgón. Farfán lo encaminó. Habían estado en la Comandancia hasta la hora de la partida conversando y tomando copas.
—La primera vez que quise entrar a la policía secreta —contaba el del farol—, era «polis» un mismas mío que se llamaba Lucio Vásquez, el
Terciopelo...
—Como que lo oí mentar —dijo el mayor.
—Pero ái está que esa vez no me ligó, y eso que aquél era muy al pelo para los tercios — cuando le decían el
Terciopelo,
figúrese usté—, y en cambio me saqué una mi carceleada y la pérdida de un pisto que con mi mujer —yo era casado en ese entonces— habíamos puesto en un negocito. Y mi mujer, pobre, hasta en
El Dulce Encanto
estuvo...
Farfán se despabiló al oír hablar de
El Dulce Encanto,
pero el recuerdo de la
marrana,
pestazo de sexo hediendo a letrina, que antes le habría entusiasmado, le dejó frío, luchando, como si nadara bajo de agua, con la imagen de Cara de Ángel que le repetía: «¡... otro galón!», «¡otro galón!».
—¿Y cómo se llamaba su mujer? Porque va a ver que yo conocí a casi todas las del
El Dulce Encanto...
—Por no dejar le diría el nombre, porque apenas estuvo entrada por salida. Allí se le murió un muchachito que teníamos y eso la medio trastornó. ¡Vea usté, cuando no conviene!... Ahora está en la lavandería del hospital con las hermanas. ¡No le convenía ser mujer mala!
—Pues ya lo creo que la conocí. Tanto que yo fui el que consiguió el permiso de la policía para velar a la criatura, y se veló allí con la Chón; pero ¡qué lejos estaba yo de saber que era hijito suyo!...
—Y yo, diga, en la tencha bien fregado, sin un real... ¡No, si cuando uno mira para atrás lo que ha pasado, le dan ganas de salir corriendo!
—Y yo, diga, sin saber nada y una hijita de la gran flauta malinformándome con el Señor Presidente...
—Y desde entonces que esta Cara de Ángel andaba en cuentos con el general Canales; era un ten con ten con su hija, la que después fue su mujer, y que, según dicen, se comió el mandado del patrón. Todo esto lo sé yo porque Vásquez, el
Terciopelo,
lo encontró en una fonda que se llamaba
El Tus-Tep,
horas antes de que se fugara el general.
—El Tus-Tep...
—repitió el mayor haciendo memoria.
—Era una fonda que quedaba en la mera, mera esquina. Adiós, pues, donde había dos muñecos pintados en la pared, uno de cada lado de la puerta, una mujer y un hombre; la mujer con el brazo en gancho diciéndole al hombre —yo todavía me acuerdo de los letreros: —«¡Ven a bailar el tustepito!», y el hombre con una botella respondiéndole: «¡No, porque estoy bailando el tustepón!»
El tren arrancó poco a poco. Un terroncito de alba se mojaba en el azul del mar. De entre las sombras fueron surgiendo las casas de paja del poblado, las montañas lejanas, las embarcaciones míseras del comercio costero y el edificio de la Comandancia, cajita de fósforos con grillos vestidos de
tropa.
... «¡Hace tantas horas que se fue!» El día del viaje se cuentan las horas hasta juntar muchas, las necesarias para poder decir: «¡Hace tantos días que se fue!» Pero dos semanas después se pierde la cuenta de los días y entonces: «¡Hace tantas semanas que se fue!» Hasta un mes. Luego se pierde la cuenta de los meses. Hasta un año. Luego se pierde la cuenta de los años...
Camila atalayaba al cartero en una de las ventanas de la sala, oculta tras las cortinillas para que no la vieran desde la calle; había quedado encinta y cosía ropitas de niño.
El cartero se anunciaba, antes de aparecer, como un loco que jugara a tocar en todas las casas. Toquido a toquido se iba acercando hasta llegar a la ventana. Camila dejaba la costura al oírlo venir, y al verlo el corazón le saltaba del corpiño a agitar todas las cosas en señal de gusto. ¡Ya está aquí el cartero que espero! «Mi adorada Camila. Dos puntos...»
Pero el cartero no tocaba... Sería que... Tal vez más tarde... Y reanudaba la costura, tarareando canciones para espantarse la pena.
El cartero pasaba de nuevo por la tarde. Imposible dar puntada en el espacio de tiempo que ponía en llegar de la ventana a la puerta. Fría, sin aliento, hecha todo oídos, se quedaba esperando el toquido, y al convencerse de que nada había turbado la casa en silencio, cerraba los ojos de miedo, sacudida por amagos de llanto, vómitos repentinos y suspiros. ¿Por qué no salió a la puerta? Acaso... Un olvido del cartero —¿y a santo de qué es cartero?— y que mañana puede traerla como si tal cosa...
Casi arranca la puerta al día siguiente por abrir a las volandas. Corrió a esperar al cartero, no sólo para que no la olvidara, sino también para ayudar a la buena suerte. Pero éste, que ya se pasaba como todos los días, se le fue de las preguntas vestido de verde alberja, el que dicen color de la esperanza, con sus ojos de sapo pequeñitos y sus dientes desnudos de maniquí para estudiar anatomía.
Un mes, dos meses, tres, cuatro...
Desapareció de las habitaciones que daban a la calle sumergida por el peso de la pena, que se la fue jalando hacia el fondo de la casa. Y es que se sentía un poco cachivache, un poco leña, un poco carbón, un poco tinaja, un poco basura.
«No son antojos, son pruritos», explicó una vecina algo comadre a las criadas que le consultaron el caso más por tener que contar que por pedir remedio, pues en lo de remedio ellas sabían lo suyo para no quedarse atrás; candelas a los santos y alivio de la necesidad por disminución del peso de la casa, que iban descargando de las cositas de valor.